En Sevilla, la ciudad con mayor riesgo de pobreza de España, un grupito de funcionarios sin escrúpulos está decidido a rechazar a los cien adolescentes con menos recursos que quieran estudiar en su facultad.
Si su hijo no ha podido estudiar la carrera que quería, la culpa puede ser de un profesor universitario con pocos escrúpulos.
Hace años, las universidades públicas generalmente aceptaban a todos los estudiantes que deseaban matricularse en ellas. En ocasiones, en las aulas había centenares de estudiantes, pero todo el mundo podía estudiar lo que quería. La resistencia contra los numerus clausus en las facultades españolas articuló décadas de lucha estudiantil, pero fue derrotada con la aprobación del Plan Bolonia. La consecuencia de aquella reforma es la situación actual: estudiantes de secundaria y bachillerato obsesionados hasta lo enfermizo con sus medias y miles de familia ahorrando para pagar estudios privados.
Vivimos el fracaso de la Universidad como servicio público. La causa no está solo en leyes neoliberales. También en haber cedido la gestión de las universidades a quienes trabajamos en ellas, sin introducir adecuados mecanismos externos de control. Si usted ha notado cómo en la última década proliferan las universidades privadas y cómo cada vez más familias tienen que endeudarse para poder dar a sus hijos la educación que antes proporcionaba de manera económica el Estado, sepa que en gran medida es culpa de nuestros gobernantes, pero en parte también de nosotros, los profesores universitarios públicos.
Las universidades privadas hacen negocio gracias a que las públicas no atendemos a la demanda social que recibimos. Siendo evidente que la calidad y las condiciones de la pública son mucho mejores, quien elige la privada lo hace solo porque se ve obligado a ello. Las universidades privadas son un negocio exclusivamente porque miles y miles de jóvenes son rechazados cada año en la pública.
Las normas educativas en vigor establecen que sean las propias universidades las que cada año deciden cuántos alumnos van a admitir en cada titulación. Las universidades suelen ceder esa competencia a cada facultad, de modo que en gran medida somos los propios profesores los que decidimos a cuántos alumnos queremos dar clase cada año.
Evidentemente, a todos nos gustaría trabajar menos y en mejores condiciones. La autonomía universitaria nos ofrece a los profesores la posibilidad de hacerlo así. Pero a costa de recortar las prestaciones del servicio público universitario. Para unos pocos de mis compañeros ese coste es la última de sus preocupaciones. Nadie debe culparlos. Imagine, querido lector o lectora, que le dan la oportunidad de trabajar menos ganando el mismo sueldo aunque ello provoque que los servicios públicos funcionen peor. ¿Cuántas personas se resistirían a tal tentación?
Pues, extrañamente, la profesión universitaria ha demostrado tener un alto sentido de la responsabilidad en este aspecto. Por lo general los profesores se sacrifican para intentar dar una educación lo más completa posible a pesar de continuos recortes en la financiación. Desgraciadamente, hay excepciones. Es por ellas por lo que el sistema no debería ser así. Sirva de ejemplo una anécdota que he vivido recientemente en una de las facultades en las que doy clases.
La semana pasada un departamento –que por cierto tiene fama de progresista y al que pertenecen, incluso, un diputado de Sumar y algunos dirigentes del Partido Comunista– propuso reducir en un tercio los alumnos que se admiten cada año en los estudios de Periodismo. Hasta ahora, cada año, nuestra facultad ofrecía 290 plazas. La propuesta es reducirlo en un tercio y admitir solo a un máximo de doscientos estudiantes. Actualmente, las plazas ofertadas cada año siempre se agotan e incluso quedan estudiantes fuera. De hecho, en nuestra provincia hay tres universidades privadas que ofrecen, previo pago, 150 plazas más y las cubren. Aun así, la propuesta ha gustado al equipo decanal y, de aprobarse, la Universidad de Sevilla enviará cada curso a noventa personas más a pagarse los estudios privados o directamente fuera de la universidad. Y si alguien se pregunta por qué proponen este atropello, la respuesta es que lo hacen, sencillamente, porque pueden.
La profesora más inocente de entre quienes promueven la propuesta confesó que lo que buscan es tener menos exámenes que corregir; los demás, más conscientes de su ignominia, se esconden en argumentos formales.
Dicen que quieren rebajar el número de estudiantes en cada clase. Ahora tenemos nominalmente setenta (de los que la mayoría no asiste con asiduidad) y ellos quieren llegar a tener un máximo de cincuenta. Esta idea es loable. A pesar de que algunos de mis compañeros se limitan a leer en voz alta los mismos PowerPoint año tras año, la lógica dice que con grupos reducidos y profesores entregados la docencia podría ser mejor. La cuestión, sin embargo, es que la forma adecuada de reducir el número de alumnos por grupo no es dejar fuera a un tercio de los que quieren estudiar en, sino aumentar el número de grupos. Es un tema de mera organización. Trescientos alumnos en cinco grupos se reparten igual que doscientos en cuatro. Obviamente, para tener más grupos sería necesario cumplir la ley y que los profesores diéramos el número de horas de clase que establece la nueva Ley de Universidades. Eso implicaría trabajar más y sospecho que lo que mis compañeros buscan es justo lo contrario.
Con esa perspectiva, se dispara la imaginación para justificarse. Una profesora –de esas que en tertulias y charlas presumen de izquierdista– comentaba que de lo que se trata es de no inundar el mercado de periodistas. De modo que, decía, si cada año terminan menos licenciados, los que lo hagan tendrán más posibilidades de encontrar trabajo. Su argumento no es ya falaz, sino tramposo. Más allá de la visión mercantilista de la Universidad, las universidades privadas siguen expidiendo cada año tantos títulos como personas quieran pagarlos.
Otro compañero, también de los que se dicen progresistas, defendió que es un desprestigio admitir a todo el que lo pida. Cree él que el prestigio se obtiene dando clases solo a los mejores estudiantes. Seguramente porque con ellos se notan menos las carencias de unos docentes desmotivados para todo lo que no sea su propia carrera profesional.
En fin, es evidente que se trata solo de insolidaridad y egoísmo. Si estos profesores tuvieran hijos que fueran a quedarse sin poder estudiar una carrera no habrían reducido las plazas. Pero quienes se quedan sin entrar en la facultad deseada son siempre las clases desfavorecidas. Los niños y adolescentes que no alcanzan buenas notas en el instituto suelen ser quienes no tienen ambiente de estudio en casa, la población rural, los que pertenecen a familias desestructuradas o quienes sufren problemas mentales y sociales. Esos serán los expulsados del paraíso universitario.
Si el sueldo de estos compañeros míos, en una lógica capitalista, dependiera del número de estudiantes a los que instruyen, tampoco reducirían las plazas ofertadas. Detrás de su propuesta está el convencimiento de que aunque trabajen menos y presten un peor servicio a la sociedad, ellos seguirán cobrando igual. Es triste identificar tal falta de compromiso social en unos funcionarios públicos, pero evidentemente en algunos casos el ser profesor universitario no es una garantía de responsabilidad intelectual.
Ciertamente, más allá de esta anécdota, es injusto poner el peso de decisiones sociales de esta trascendencia sobre profesores que no están preparados ni capacitados para la gestión de un servicio público. La culpa no es de mis compañeros insolidarios, sino de quien les ha asignado tanta responsabilidad. Los verdaderos responsables del suicidio de la universidad pública son las propias universidades y los gobiernos estatal y autonómicos. Ninguno da la talla. En Andalucía, por ejemplo, las universidades se han tenido que reunir en una asociación con el simpático nombre de AUPA para reclamar al gobierno del Partido Popular que invierta al menos lo imprescindible para cubrir los gastos. La falta de financiación de la educación es escandalosa. Al mismo tiempo, esas universidades colaboran con el brutal negocio de las privadas manteniendo cada año una oferta ridícula de plazas para máster obligatorios.
Hoy día, si usted quiere ser abogado, presentarse a una oposición de enseñanza o abrir una consulta como psicólogo –por ejemplo– tiene que hacer antes un máster obligatorio que le habilite para ello. Si no, el grado estudiado no sirve para nada. Sin embargo, las plazas que ofrecen las universidades públicas para cursarlos están tan por debajo de la demanda social, que las privadas han encontrado ahí su gran filón. Gracias a la poca oferta pública, estudiar el máster de la abogacía o el de psicología general sanitaria cuesta hasta veinte mil euros. Cada vez son más las familias obligadas a hipotecarse para poder dar un futuro a sus hijos mientras nuestros rectores dicen no entender por qué crece la oferta privada.
En los tiempos de trumpismo y neoliberalismo que corren, la falta de responsabilidad social de quienes gestionan la universidad pública es el caballo de Troya que va a destruir nuestro servicio público. La anécdota que les he contado sucede en la ciudad con mayor riesgo de pobreza de España. Allí, un grupito de funcionarios sin escrúpulos está decidido a rechazar a los cien adolescentes con menos recursos que quieran estudiar en su facultad. Y, de camino, desviar a algún cliente hacia su competencia privada. Son, simplemente, el peor ejemplo de trabajadores públicos, empeñados en aumentar su beneficio personal a costa de lo que es de todos. Sin que nadie mueva un dedo por evitarlo, entramos en el sálvese quien pueda de la pesadilla neoliberal.