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A propósito de Catalunya: hipótesis desborde

Fuentes: El Salto

La vuelta de los problemas no resueltos de la historia de España viene acompañada de dos etiquetas, «pop» y «postmo», acordes con los tiempos de crisis financiera global que corren

Poco a poco en Cataluña vamos saliendo de la representación teatral, del entretenido minuette que enfrentaba a las dos partidos-administración, para ir metiéndonos en otra cosa. Lo sucedido en estos cinco o seis últimos días, tiene algo de repetición histórica, como si la inercia de los viejos problemas patrios (la «cuestión catalana», la inflexibilidad-irreformabilidad del Estado) nos metieran en una suerte de repetición pop o postmo de 1934. En ese año una declaración de independencia de Catalunya terminó en varias decenas de muertos, al tiempo que se encendía la insurrección obrera de Asturias; fue el prolegómeno de la guerra civil. La cuestión (toda la cuestión) está, sin embargo, en esos adjetivos: «pop» y «postmo».

En cierto modo, la clave es teórica, y esta requiere situarse con cierta distancia respecto a lo ocurrido en estas jornadas (guste o no, aquí también es necesario distancia). Lo que venimos observando desde la crisis iniciada en 2007 y convertida en política en 2011, se puede resumir en una pregunta, ¿cómo se organiza y produce el conflicto en las sociedades post-bienestar o sociedades post-clase media? A este respecto, España (o Cataluña) son un laboratorio excepcional.

Recordemos que estas sociedades son el resultado de la integración de la vieja sociedad de clases y de la aniquilación del enfrentamiento capital-trabajo por medio de una particular alquimia política: una síntesis de metales relativamente estable que se le puede dar el nombre de sociedad de clases medias. Recordemos también que el artífice de esta síntesis fue el Estado, convertido en la instancia fundamental en la reproducción de las clases medias, ya sea directamente (empleo público, nobleza de Estado), ya indirectamente por medio de la fiscalidad, la legislación social, los salarios indirectos y los beneficios sociales. El llamado neoliberalismo fue un proceso de erosión sostenida de esta función de Estado, sin proponer a su vez ninguna otra forma de regulación social, siquiera comparable a las que destruía.

Una parte no pequeña de los conflictos en los Estados del centro capitalista, y prácticamente todos los procesos que amenazan con mover sus cimientos, tienen que ver con estos desplazamientos. Pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que estos conflictos se expresen de una forma inmediata (nunca existe una relación política directa entre malestar y discurso), sino a través de una serie de mediaciones (discursos, sentidos y autoexplicaciones) que se anclan en tradiciones políticas nacidas en contextos completamente distintos.

Así por ejemplo, el propio democratismo que es, de otro lado la más sofisticada y progresiva de las expresiones políticas de las sociedades clase medias en descomposición, reclama «democracia». Pero lo hace de acuerdo con un «ideal», que se puede traducir en términos radicales como democracia directa (aunque ciertamente se sabe poco acerca de lo que pueda ser eso) o conservadores, como la restauración de la meritocracia; esto es, como la restauración de las clases medias. Meritocracia en último término es que «qué hay de lo mío, denme lo que merezco».

De igual modo, los nacionalismos de distinto tipo (también entra aquí la ilusión nacional catalana) reivindican un ideal de Estado que hoy resulta imposible: el Estado soberano, capaz de restaurar el justo reparto interclasista entre la comunidad nacional, de garantizar a todos un lugar, unas seguridades. Problemas nuevos enfrentados con respuestas viejas, esto es también parte de esa particular condición contradictoria de nuestras sociedades.

Ejemplo de la condición «pop» de la política es también lo sucedido estos días en Cat. Valga decir que lo que enciende la mecha catalana es la represión de una acto organizado en torno al «oficio sacro» de la democracia, el voto; importa poco aquí que fuera ilegal o no. Del mismo modo, la represión, a su vez, se teatraliza sin muerte (recordemos de nuevo cómo acaba 1934, o más cerca, el terrorismo de Estado frente a ETA-MLNV). Lo que no deja de ser un acto de insurrección en un territorio de un Estado y que en medio planeta (o simplemente hace cincuenta años) hubiera sido casus belli que daría pie a una represión con centenares de muertos, se queda aquí en una representación: la ocupación policial de Catalunya y una secuencia de porrazos, que por crueles o indignantes que resulten, no responden a la gravedad de lo que aparentemente significa la palabra «sedición» o «insurrección».

Conviene mantener bien el foco en los límites del conflicto: éste todavía se resuelve en la ilusión democrática y en el acuerdo fundamental del conflicto atemperado o teatralizado, esto es, el conflicto «pacífico», sin muerte.

Esta misma condición «postmo» de la política se observa de igual modo en los sujetos. En Cataluña, como en todo el país durante el ciclo 15M, se observa el mismo protagonismo de los sectores sociales medios. Así quienes constituyen el motor de la protesta son curiosamente un sector institucional (la mitad de la clase política) que se extiende a todos los aparatos de Estado que rodean a la Generalitat (alta administración, medio de comunicación nacionales, universidades, etc.). A su vez las fuerza de choque son sin sorpresa estudiantes, profesores, algunos cuerpos profesionales, y sobre todo las clases medias y medias-bajas de comarcas que entrarían sin duda en el grupo de los «perdedores de la globalización». Valga al caso la participación en estos días de los tractoristas como exponente casi folclórico de una realidad que sobre todo comprende un tejido industrial (y agrario) de medianas y pequeñas empresas sobreexplotado y en crisis permanente desde hace 20 años.

Incluso cuando a partir del domingo en la masividad de la protesta ha reaparecido el componente 15M (el democratismo) frente a la represión de Estado, el predominio ha vuelto a ser de los mismos segmentos medios (profesionales, clases creativas, etc.). Esto no quiere decir que ocasionalmente y como ha ocurrido en estas jornadas entren en juego otros sectores sociales; que aparezcan sindicalistas, organización en barrios, etc. Pero cabría discutir mucho si este es el elementos activo, o motor, de la movilización.

Como ocurrió en el 15M, los «segmentos populares» (la clase obrera convertida en precarios de los servicios, los migrantes, etc) distan de haberse constituido como sujetos políticos autónomos. Siguen siendo en todo subalternos al gigantesco marco ideológico que todavía conforma la sociedad de clases medias.

Sobre estos mimbres, y no sobre ninguna presunción ideológica, conviene plantear las posibilidades de la consigna «desborde». De acuerdo con muchas de las intervenciones de estos días, se puede decir que el desborde ha sucedido ya. Lo ocurrido en Barcelona y metrópoli nos habla de lógicas de movilización y apelación tan masivas que van mucho más allá del marco de la independencia. Pero por no extendernos (cabría discutir mucho la anterior afirmación), el desborde localizado territorialmente no es desborde.

Desgraciadamente, lo que puede ser acotado territorialmente y codificado en términos territoriales (nacionales) puede ser empleado en términos funcionales al conflicto que aparentemente se expresa entre dos legitimidades enfrentadas con sus respectivas parroquias: la constitucional-española y la nacional catalana. El Estado español y también las élites políticas catalanas tienen una larguísima experiencia en lidiar con este tipo de enfrentamientos, incluso en modalidades agónicas.

Por esta vía parece en principio difícil (aunque Catalunya arda durante meses) que la situación descarrile. Se podrá decir, y tienen razón, que el principal contraargumento a este marco está en que el conflicto puede escalar a los niveles de la vieja política (conflicto «con muerte»), esto es, más allá del perímetro de lo legítimo en la sociedad de clases medias. Si eso ocurriera entraríamos en un terreno oscuro e interesante, pero que ya no se dejaría comprender del todo en este marco de la política «pop». Hay razones para pensar, de todos modos, que esto no es probable.

Seguimos. Como en el 15M, «desborde» implica un juego de reflejos y proyecciones que comunican e impulsan movilizaciones de distintas ciudades, más allá incluso de las fronteras de los Estados. Por simplificar, en la metrópolis espejo de Barcelona, Madrid (y este artículo, no se esconde, se escribe por y para Madrid), el desborde implicaría el desarrollo de un ciclo de movilización propia. Pero si nuestra hipótesis política en relación con Cataluña es la de explorar las posibilidades de su «desborde» en otros territorios, empezando por esta ciudad, conviene comprender bien dos o tres puntos que en estos días no resultan obvios:

1. El primero es recordar un viejo adagio del 15M, «no somos ni de izquierdas ni de derechas». Todavía más en un contexto como el actual, las retóricas de la izquierda son impotentes como fuerza de movilización (la solidaridad con Catalunya, la autodeterminación de los pueblos, etc.), pero también de análisis (procesos «nacional populares», el ensalzamiento de la «movilización de los clases populares»). La única solidaridad real, también en las sociedades «postmo» es la que convierte una lucha ajena en una lucha propia. Si se quiere reflejar lo que ocurre Cataluña sobre el resto del Estado, el elemento común es la lucha contra el autoritarismo de Estado, el abuso de Estado en relación con la «ilusión democrática».

Las jornadas «insurreccionales» de la ciudad de Madrid en los últimos 15 años (movilizaciones contra la guerra, 11-13M de 2004, 15M de 2011) se han producido siempre como un levantamiento contra los abusos y las mentiras de Estado. Si Madrid (o Sevilla, o Zaragoza o Valencia) puede estar al lado de Barcelona, no lo hará en pro de los «derechos nacionales» de los catalanes, sino contra el exceso de arbitrariedad vivido en propia carne. Los automatismos ideológicos de la izquierda ayudan aquí poco o nada.

2. Jugamos a un juego retórico que en buena medida es falso en términos políticos. Falso en política quiere decir que es impotente, que no reconoce aquello a lo que realmente nos enfrentamos. Este juego se ha anclado en torno a palabras fetiche como «régimen del 78»; palabras que que dejan transpirar sin dificultad viejos debates como monarquía o república. Por ir rápido, desde 2011, en plena crisis, hemos perdido capacidad de localizar los poderes reales y de enfrentarlos materialmente. En 2011-2012, el problema no era Rajoy o Zapatero, o lo eran, pero sólo como lo es un mediador de un poder real: un portero, un policía o un cobrador de deudas. El poder localizado y enfrentado materialmente (véase PAH y Mareas) era la dictadura financiera europea.

La recomposición del mando europeo ha pasado por una renacionalización de la política, que vuelve a estar recluida en sus contenedores nacionales. Esto implica una clausura de la opinión pública alrededor de los actores políticos locales. Tanto es así, que incluso la nueva política que nació del 15M se ha vaciado rápidamente de potencia convirtiendo la «representación de la oposición democrática», la alternativa en el marco nacional al régimen del 78, en su única razón de ser. Paradójicamente, la nueva política no tiene espacio propio en un conflicto nacional que además se dirime en contraposiciones nacionales. Por eso el problema, una vez más, se encuentra más allá del sistema de partidos, más allá de su propia impotencia para representar el juego de afirmación y reforma del régimen. Desbordar quiere decir desbordar el sistema partidos, incluida la nueva política, vuelta impotente en una situación de este tipo.

3. Caso de desborde efectivo, la consigna «proceso constituyente» puede convertirse en la consigna política de una movilización democrática. Pero esto supone al mismo tiempo un avance y un retroceso. Las propuestas tradicionales en relación a la forma de Estado (república) y a la circulación de élites (reforma electoral) pueden contentar a la vieja y a la nueva izquierda (incluida la nueva política). De igual modo, los elementos de reforma territorial y de limpieza y transparencia democrática también pueden satisfacer a las formas de expresión de descontento de unas clases medias en descomposición.

En este marco «constituyente» se comprende el «bloque histórico» que los neogramscianos proclaman de una forma más bien anacrónica. No obstante, estos elementos de movilización no suponen ningún avance sobre los ciclos de protesta iniciados en 2011. Estos contenidos del «proceso constituyente» sirven para agrupar y reunir, pero no preparan la situación a una crisis que está llamada a prolongarse durante décadas. Los aspectos dinámicos de la movilización (la incorporación de nuevos sujetos y demandas), así como la propia democratización (que siempre será muy relativa) del Estado, son las únicas palancas que puede hacer de la consigna también elementos de «desborde». En términos formales la consigna está vacía. En términos políticos (y paradójicamente la insurrección catalana es una confirmación) seguimos dentro de los límites del 15M.

Por terminar, la sobrerreacción de una parte de las élites políticas apenas esconde su debilidad, una voluntad decidida de supervivencia y reanimación que les otorga una energía extraordinaria, al igual que un condenado a muerte cuando se emplea en una posibilidad de fuga. En ese propósito pueden ir poco a poco abandonando la teatralización del conflicto propia de las formas de una democracia pacificada en dirección hacia nuevas formas de excepcionalidad y autoritarismo. El escenario que nos prometen es el de una vuelta a los ochenta, sobre la base de la codificación de toda lucha (por derechos, democracia) en las claves Constitución / Caos, esta vez en forma de independentismo catalán.

No obstante, conviene reconocer que estos actores son débiles, carecen de legitimidad y tampoco pueden sortear los marcos tanto de esa democracia de clases medias, como de su condición de actores subordinados de una provincia europea. La partida es tan compleja para ellos como para cualquier otro. En este sentido, el «desborde» es posible si se atina en encontrar los resortes adecuados. Se vienen meses interesantes, lo cual no quiere decir necesariamente buenos.

Fuente: http://www.elsaltodiario.com/opinion/emmanuel-rodriguez-catalunya-hipotesis-desborde