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Ahora somos todos israelíes

Fuentes: Informed Comment/Znet

La actitud de la mayoría de la población en Israel y EE.UU. es similar. En ambos casos rehúsan toda introspección y se imaginan que sus países pueden proceder a su gusto, pisotear el derecho internacional y desdeñar la opinión pública internacional. La motivación religiosa exige que la Izquierda encuentre un camino para conformar un camino común con la masa creyente. Traducido por Germán Leyens.

Hace tres años, mientras el olor acre de lo que quedaba del World Trade Center invadía lentamente mi vecindario, escribí un artículo llamado «Ahora somos todos israelíes». No inventé la idea; en las horas después de los ataques escuché a varios comentaristas que decían esencialmente lo mismo, aunque sus significados eran en realidad diametralmente opuestos. Para ellos, los ataques del 11 de septiembre constituyeron una trágica llamada de atención para EE.UU. sobre la amenaza mortal representada por el terrorismo musulmán, con la que Israel había estado viviendo durante décadas y cuyos métodos ahora tendrían que ser copiados por EE.UU. si quería «ganar la guerra contra el terror».

Para mí, sin embargo, los ataques sugirieron una situación más inquietante: Que igual que los israelíes, los estadounidenses jamás enfrentarían las causas de la extrema violencia perpetrada contra nosotros por aquellos cuya opresión hemos apoyado o incluso impuesto, ni emprenderían una honesta introspección de lo que ha sido nuestro papel en la generación de un odio tal que convierte aviones comerciales en misiles crucero. En vez de hacerlo, me dijeron mis entrañas, aceptaríamos el uso por el presidente Bush de la guerra para realizar las antiguas visiones imperiales, incluso apocalípticas, de la derecha neoliberal, las mismas que son tan apreciadas por sus homólogos israelíes.

Cuando veo a George W. Bush celebrando su reelección, me doy cuenta de que jamás hubiese llegado a imaginar cuán parecidos a los israelíes íbamos a llegar a ser. Reflexionemos sobre el tema: en Israel, la mayoría de los ciudadanos judíos apoyan la política de Ariel Sharon a pesar de la violencia en gran escala, sistemática (y, según el derecho internacional, criminal) que su gobierno despliega contra la sociedad palestina, a pesar del empeoramiento de la situación económica de los votantes religiosos de la clase media baja que constituyen su principal base de apoyo, a pesar del creciente oprobio y aislamiento internacionales. ¿Suena conocido?

En cuanto a la oposición «liberal» dentro del país, está patas arriba, en bancarrota política y moral, porque en realidad fue un participante complaciente en la creación y preservación del sistema que ahora devora el corazón de la sociedad israelí. Aparte de ocasionales artículos quejumbrosos de miembros del ala progresista, el Partido Laborista no puede hacer ni hace nada que vaya a cambiar fundamentalmente la política de Sharon. ¿Por qué? Porque refleja un impulso, alimentado por el movimiento laborista durante décadas en el poder, que está profundamente compenetrado con el corazón del sionismo: construir una sociedad exclusivamente judía sobre una porción lo más grande posible de lo que considera su antigua tierra, con poco respeto por el destino de los habitantes nativos del país.

Como todo americano nativo nos lo recordará, EE.UU. fue construido sobre una empresa sagrada similar- Así que no debería sorprendernos los asombrosos paralelos entre el mini-imperio israelí y la aventura iraquí de EE.UU.

No es sólo que a la ocupación de EE.UU. le vaya tan terriblemente mal como a la de Israel. En la semana pasada, – con más tiempo que el necesario para influenciar la elección – doctores de los principales hospitales investigativos de EE.UU. publicaron un estudio demostrando que las fuerzas de EE.UU. han matado más de 100.000 iraquíes, la mayoría mujeres y niños matados por bombas de EE.UU. Pero antes del 2 de noviembre los estadounidenses por lo menos podían decir que no eran directamente responsables por el desastre que se ha desarrollado en Irak, porque fue un presidente no-elegido el que llevó al país a la guerra partiendo de premisas falsas. Ya no. Desde hoy, la sociedad estadounidense ha declarado su apoyo a la invasión y al hacerlo es moral y políticamente culpable por cada uno de esos 100.000 muertos, y por cada una de las decenas de miles de muertes que los seguirán.

Para decir las cosas tal como son, los estadounidenses han decidido volver a enviar a un hombre a la Casa Blanca que ha supervisado el asesinato de más civiles que Slobodan Milosevic. Nos hemos hecho con un presidente que aprueba la tortura, que rechaza sin ningún miramiento cualquier tratado internacional – Kioto, el Tratado de misiles balísticos y la Corte Penal Internacional – que no corresponda a su agenda mesiánica. Que realmente cree que «Dios Todopoderoso» está a su lado.

EE.UU., en breve, se ha convertido en una nación criminal, y hay que detenerlo. (Sí, hay otras naciones criminales, pero aparte de Israel ¿cuántas pretenden ser democráticas? ¿Rusia? ¿Sudán? ¿China? India es tal vez una; y en vista de su sórdida ocupación de Cachemira no debiera sorprendernos que un eje EE.UU.-India-Israel de ocupación e islamofobia sea una de las características más destacadas del paisaje geoestratégico del mundo posterior al 11-S).

En Israel, la mayoría de los ciudadanos conoce perfectamente las realidades de su ocupación; incluso los periódicos derechistas publican regularmente artículos que describen sus detalles con suficiente claridad para evidenciar que toda ignorancia de los hechos es intencional. Esta dinámica es, en realidad, el motivo por el cual los israelíes han reaccionado a la guerra civil con los palestinos aumentando la deshumanización de la ocupación, acompañada por una ferviente práctica de seguir viviendo no importa qué pasa a diez o quince kilómetros en «los Territorios». La alternativa, que funcione realmente para detener la demencia de la ocupación, causaría mucho más odio y violencia dentro de Israel y entre judíos que todo lo que los palestinos pudiesen provocar desde afuera.

La situación es casi idéntica en cuanto a la perspectiva estadounidense sobre Irak. ¿Abu Ghraib? ¿Masivas víctimas civiles causadas por una guerra lanzada por motivos manifiestamente falsos? ¿La erosión de las libertades cívicas? ¿La transferencia de cientos de miles de millones de dólares de dinero de los contribuyentes (para no hablar de los recursos y el capital iraquíes) por el gobierno de EE.UU. a sus aliados corporativos? Para más de un 70% de los votos estadounidenses calificados – es decir, el cerca de un treinta por ciento que votó por Bush y el 40% que decidió que la situación no era suficientemente importante como para perder su tiempo votando – nada de esto importa. EE.UU. es grande y fuerte y puede hacer lo que le dé la gana y al diablo con cualquiera que se le meta en el camino, especialmente si opone resistencia.

La abrumadora aceptación de la violencia en gran escala y sistemática perpetrada por el estado como parte normal del ejercicio del poder y la voluntad de una mayoría del electorado de apoyar a partidos y políticos que se oponen claramente a sus intereses económicos y sociales (como lo demuestra el aumento en la pobreza y en la inseguridad económica generalizada en Israel y en EE.UU. producidas por las últimas dos décadas de neoliberalismo) caracterizan tristemente a ambas sociedades en la actualidad. Por eso nunca compartí el optimismo de amigos que pensaban que esta situación ayudaría a elegir a Kerry. Como Barak o Peres en Israel, en el contexto de una globalización militante posterior al 11-S, John Kerry ofreció a los estadounidenses poco más que un Bush-lite en el tema más crucial de la actualidad. En la cultura cada vez más obesa de EE.UU., ¿quién se puede sorprender porque terminamos por preferir un Súper-Grande en lugar de un edulcorante?

Así que aquí nos así estamos, tres años después del trágico 11-S. El olor a metal, combustible y carne calcinados ya no impregna los cinco municipios de Nueva York; en su lugar flota sobre las principales ciudades de Irak (donde la mayoría de los estadounidenses no tiene que olerlo, pero puedo atestiguar por mi experiencia personal que en Bagdad es tan acre como en Queens). La administración Bush puede seguir adelante con una política extranjera violentamente imperialista con poco temor de que vaya a tener una repercusión o costo político en casa – después de todo, ¿a quién le importa el extranjero? – La izquierda está estupefacta ante su propia incompetencia política y moral, y en general la gente está cada vez más dividida entre un campo fundamentalista religioso-nacionalista, y un campo yuppie-liberal que no tiene piernas reales sobre las que pararse y que tiene pocas esperanzas de movilizar a los millones de pobres y de trabajadores que se han ido a la derecha por «temas sociales». Por cierto, es evidente que no les importa si los ricos se hacen más ricos y que el medio ambiente se vaya al infierno, mientras ellos estén camino al cielo – o por lo menos hacia el segundo Advenimiento.

Esta situación revela algo oscuro, casi aterrador sobe el carácter colectivo de EE.UU. Empeoran la situación los motivos por los que gente votó por el presidente Bush: la creencia de que representa mejor los «valores morales» de EE.UU. junto con la fe en que él, no Kerry, librará una «guerra contra el terror mejor y más eficiente». Nadie se atreve a decir cuáles son los valores morales que representa la ocupación de Irak. La mayoría de los estadounidenses no quieren saber qué clase de terror ha desatado en Irak el ejército de EE.UU.

Más vale «mantener el curso» y orar por el retorno sanos y salvos de los soldados. Que las inquietantes lecciones amorales de Irak sean exorcizadas por Hollywood o por la última versión de Rambo en Nintendo, volando en helicóptero sobre las arenas de Irak ametrallando a más desventurados soldados iraquíes (como si no hubiesen matado a bastantes en la verdadera guerra) y rescatando lo que pueda quedar del honor de EE.UU. una vez que la realidad de una decidida resistencia anticolonial expulse a EE.UU. de Irak – el destino común de las potencias ocupantes a través de la historia.

Hasta que eso suceda, sin embargo, se causará un daño inimaginable al mundo y a la posición de EE.UU. ¿Qué van a hacer los progresistas al respecto? Sea en Israel o en EE.UU. la oposición liberal – el Partido Laborista en Israel, los demócratas en EE.UU. – han demostrado estar política y moralmente en bancarrota. Son partidos moribundos y deberían ser abandonados lo más pronto posible a favor del duro trabajo de construir lentamente partidos auténticamente progresistas populistas que puedan alcanzar, enfrentar y desafiar a sus compatriotas más conservadores y a menudo religiosos que actualmente miran a la Derecha, no a la Izquierda, para resolver sus necesidades más elementales.

Mientras tanto, la comunidad internacional, especialmente la UE, debe adoptar un tono desafiante contra el militarismo estadounidense e israelí y ejecutar el papel nuevo pero fundamental de actuar como un contrapeso y una alternativa a la visión imperial de EE.UU. (al mismo tiempo, sin embargo, deben ir más allá de un estrecho antiimperialismo antiestadounidense y antisionista a una crítica más amplia del sistema más amplio de autocracia y violencia medio-oriental, cuyas víctimas no merecen menos nuestra preocupación que los palestinos o los iraquíes). Pero eso no sucederá por sí solo; depende de los ciudadanos en todo el continente que se aseguren de que sus gobiernos no tomen el camino fácil de apoyar un enfoque pragmático de apoyo al status quo y de «trabajar» con la administración Bush, mientras esperan que EE.UU. se desangre en Irak y en otras aventuras imperiales.

Una cosa es segura. Bush y sus políticas milenarias no pueden ser derrotadas por la especie de violencia y odio que guía su visión del mundo. Como nos advirtiera Antonio Gramsci hace setenta años, una «guerra de maniobras» o ataque frontal de la Izquierda contra un estado capitalista avanzado no puede llevar a la victoria. En su lugar tenemos que desempolvar nuestras copias de los Cuadernos de la Prisión de Gramsci y comprar una copia de los despachos del subcomandante Marcos desde la selva Lacandona. Entonces posiblemente encontremos claves sobre cómo librar una «guerra de posiciones» mejor y más eficaz contra la terrible perspectiva de cuatro años más con George W. Bush.

Aunque la Izquierda se ha vuelto a menudo hacia Gramsci en busca de orientación, la mayoría de los comentaristas han ignorado una de sus visiones más importantes: que por más negativo que haya sido el papel que la religión jugó en la sociedad italiana, constituyó la fuerza social más importante en la lucha contra el capitalismo y el fascismo, sin la cual la Izquierda jamás podría esperar el logro de la hegemonía social contra la burguesía. Esto se debe a que la religión contiene el núcleo del «sentido común» de las masas cuyo instinto natural es rebelarse contra la dominación de la elite capitalista. Pero como es en buena parte amorfa y desarticulada, es fácilmente manipulada por esa elite – como lo ha mostrado tan elocuentemente Thomas Frank en su reciente «What’s the Matter with Kansas» – y necesita que se le agregue el «buen sentido» de intelectuales radicales progresistas a fin de conformar el tipo de ideología y de programa político que podría atraer a la mayoría de los pobres y de la clase media. Pero en este diálogo los intelectuales laicos se transformarían igual que las masas religiosas, creando el tipo de unidad orgánica que ayudó a impulsar a la Derecha religiosa de los márgenes de su partido al centro del poder.

Es triste pero significativo que un prisionero político enfermo en Italia fascista, escribiendo de memoria sobre trozos de papel, haya podido anticipar la lucha que confronta EE.UU. actual mejor que la mayoría de los líderes contemporáneos de la llamada Izquierda. Pero no temas, si John Ashcroft se sale con la suya pronto tendremos una oportunidad parecida de conocer las ventajas de estar incomunicados en prisión para producir teoría social innovadora. Mientras tanto, si los progresistas no hallan medios de llegar a los cristianos conservadores de la clase trabajadora, viviremos todos los sueños de Apocalipsis de Bush.

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Mark LeVine enseña historia en la Universidad de California, Irvine. Es autor de «Why they Don’t Hate Us: Globalization in a Post-9/11 World». Este artículo apareció por primera vez en el blog de Juan Cole Informed Comment.

Título original: We’re all Israelis Now

Link original:
http://www.zmag.org/content/showarticle.cfm?SectionID=90&ItemID=6591%20