Viví unos años en Baltimore como estudiante de doctorado, los suficientes para haber formado parte de la ciudad pero también para que una parte de mí, o más bien de mi memoria, aún permanezca allí. Un trozo de mí que me han devuelto estos días, de una manera muy perturbadora, las imágenes de la prensa. […]
Viví unos años en Baltimore como estudiante de doctorado, los suficientes para haber formado parte de la ciudad pero también para que una parte de mí, o más bien de mi memoria, aún permanezca allí. Un trozo de mí que me han devuelto estos días, de una manera muy perturbadora, las imágenes de la prensa. Es extraño enterarse de que una ciudad tan íntima para uno está bajo un régimen de toque de queda. Pero, superada esta extrañeza inicial, reparo en que solo se ha declarado explícitamente lo que quienes hemos vivido allí experimentamos de un modo u otro y veíamos venir. Un toque de queda silencioso y cotidiano, una ciudad hecha como un tablero de zonas transitables y zonas letales, a menudo separadas por una tácita y asombrosa frontera: una sola calle sin nombre, un número, calle 27, por ejemplo.
Baltimore es una ciudad hecha de espacios y de tiempos concebidos como estados de excepción: horas en las que no se puede pasear, horas en las que una furgoneta de seguridad pagada por la universidad te escolta a casa a partir de las cinco de la tarde o te lleva a comprar al supermercado. Baltimore es una ciudad, en suma, articulada por una geografía del miedo, un mapa hecho de palabras y percepciones, de consejos («no vayas por esa calle»), historias, rumores y sirenas de policía o helicópteros por la noche. Pero en ese mapa también hay bibliotecas de barrio, refugios donde a partir de las cinco el paseante puede escuchar en su interior voces infantiles deletreando palabras, jugando con ellas, custodiando cuidadosamente una burbuja de esperanza y de futuro.
Mi cabeza está repleta de recuerdos personales en estos días, que cobran sentido inesperadamente, pero me he impuesto escribir estas líneas bajo una obligación: superar la tentación de lo anecdótico. Porque lo sucedido en Baltimore no es anecdótico ni súbito. Es estructural. Y eso es precisamente lo que quienes conocemos la ciudad echamos en falta tanto en las declaraciones oficiales como en las perspectivas de la prensa. Allí donde pone «disturbio» debemos leer «violencia estructural», y allí donde leemos «violencia estructural» debemos leer «pobreza», «injusticia», «abandono», «represión», «abuso de fuerza», «desigualdad» y «discriminación».
He escuchado el mejor resumen de lo sucedido en palabras de un periodista satírico: «Señores, el estado de emergencia debió declararse hace cinco décadas, cuando se dispararon los indicadores de desigualdad social». ¿Nunca aprenderemos? Baltimore no es una serie televisiva, es un lugar donde cada día vive gente como usted y como yo y a la vez es una metáfora. Yo aprendí que Baltimore es una ciudad, pero también es un proceso. Un proceso de baltimorización mundial. Y que por todas partes se repite el mismo error de fondo: reprimir las manifestaciones de ese proceso en vez de atajar su causalidad profunda. Una sociedad pulverizada por la desigualdad es una sociedad en guerra real pero no declarada, una sociedad demediada, una sociedad que no se defiende contra el exterior sino contra su mismo corazón, una sociedad donde policía y ejército, orden y defensa, actuación policial y estrategias militares, se funden. ¿Cómo no iba a terminar declarando un toque de queda, un estado de excepción en miniatura?
Igual que muchos jóvenes españoles ahora, hace años yo hui de los primeros signos de la dureza con la que este país trata a su juventud. Regresé justo cuando la crisis estalló, pero cambiada por lo que había visto. Traje conmigo a Baltimore y un espíritu de Casandra que desea equivocarse en su predicción. Ha sido duro ver las noticias de Baltimore estos días, pero más aún cuando vives dos calles más allá de los sucesos que narra Ciutat morta o ves las imágenes, grabadas por un vecino, de una detención brutal e injustificada en tu plaza.
Solo puedo seleccionar dos recuerdos con los que terminar. El primero es un niño negro que caminaba de la mano de su hermano mayor. El fiero aspecto del hermano contrastaba con la fragilidad del niño. El pequeño crecerá pareciéndose a su hermano, pero el mayor un día fue tan indefenso como el pequeño. Instintivamente, recordé el poema de Miguel Hernández El niño yuntero. «¿Quién salvará a este chiquillo menor que un grano de avena? ¿De dónde saldrá el martillo verdugo de esta cadena?». El segundo son las palabras de una amiga afroamericana, en un viaje en tren: «Baltimore está creciendo dentro de mí». Creo que ese Baltimore está creciendo dentro de todos nosotros. Por acción o consentimiento, nos estamos baltimorizando.
Alicia García Ruiz es Profesora asociada de Filosofía Contemporánea de la UB.
Fuente original: http://www.elperiodico.com/es/noticias/opinion/baltimore-los-rostros-injusticia-4153086