Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
Cómo llegó a su fin la era de la conformidad
Introducción de Tom Engelhardt
Algún día, esa era quizá sea vista como las décadas en las que Estados Unidos empezó a vaciarse. Primero, desaparecieron los buenos empleos para la clase trabajadora; mientras la ‘herrumbre’ se extendía en los cinturones de producción industrial, los pueblos perdían habitantes y los buenos tiempos se marchaban quién sabe adónde. Después, la infraestructura -desde los puentes y las carreteras hasta el metro y las presas- empezaron a deteriorarse. Más recientemente, algo más empezó también a vaciarse: la política estadounidense. En una temporada en la que el proceso político que lleva a las próximas elecciones se ha convertido en una obsesión mediática que no cesa un instante, esto parecería que no es así. Pero pensémoslo otra vez. Uno de los dos partidos de este país se las ha arreglado para aupar a 17 de los candidatos más insólitos vistos alguna vez en un escenario, poniendo en evidencia a una organización que está trastabillando al borde del precipicio, incluso mientras sus votantes otorgan estatus presidencial al personaje más estrafalario del siglo XXI. El otro partido estaba tan en las últimas que solo fue capaz de aupar como su principal candidato a la presidencia a una ex primera dama y ex secretaria de Estado que ya había perdido ignominiosamente su anterior carrera por la presidencia y estaba arrastrando tras de sí un carromato lleno de un corrompido bagaje… ah, sí… y a un olvidable gobernador y a un senador que se declara «demócrata socialista», pero no con la ‘D’ mayúscula de Demócrata (al menos hasta tarde la otra noche). Si eso no es la definición de una organización política que parece está corroyéndose desde dentro, ¿qué es?
Cuando la cuestión es el vacío, no olvidemos las noticias de las elecciones, que han sido infladas en proporciones monstruosas aunque están vacías de contenido. Donald Trump, el hombre que inventó el ciclo interminable de noticias a partir de una maraña de insultos y pensamientos primarios, ha sido el vehículo perfecto para un proceso de este tipo, que es una mina de oro para el equivalente mediático del 1 por ciento. Tomad el gran debate que no fue pero copó los titulares durante el ciclo noticioso de un solo día, aquel que el presentador del programa de entrevistas Jimmy Kimmel propuso a Donald Trump. Él aceptó inmediatamente y su eventual oponente, Bernie Sanders, le siguió con presteza; la posibilidad murió después de otra explosión de titulares, noticias, informes y comentarios apenas un día después o algo así. Al hacerlo, Trump utilizó la palabra «inapropiado» para declarar que la propuesta no era razonable. El hombre para quien no hay nada inapropiado hizo pública una elocuente declaración vocacional que podría haber sido dicha en cualquier aula de sexto grado. Empezaba: «A partir del hecho de que el proceso de nominación del Partido Demócrata está totalmente amañado, que Hillary Clinton y Deborah Wasserman Schultz no permitirán que gane Bernie Sanders y que en este momento soy el más probable nominado republicano, parece inapropiado que debata con quien terminará segundo».
Y… ah, sí… entre las indudables víctimas del proceso de vaciamiento está la versión que el Partido Demócrata tiene del liberalismo, que en los últimos años se ha convertido en el credo del otro partido, el del 1 por ciento. Hoy, Steve Fraser, colaborador habitual de TomDispatch, que ha cubierto el auge de la nueva Era Dorada de Estados Unidos (y la caída de casi todo lo demás) desde Wall Street a la calle, reflexiona sobre el destino del liberalismo en una posible nueva era de populismos, de derecha y de izquierda. Piense el lector de esta nota como si fuese también una plataforma de lanzamiento de su nuevo libro, The Limousine Liberal: How an Incendiary Image United the Right and Fractured America (la limusina liberal, cómo una imagen incendiaria unió a la derecha y fracturó a Estados Unidos), una sorprendente historia del 1 por ciento y nosotros, los demás, todo extractado en una única imagen política.
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La versión estadounidense de la lucha de clases
Apareciendo desde las sombras del Estados Unidos reprimido, Bernie Sanders y Donal Trump han estado enviando escalofríos por los corredores del poder establecido. ¿Quién los recibiría? Dos hombres, ambos -pese a ser de muy distinta forma- ajenos al sistema, parecen estar a la cabeza de sendas rebeliones contra los amos de nuestro destino en ambos partidos; esto, después de décadas en las que solo imaginar esa posibilidad habría sido visto, en el mejor de los casos, como una ingenuidad y, en el peor, como un engaño. Su prolongada presencia en el escenario nacional puede ser el desarrollo político más inalcanzable de los últimos 50 años de Estados Unidos. Y sugiere que estaríamos entrando en una nueva etapa de nuestra vida pública.
Hace un año, en mi libro The Age of Acquiescence (La era de la conformidad), intenté resolver un misterio insinuado en su subtítulo: «Ascenso y caída de la resistencia estadounidense a la riqueza y el poder organizados». Formulado llanamente, este misterio era: ¿Por qué la gente se rebela algunas veces y se conforma en otras?
Resistir a todos los dolores, los insultos, las amenazas al bienestar material, la exclusión, la degradación, la desigualdad sistemática, el culto exagerado a los personajes del poder, la indignidad y la impotencia que están en la esencia de la vida cotidiana de millones de personas perecería algo bastante natural, incluso ineludible, si no inevitable. ¿Por qué soportar todo eso?
Sin embargo, si miramos la historia, la tentación de ceder, de rendirse, parece ser no menos natural. Después de todo, frecuentemente, resistir es arriesgar el pellejo, los medios de vida, la manera de vivir. ¿Cómo acallar esas intimidantes voces interiores que nos advierten de que las autoridades tienen el derecho de gobernar en virtud de su sabiduría, riqueza y todo aquello que las costumbres inmemoriales prescriben? El miedo, naturalmente, se cierne sobre nosotros.
En nuestro contexto, entonces, ¿en qué momentos históricos los estadounidenses han mostrado una sorprendente capacidad para alzarse y en qué otros han agachado la cabeza?
Para responder a esta pregunta, examiné aquellos años de la primara edad dorada -en el siglo XIX-, cuando millones de estadounidenses se lanzaron a la calle para manifestarse, enfrentándose a menudo al brazo armado del Estado, y el periodo de la última parte del siglo XX y los primeros años del XXI, cuando el rótulo de «la era de la conformidad» parecía sumamente razonable; hasta que, de pronto, en 2016, dejó de serlo.
Por lo tanto, considere el lector este escrito como un epílogo de aquel trabajo, mi tal vez tardía comprensión de que, ciertamente, la era de la conformidad había llegado a su fin. En estos momentos, por supuesto, hay millones de personas que se emocionan con Bernie o que ovacionan a Donald. Es posible que cuando estaba terminando de escribir mi libro debería haber prestado más atención a las primeras señales de lo que estaba por venir: el Tea Party, en la derecha, y ‘Ocupa Wall Street’, en la izquierda; las huelgas por aumento de los salarios, los movimientos por un salario mínimo decente, las victorias electorales de los progresistas urbanos, el surgimiento del activismo medioambiental y la irrupción del movimiento ‘La vida de los negros importa’ justo unos días antes de su publicación.
Pero cuando has vivido tanto tiempo a la sombra de la conformidad, en la que la esperanza está cerca de morir, o al menos cada día más enfermiza, echas de menos esas cosas. Después de todo, si la historia tiene una lógica, quizás esté tan escondida en lo más hondo que puede llegar a ser indescifrable… hasta que te muerde. Así, por ejemplo, si se hubiese hecho una radiografía de la sociedad estadounidense de 1932, en el peor momento de la Gran Depresión, la placa habría revelado un cuerpo político invadido por la desesperación, el cinismo, el fatalismo y el miedo. En resumen: resignación, una actitud que había ensombrecido el territorio desde ‘el martes negro’ y el derrumbe del mercado de valores en 1929.
Aun así, la misma radiografía vuelta a hacer en 1934, solo dos años más tarde, habría mostrado una profunda agitación social: grandes paros, huelgas generales, huelgas de brazos caídos, huelgas de inquilinos, tomas de minas de carbón y empresas de servicio cerradas por parte de tenían frío y no tenían luz, marchas de desempleados y un impulso generalizado por desmontar el ancient régime; en una palabra, rebelión. De este modo, el equilibrio de una sociedad puede quemar etapas en un abrir y cerrar de ojos y sin que sea posible advertirlo (a pesar de que, años después, los historiadores y otros colegas analizarán las razones que todo el mundo debería haber visto mientras llegaban).
Liberalismo versus liberalismo
Esperada o no, ha empezado una nueva era de rebelión, una era que amenaza al statu quo desde la izquierda y desde la derecha. Tal vez su aspecto más impactante sea que la gente está alzándose contra el liberalismo.
Eso es insensato, ¿no es cierto? ¿Como puede ser que, cuando llegue noviembre, la reina del liberalismo se enfrente con el multimillonario portador del estandarte del republicanismo? Al final, lo viejo y lo viejo, ¿no es así? Un liberal contra un conservador.
Bueno, no es tan así. Si usted ve a Hillary como la «limusina liberal» de esta temporada electoral y a Donald como al «populista mejor vestido» de la derecha, y piensa en cómo se ha movido cada uno en su camino a lo más alto y a quién han tenido que dejar a un lado para conseguirlo, aparece una imagen diferente. Clinton hereda la responsabilidad de un liberalismo que ha vaciado la economía estadounidense y ha metastatizado el estado de la seguridad nacional. Ha puesto en el ático del Partido Demócrata lo que quedaba de cualquier igualitarismo para proteger los intereses creados de la oligarquía que administra las cosas. Esa elite no tiene problemas con la igualdad racial y de género en tanto no haga daño a lo esencial que, después de todo, es lo que define los rasgos de la limusina liberal que Hillary defiende. Trump canaliza la hostilidad creada por la indiferencia neoliberal respecto del bienestar de los trabajadores y su escasamente disimulado desprecio cultural por la gente del interior de Estados Unidos mediante un movimiento anti-establishment con sesgo racista. Mientras tanto, desde la otra costa, Bernie Sanders le apunta al liberalismo de Clinton. En otras palabras, el liberalismo está asediado.
Los sesenta adoptan el liberalismo
¡Qué extraño! Los ‘progresistas’ han descubierto que durante décadas han estado defendiendo los logros de la reforma liberal desde el despiadado asalto de un conservadurismo en ascenso. Es difícil recordar que la ecuación ‘progresistas vs. conservadores’ no siempre es aplicable (y lo mismo podría estar pasando ahora).
Sin embargo, si retrocedemos 50 años hasta los sesenta del siglo XX, vemos que el campo de batalla no era tan diferente al de hoy en día. Aquel era un tiempo en el que el movimiento contra la guerra de Vietnam condenaba al liberalismo por su actitud imperial en nombre de la democracia, mientras los movimientos por los derechos civiles y el poder negro les reprochaban su alianza política con los segregacionistas del Sur.
En aquellos años, la Nueva Izquierda se hacía presente en las zonas urbanas más deprimidas, donde el liberalismo se jactaba de que Estados Unidos era una ‘sociedad de la abundancia’; lo cual parecía un cruel sarcasmo. Los estudiantes ocupaban los campus universitarios para rechazar la burocratización de la educación superior y la servidumbre universitaria al otro retoño liberal: el complejo industrial-militar. Las mujeres cortaron el nudo gordiano que ataba el ideal liberal de la familia nuclear a la jerarquía de género, es decir, el patriarcado. La contracultura mostró de mil maneras distintas su desprecio por el principio de propiedad inherente al liberalismo. No a las convenciones en el peinado, al contrato matrimonial, a las inhibiciones sexuales, a las carreras profesionales, a las ortodoxias religiosas, a los protocolos en la vestimenta, a los tabúes raciales o a las prohibiciones químicas; nada quedó indemne.
Sin embargo, el liberalismo se adaptó. Desde entonces, se ha hecho presente en la mayor parte de las reformas asociadas con ese tiempo. Las leyes de derechos civiles, la guerra contra la pobreza (incluyendo Medicare y Medicaid*), los derechos de las mujeres, la discriminación positiva y la eliminación de la separación cultural forman parte ahora del currículum vitae de los presidentes demócratas y de los principales políticos del partido, de quienes administran los medios de la corriente dominante, de los presidentes de las principales fundaciones liberales, de los presidentes de las universidades Ivy League**, de los más importantes teólogos y clérigos protestantes y tantos otros que alzan con orgullo el pendón del liberalismo. Sin duda, merecen parte de ese crédito. Ellos pueden haberse sentido de verdad junto al ‘Bern’ del año pasado, el que gritaba a viva voz por la igualdad de derechos ante la ley.
Aun más importante, las elites liberales fueron lo bastante sensatas o lo bastante maleables -o ambas cosas a la vez- como para montarse sobre la ola de la rebelión de ese tiempo. Sabiduría y flexibilidad, sin embargo, son apenas una parte de la respuesta de este misterio: ¿cómo se las arregló el liberalismo de la mitad del siglo XX para reformarse en lugar de resquebrajarse bajo la presión de los sesenta? La explicación más profunda podría ser que los levantamientos de aquellos años atacaron al liberalismo, pero en buena medida en beneficio del liberalismo. A veces explícitamente, como en la Declaración de Port Huron, aquel documento fundacional del grupo estudiantil de la Nueva Izquierda llamado ‘Estudiantes por una Sociedad Democrática’; otras veces implícitamente: las rebeliones de ese momento exigían que el orden liberal viviera según su propio credo de libertad, igualdad y búsqueda de la felicidad.
La exigencia de abrir el sistema se convirtió en el corazón y el alma de la etapa siguiente del liberalismo, del impulso por dotar de poder al individuo libre. Hoy día, podríamos reconocer esto en el típico deseo de los seguidores de Clinton de permitir que todos se unan en la «carrera a lo más alto».
Mirando hacia atrás, es habitual considerar los años sesenta como una época de rebelión juvenil. Hay más que eso; ciertamente, en parte pueden ser entendidos como una versión estadounidense de padres e hijos (ni hablar de madres e hijas). Un generación mayor había creado el orden del New Deal***, en sí mismo un histórico acto de rebelión. Tal como sucedió, esa creación no casaba bien con un Partido Demócrata cuya ala sureña, incrustada en la antigua Confederación segregacionista, descansaba sobre las leyes y creencias de Jim Crow. Tampoco casaban las reformas del bienestar social del New Deal, que presuponían que el hombre era el responsable del sustento en una casa, al mismo tiempo que excluía de su protección a las clases inferiores, especialmente (pero no solo) las de tez equivocada, en contradicción con un anhelo de igualdad.
Por otra parte, el New Deal rescató a una economía capitalista postrada durante la Gran Depresión mediante la instalación de una nueva política económica de consumo masivo. Mientras aseguraba maravillosos logros materiales -que al mismo tiempo impedían el desarrollo social- se alentaba una cultura de individualismo y búsqueda de estatus, debilitando así la noción de solidaridad social que había hecho posible el New Deal. Finalmente, en los años de la Guerra Fría quedó en claro que la prosperidad y la democracia en casa dependían de una relación imperial con el resto del mundo y de la instalación de soldados estadounidenses en todos los rincones del planeta. Había comenzado el ‘Siglo estadounidense’, según el la famoso rótulo acuñado por Henry Luce, editor de la revista Life.
Los levantamientos contra la versión anquilosada del liberalismo New Deal convirtieron los años sesenta en un icono. La emotividad política subió tanto que los rebeldes se enfrentaron con el establishment liberal. Los asuntos se recalentaron tanto que amenazaron con derretir la vida pública. Aun así, aquí apareció una pregunta que, con tanta temperatura, era muy difícil plantearse en ese momento: ¿Y si el problema no fuera el liberalismo? Admitámoslo, ese pensamiento ya estaba en el aire entonces, planteado no solo por las nuevas y las viejas izquierdas, sino también por Martin Luther King, quien repensó el capitalismo, la pobreza, el racismo y la guerra en famosos discursos como el «Más allá de Vietnam: es hora de romper el silencio».
Sin embargo, la mayoría de los rebeldes de ese momento, se aferraron a la fe ancestral. Al fin, estaban convencidos de que una vez que se restableciera el equilibrio, un liberalismo más moderno -despojado de sus imperfecciones- podría convertirse en un refugio seguro en el que nadie estaría excluido. Acusado en esos años de hipócrita y de actuar con mala fe, sería limpiado.
Gracias a aquellas rebeliones populares y a las persistentes -si bien menos exaltadas- acciones que se prolongaron durante décadas, la hipocresía de la exclusión, ya fuera de los negros, las mujeres, los homosexuales u otros, en buena medida acabaría. O así parecía. El liberalismo heredado del New Deal había sido limpiado, no por completo y tampoco sin una feroz resistencia… aunque, una vez más, nada es perfecto, ¿no es así? Fin de la hipocresía. Fin de la historia.
El eslabón perdido
Aunque una nueva paradoja empezó a emerger en el alba del nuevo milenio. La sociedad liberal había demostrado que era compatible con la justicia para todos y la igualdad de oportunidades. Sin embargo, por extraño que parezca, en el glorioso nuevo mundo que siguió -aquel presidido por Bill Clinton-, la libertad, la justicia y la igualdad parecían estar muy racionadas.
Si no era el orden liberal, entonces había algo que estaba fastidiando las cosas. Después de todo, la vida cotidiana de tantos estadounidenses de a pie estaba cada vez más constreñida por la angustia económica y una vertiginosa sensación de caída libre en lo social. Esa gente sentía que estaba excluida y era menospreciada, sufría algo difícil de definir que tenía que ver con no verse políticamente representada, sentirse vigilada en su trabajo (si lo tenía) o si no en cualquier otro sitio, y cierto temor al futuro en lugar de esperanza por lo que podía venir.
Valientes y audaces como eran, los legendarios movimientos de rebeldía o aquellos que les siguieron raramente desafiaron explícitamente la distribución de la propiedad y el poder sobre la que estaba basada la sociedad estadounidense. Y si bien el liberalismo ha demostrado que es bastante compatible con la libertad, la igualdad y la democracia, el capitalismo era otra cuestión muy distinta.
La elite liberal que se hizo cargo de comenzar la carrera hacia lo más alto a veces también fue responsable del capitalismo neoliberal que, durante décadas, hizo tanto daño en la vida de los trabajadores de todos lo colores (ciertamente, hoy en día, Hillary hace un gran esfuerzo para distanciarse del legado de encarcelaciones masivas que le dejó su marido). Pero los republicanos no solo han cumplido su cuota parte en esto; de hecho, frecuentemente han tomado el mando para implantar un sistema económico manejado por los mercados y las finanzas, un sistema que ha producido unos pocos ‘ganadores’ y legiones de perdedores. Ambos partidos han sido los precursores de un mercado desregulado, del libre comercio global, de la subcontratación en la industria manufacturera y otras, de la privatización de los servicios públicos y del achicamiento de las redes de seguridad social. La suma de todo esto ha destruido desde dentro pueblos y ciudades, lo mismo que regiones enteras y estilos de vida.
En el proceso, la tradición del Partido Demócrata del New Deal, que era de resistencia a la explotación económica y la desigualdad, se evaporó. Mientras tanto, los ‘nuevos demócratas’ de la era Clinton y después, así como muchas de las salas de juntas nombradas en las listas Fortune 500 y de las empresas de inversiones de riesgo estadounidenses continuaron abogando por la igualdad de derechos para todos. Vilipendiaron los intentos conservadores de reducir la protección contra la discriminación racial, de género y sexual, pero lo único que no hicieron -ni unos ni otros- fue perturbar la tranquilidad del 1 por ciento.
Y, frente a esto, ¿qué han significado la libertad y la igualdad? Para quienes pudieron -gracias a los avances- participar en ‘la carrera para llegar a lo más alto’, han significado mucho. Para muchos otros millones, sin embargo, que o bien estaban en la escalera mecánica descendente o bien ya estaban en lo más bajo de la sociedad, fue una burla, una promesa sin contenido, algo a lo que todavía llamamos el Sueño Estadounidense, porque -como observó George Carlin una vez- «debes estar dormido para creer en él».
Dada la ayuda brindada para inducir este doloroso dilema, los nuevos demócratas parecían encajar perfectamente en un sobrenombre ya existente de «limusina liberal» -una especie de maldición inventada por la derecha populista-. Emblema de hipocresía, fue pensado y utilizado por primera vez en 1969, no por la izquierda sino por algunas figuras del por entonces naciente movimiento de derecha. Desde entonces y para siempre, la imagen de una gente aristocrática nacida, criada y formada para gobernar, interconectada en los centros de poder y riqueza, que manifiesta una preocupación por los oprimidos pero de ninguna manera está dispuesta a renunciar a ninguno de sus privilegios para aliviar esa difícil situación (aun así siempre está alerta para exigir que todos los demás paguen lo que deben) se ha grabado en lo más profundo de la política de Estados Unidos. En los tiempos que corren, ha sido el Norte magnético del populismo de izquierda.
Lucha de clases al estilo estadounidense
En 1969, el presidente Richard Nixon conjuró a la «mayoría silenciosa» para que se batiera con quienes pronto serían conocidos como los ‘liberales de la limusina’. Él esperaba movilizar a un amplio sector de la clase trabajadora blanca y la clase media alta para que se uniera al Partido Republicano. Este grupo estaba formado por los partidarios del New Deal del Partido Demócrata, que después se habían sentido cada vez más abandonados por él y perturbados por la rebeldía de esa época.
En las décadas siguientes, la limusina liberal se mostraría como una perfecta piñata**** a la que irían a parar todo el resentimiento suscitado por los levantamientos raciales, el deterioro industrial y la decadencia, y también la congoja producida por la desaparición de la ‘familia tradicional’ y sus supuestas certezas morales. De este modo, el Partido Republicano consiguió un importante caudal de votos proveniente de los trabajadores blancos. Retrospectivamente, está suficientemente claro que esta confrontación entre la mayoría silenciosa y el liberalismo de la limusina ha sido siempre una forma de la lucha de clases en Estados Unidos.
Richard Nixon mostró su genio político; su gambito funcionó pasmosamente bien… hasta que, por supuesto en este momento ya no funciona. A partir de su liderazgo, el comando supremo de los republicanos entendió pronto que agitar la bandera roja del ‘liberalismo de la limusina» despertaba pasiones y sumaba votos. Sin embargo, nunca tuvo la menor intención de hacer nada que pudiese resolver de verdad las deterioradas circunstancias de esa mayoría silenciosa. Las figuras que lideraban el partido estaban demasiado comprometidas en la defensa de los intereses del Estados Unidos corporativo y las clases dominantes.
Sus gestos, la agresividad que estos provocaban en sus seguidores en las ‘guerras culturales’, solo aumentaron las pasiones de la época hasta que, en el periodo que siguió al descalabro económico-financiero de 2007 y la Gran Recesión, estallaron en una forma que la elite republicana no pudo manejar. Lo que empezó siendo su criatura, educada en el cinismo y alimentada por la enconada envidia y los oscuros sentimientos del propio Nixon, que su tránsito por el establishment liberal habían sostenido su desprecio, acabó volviéndose contra quienes la habían inventado.
La ‘mayoría silenciosa’ ya no se mantendría en su conveniente silencio. El Tea Party bramó contra cualquier tipo de establishment político, y lo hicieron junto con Wall Street, los compinches capitalistas, los desviados culturales y sexuales, los partidarios del libre comercio que rara vez se habían preocupado por los empleos que destruían, los evasores de impuestos que amaban cualquier refugio para su dinero y los que condenaban a los gobiernos hiperdesarrollados pero vivían de los subsidios del Estado. En un código postal muy, muy, lejano un privilegiado sector de estadounidenses había manipulado el sistema dentro del sistema, mirando por encima del hombro a una masa que antes había sido crédula pero, ultrajada ahora, ya no lo era.
En ese proceso, el Partido Republicano se partió y, mágicamente, ha sido Donald quien se ha montado en la escalera mecánica que va a la planta baja de la Torre Trump para recoger los pedazos. Su irreverencia por la autoridad establecida ha funcionado. Sus fobias racistas y misóginas han funcionado. Sus miles de millones de dólares han funcionado con los millones de personas que han crecido deslumbrados por los conquistadores de la segunda Era Dorada celebrados por Wall Street. Su manera de andar cuidadosamente de puntillas alrededor de la Seguridad Social funcionó con aquellos cuyos desamparo y lógica emocional fueron aprehendidos por la persona que le dijo a un congresista republicano: «Guárdese su gobierno de poner sus manos en mi Medicare». Sobre todo, su musculosa ampulosidad funcionó con millones de personas hartas de desmoralización, parálisis e impotencia. Sienten a Donald.
Hoy en día, en la confrontación entre populismo de derecha y neoliberalismo, legiones de simpatizantes del Tea Party y de trumpistas encuentran que los CEO de Fortune 500 son moralmente detestables y una amenaza económica, se sienten cada vez más furiosos con los rescates de la Reserva Federal y se entusiasman por las numerosas crisis globales que se suceden gracias al libre comercio mundial y los tratados que les acompañan. Y debajo de esas posiciones está la fantasía de un capitalismo antiguo, uno más cercano a lo que ellos piensan que fue alguna vez Estados Unidos. Se les podría llamar anti-capitalistas pro-capitalismo.
Otros -muy a menudo sus vecinos en comunidades vaciadas de buenos empleos y virtualmente agredidas- se sienten identificados con Bern. Esto viene a ser un ataque más al neoliberalismo de la variedad limusina. Prudentemente, Bernie Sanders se presenta como un socialista, aunque sus ideas programáticas se acercan a una versión ligeramente a la izquierda del New Deal. Aun así, incluso decir en público la palabra prohibida ‘socialismo’ y excitar con ella el ferviente compromiso de millones de personas es algo asombroso; de hecho, más allá de lo imaginable en cualquier Estados Unidos de los últimos años.
La campaña de Sanders ha hecho que se enfrente con el liberalismo de la elite de Clinton. Ha resonado tan profundamente debido a que el candidato, con todo su carisma e integridad de hombre mayor, insiste una y otra vez que los estadounidenses deberían mirar bajo la superficie de un capitalismo liberal que -tanto económica como éticamente- está en quiebra y es un fraude político, aunque trate con condescendencia al «hombre olvidado».
Entonces, hasta cierto punto, Trump y Sanders están compitiendo por los mismos votantes; esto no debería sorprender a nadie si se tiene en cuenta hasta dónde se han extendido los daños colaterales producidos por el capitalismo neoliberal. No debemos olvidar que en la época de la Gran Depresión, mientras los nazis se hacían cada vez más fuertes, su partido -el Nacional Socialista- no solo incorporó la palabra -socialismo- sino que compitió con los partidos Socialista y Comunista entre los desesperados trabajadores alemanes para conseguir afiliados y votantes. Incluso hubo momentos (cuando no estaban matándose unos a otros en la calle) en que se manifestaron juntos.
Por supuesto, Trump es un demagogo sin conciencia alguna, un mentiroso compulsivo y un nihilista que no cree en nada aparte de él mismo. En el otro lado, Sanders cree en lo que dice. En el tema de la justicia económica, él ha roto records durante más de un cuarto de siglo, aunque nadie más allá de los límites de Vermont le prestara mucha atención hasta hace poco tiempo. En este momento goza de mucho crédito y es aplaudido por sus puntos de vista.
Hillary Clinton despierta una enorme desconfianza. Sanders le ha ganado una y otra vez en las encuestas contra potenciales oponentes republicanos porque ciertamente ella es una liberal de limusina cuya carrera ha acabado a un ritmo sorprendente con la confianza que en ella se tenía. Y, más importante que eso, la rebelión que Sanders ha puesto en marcha no tiene miedo de cuestionar al capitalismo. Difícilmente Trump pueda hacer algo parecido, pero el estado de enfermedad en que se encuentra el estatus neoliberal ha hecho de él -también- una fuerza que debe ser reconocida. No obstante, desde donde se la mire, la era de la conformidad ha quedado atrás.
* Medicare y Medicaid; dos instituciones publicas -financiadas por el Tesoro de Estados Unidos- destinadas a la atención sanitaria de los más necesitados. (N. del T.)
** Ivy League se refiere a ocho universidades privadas del noreste de Estados Unidos. (N. del T.)
*** New Deal (Nuevo trato), nombre que recibió la política económica y social aplicada en Estados Unidos por el presidente Franklin Delano Roosevelt a partir de 1933. (N. del T.)
**** Piñata, en castellano en el original. (N. del T.)
Steve Fraser , colabotrador habitual de TomDispatch, es autor de, entre otras obras, The Age of Acquiescence. Su nuevo libro se llama The Limousine Liberal: How an Incendiary Image United the Right and Fractured America (Basic Books). Es cofundador y coeditor de American Empire Project.
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.