Ayer, el gobierno encabezado por George Bush atravesó institucionalmente la frágil frontera entre la social democracia y el absolutismo. Hasta ahora se había experimentado con prácticas dictatoriales sin el refrendo del Poder Legislativo. Ahora se aprobó en el Congreso la legalización de las torturas. Fue una gestión desesperada de los halcones de la Casa Blanca. Incluso Bush visitó el Senado en la mañana, horas antes de la votación, para forzar con su presencia la decisión favorable. Se disfrazó esta medida atroz de un paso más en la lucha contra el terrorismo y por la implantación de «la libertad y la democracia». Este paso recuerda al Reichstag alemán cuando abolió los partidos políticos y el gobierno de Hitler inició la represión antijudía encubriéndola con la purificación de la raza aria.
A partir de ahora serán lícitos los encarcelamientos clandestinos, se concederá amnistía por los crímenes de guerra, el Poder Judicial no podrá intervenir en las decisiones represivas del Ejecutivo. Los acusados no podrán tener acceso a las pruebas de su inculpación. El rechazo a las convenciones de Ginebra es una manifestación más de la barbarie que reina en Washington. Ha sido abolido en Estados Unidos el derecho de habeas corpus, una de las conquistas de la humanidad que data de la Carta Magna inglesa, aprobada en el siglo XIII: Bush ha ingresado a Estados Unidos en la alta Edad Media. Incluso no se puede demandar al gobierno por estas iniquidades. El New York Times afirmó, en un editorial, que el país había entrado en uno de los momentos más bajos de su «democracia». El almirante retirado John Hutson declaró que su país se había convertido, con estas medidas, en una república bananera más. Muchos analistas consideran que el paso dado tiene que ver con las próximas elecciones parlamentarias de noviembre y el deseo de los candidatos y del partido republicano de aparecer como una alternativa fuerte, que no vacila al aplicar la mano dura. Bush maniobra también con la reducción de los precios de la gasolina para conquistarse a un electorado dubitativo.
Todavía están en el aire las acertadas palabras del presidente Chávez definiendo a Bush como el diablo y advirtiendo el olor a azufre que su presencia había dejado en el podio de Naciones Unidas. Algunas figuras políticas estadounidenses protestaron porque se había ofendido a su dirigente. En realidad Chávez fue parco y no dijo ninguna falacia al acusar a Bush de alcohólico y de «hijo de papá». Un mandatario que está cometiendo esta cadena de atrocidades no merece ningún respeto. Más bien hay que velar por el daño potencial que dejará su período de gobierno.
Un obstáculo adicional se le ha presentado con el nuevo libro de Bob Woodward, que será puesto a la venta por Simon & Schuster en los próximos días, «Estado de negación», en el cual se aportan pruebas de los desacuerdos, incoherencias y pugnas que existen entre los colaboradores de Bush. Woodward da cuenta de las diferencias entre Colin Powell y Rumsfeld. Bush llegó a increpar a Powell ─cuando se decidía la invasión a Irak a la cual el ex general y Secretario de Estado se oponía─, al decirle que ya era hora que vistiera el uniforme militar. También informa de la incompatibilidad entre Rumsfeld y Condoleezza. El Secretario de Defensa no respondía los llamados telefónicos de la Asesora de Seguridad Nacional y Bush tuvo que instarlo a que lo hiciera. El libro es un compendio de los antagonismos, anarquía, marañas y desconcierto que prevalecen en el gabinete del incompetente Bush. Recordemos que Woodward, junto a Carl Bernstein, fue autor de los sensacionales reportajes publicados en el Washington Post que revelaron toda la trama siniestra del gobierno de Nixon y Watergate.
Con el Acta Patriótica de Bush se violaban los derechos constitucionales y las libertades civiles ampliando las posibilidades de registros ilegales, supervisión telefónica, arrestos sin habeas corpus, juicios militares por delitos civiles, investigaciones de expedientes bancarios, médicos, siquiátricos y estudiantiles, grabaciones telefónicas, pesquisas por internet y encarcelamiento por sospecha. Un verdadero catálogo de medidas draconianas empleadas por el totalitarismo nazi fascista. Este nuevo escalón en la violación de los derechos humanos se une a las muchas medidas anteriormente tomadas, sólo que ahora tendrán validez constitucional. El gobierno de Bush está convirtiendo a Estados Unidos en una nación fascista, con legitimidad, tornándolo en una potencia imperial que practica un despotismo enmascarado.