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Crónica del pacifista detenido y deportado en Israel

Capturado en Gaza

Fuentes: Il Manifesto

Traducido para Rebelión por Gorka Larrabeiti y Juan Vivanco

A Vittorio Arrigoni lo detuvieron por la fuerza soldados del estado hebreo en aguas palestinas, lo encerraron durante seis días y luego lo expulsaron desde el aeropuerto de Tel Aviv. Todo por haberse manifestado junto a los pescadores palestinos contra el bloqueo que está estrangulando la Franja y sumiendo en la miseria a cientos de familias.

El mar era una capa tersa, sin crestas, cuando Darlene, Andrew y yo, activistas por los derechos humanos del Movimiento Internacional de Solidaridad (MSI-ISM), zarpamos el martes pasado desde el puerto de Gaza a bordo de tres pesqueros palestinos. El sol era templado, el cielo límpido, no soplaba viento: se presentaba una jornada generosa de pesca para nuestros amigos pescadores. A eso de las 11 nos interceptaron rodeándonos 8 embarcaciones militares israelíes, que abrieron fuego alrededor de los pesqueros. Nos bloquearon y luego procedieron a a nuestro secuestro. Éramos tres internacionales y 15 pescadores palestinos.

Nos secuestraron, robaron los barcos y nos condujeron al otro lado de la frontera israelí. Estábamos a unas seis millas de la costa de Gaza, según las leyes internacionales en plenas aguas palestinas (el tratado de Oslo confiere soberanía a los palestinos hasta 20 millas desde las costa de la Franja). No se trata, pues, de detención, sino de puro y duro secuestro de persona; no se trata de incautación de los barcos pesqueros, sino de robo. Un ataque en toda la extensión de la palabra: cuerpos especiales de la marina militar israelí, tropas de élite, encapuchados, armados hasta los dientes, para bloquear tres chalupas que a duras penas se mantenían a flote.

Intenté conversar con el que me pareció que era el oficial israelí de mayor grado; le pregunté si tenían intención de matarme ya que había más de una docena de pistolas, fusiles, que me apuntaban y seguían cada mínimo movimiento que hacía. Antes que los soldados israelíes saltaran a bordo de mi barco, le pregunté qué temores albergaba Israel, qué peligro extremo representaba para su seguridad interna que unos pobres pescadores palestinos salieran al mar para procurarse lo mínimo que basta para alimentar a sus familias.

El oficial israelí, férreo y autoritario al impartir órdenes en hebreo a sus soldados, se dirigió a mí en un inglés de marcado acento australiano y no me supo contestar. Es evidente que estos super soldados, todo músculo y frialdad, están entrenados para matar a un hombre en menos de un segundo (y cuando se trata de palestinos incluso en menos), sin pestañear, pero no son capaces de entender solos el significado de términos elementales como derecho a la existencia o derecho a la supervivencia.

Como estábamos bastante lejos de la frontera israelí, declaré al oficial que no reconocía su autoridad, y mucho menos todavía el derecho de secuestrar a los pescadores amigos. Decidí entonces resistir pasivamente, de modo no violento. Me subí al techo del barco y desde allí trepé hasta un andamio de hierro que hace de grúa en popa para izar las redes. Me persiguieron tres soldados que me apuntaban con pistolas a la cara. Sus ojos, detrás de los pasamontañas, me parecieron la mejor representación del odio que jamás he visto, un odio enseñado a lo largo de años de lecciones aprendidas de memoria sobre cómo aniquilar al enemigo, aunque no haya tal. No estaba asustado en absoluto, así que les dije si tenían la intención de matarme que procedieran, que cumplieran con su deber. Matar a un civil, italiano, inerme en un pesquero palestino en compañía de amigos pescadores palestinos, en aguas palestinas. Nos alcanzó un cuarto soldado; reconocí el arma que empuñaba: una pistola láser. A este último le dije la verdad: que soy cardiópata y que esa arma podía provocarme un paro cardíaco. Entonces, el soldado se acercó, el oficial le dio la orden y yo les di la espalda. El soldado me disparó a la espalda, una descarga eléctrica me dejó en estado de shock; los cuatro soldados intentaron empujarme hacia abajo. Había un salto de tres metros hasta la superficie de acero de la popa del pesquero que seguro que me iba a causar fracturas. Con un golpe de riñón me tiré al mar y con las últimas fuerzas que me quedaban, fui nadando lentamente hacia la orilla en lontananza, hacia Gaza, hacia casa. Indiferente a los proyectiles intimidatorios que caían en el agua a pocos centímetros de mi cabeza, nadé media hora larga. Me seguían de cerca 8 barcos de guerra. Cuando los dientes me empezaron a castañetear y las manos se me pusieron moradas, tuve que desistir de la huida y dejar que los soldados me sacaran del agua maltratándome. Me libré por poco de una hipotermia. Una vez en el puerto de Ashkelon, nos sacaron del barco a Darlene, Andrew y a mí, y asistimos a una escena estremecedora: todos los pescadores estaban arrodillados, desnudos, vendados, encadenados por los tobillos y con las manos esposadas en la espalda. El viaje en barco lo hicieron así, en cubierta y en esas condiciones. ¿Por qué? ¿Por qué todos los días Israel se mancha por medio de sus ejércitos y sus gobiernos con crímenes de guerra contra los civiles de Gaza? ¿Por qué les castiga colectivamente? Impedir a pescadores inocuos pescar a pocas millas de la costa, en sus aguas, o más en general, hacer pasar hambre a la población civil de Gaza encarcelada en su asedio desde luego que no favorece un proceso de paz ni garantiza más seguridad a Israel.

A los tres internacionales nos encerraron en un calabozo de Ben Gurion y luego en la cárcel de Ramle, donde nos pusimos inmediatamente en huelga de hambre, pidiendo que soltaran de inmediato a los pescadores palestinos. Eso ocurrió después.

Pasé seis días en las cárceles israelíes: celdas estrechas y mugrientas, llenas de insectos y parásitos que se dieron un gran banquete sobre mi piel. Pero venía de Gaza, por lo que, a fin de cuentas, ya estaba acostumbrado al encierro. Gaza es la cárcel a cielo abierto más grande del mundo, por obra de los israelíes. Todas las industrias han tenido que cerrar, más del 80% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, el índice de desempleo de Gaza es el más alto del mundo, no hay corriente eléctrica ni combustible. Los hospitales necesitan medicamentos, la gran mayoría de la población, víveres y artículos de primera necesidad. Los soldados israelíes me sacaron de la cárcel a cielo abierto de Gaza para meterme en una de sus cárceles más pequeñas, donde por lo menos, a diferencia de Gaza, se servía puntualmente un rancho y durante casi todo el día había energía eléctrica y agua potable.

Pero me privaron de mis derechos elementales, como el de ponerme en contacto con mi abogado o con mi consulado a mi discreción, no a capricho de mis carceleros. Además tengo que denunciar que en la cárcel de Ramle, a 20 kilómetros de Tel Aviv, están sepultados en vida cientos de refugiados africanos, en su mayoría etíopes, eritreos y sudaneses. Tienen un visado de las Naciones Unidas totalmente en regla y en cualquier país que se llame civilizado les habrían dado un alojamiento y un mínimo vital, porque no son terroristas. Pero una vez más Israel demuestra que los derechos humanos y, en general, la ley internacional, son papel mojado tanto fuera de sus fronteras como dentro. Al final a Andrew, a Arlene y a mí nos deportaron. No apelamos al tribunal israelí para no legitimar como detención lo que según la ley internacional es un secuestro.

De todos modos nuestros abogados litigarán para que los pesqueros robados por la marina de guerra israelí sean devueltos a sus armadores. Además del quebranto económico que supone para ellos, lo que más nos importa son los cincuenta pescadores desempleados y las treinta familias palestinas que desde hace una semana no tienen manera de ganarse la vida.

Esas barcas pirateadas por Israel son el símbolo del asedio al que está sometida Gaza, de la ilegalidad, rayana en el terrorismo, con que actúa el ejército israelí incluso fuera de su territorio.

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