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Catalunya y el fin de ciclo post-franquista

Fuentes: Rebelión

La demostración del pueblo catalán durante las Diadas del 11 de Septiembre de 2012 y 2013 puede significar el cierre del ciclo de la transición postfranquista. La clase política española, parece observar estupefacta lo ocurrido en Catalunya, incapaz de interpretarlo. Una clase, empeñada en olvidar su historia y condenada, por ello, a repetir sus errores. […]

La demostración del pueblo catalán durante las Diadas del 11 de Septiembre de 2012 y 2013 puede significar el cierre del ciclo de la transición postfranquista.

La clase política española, parece observar estupefacta lo ocurrido en Catalunya, incapaz de interpretarlo. Una clase, empeñada en olvidar su historia y condenada, por ello, a repetir sus errores. No hace falta viajar al medioevo o a la guerra de sucesión de 1714 para interpretar la crisis actual. Pero, sin duda, un análisis de la historia de España y Catalunya en el siglo XX nos da elementos que nos llevan a suponer que lo ocurrido en los dos últimos años en Catalunya se puede interpretar como el inicio del fin de un ciclo histórico-político en España.

Ya en 1914, la creación de la Mancomunidad de las provincias de Lleida, Tarragona, Barcelona y Girona esboza un primer intento de construcción de una moderna entidad política catalana. Tras la huida de Alfonso XII y la proclamación de la II República, el pueblo catalán aupó, en las primeras elecciones municipales republicanas de 1931 a la formación nacionalista de izquierda Esquerra Republicana de Catalunya. Sus líderes, Companys y Maciá, proclamaron en ese año «La República Catalana como Estado integrante de la Federación Ibérica» y un año más tarde, se aprobaba, con el apoyo de las fuerzas políticas republicanas del estado español, el Estatut de Catalunya. El intento de reforma agraria, cuya expresión catalana fue la Ley de Contratos del Cultivo del 34, aglutinó a las derechas catalanas y españolas, expresiones de las oligarquías agrarias de la época, representadas por la Lliga Regionalista, en Catalunya, y la CEDA española. Esta última, minoría mayoritaria en las elecciones españolas del 33 , forzó la declaración de inconstitucionalidad de la Ley de Contratos, provocando la insurrección catalana, la posterior declaración por parte de España del estado de guerra, la suspensión de la autonomía catalana y el presidio del entonces President de la Generalitat, Lluís Companys.

La CNT, el sindicato mayoritario en la época, no apoyó las posiciones nacionalistas, al considerar que el conflicto no representaba los intereses de la clase obrera. Sin embargo, la represión posterior se cebó en el cerco a la clase obrera y campesina catalana, mayoritariamente organizada en la CNT (anarcosindicalistas) y más minoritariamente, en la UGT (Socialista) y la Unió de Rabassaires (sindicato agrario). Serían estos sindicatos los que derrotarían el alzamiento fascista impulsado por esas mismas derechas en la Barcelona de 1936 y los que establecerían por casi dos años, una revolución autogestionaria: el control militar, económico y político en Catalunya lo ejercieron sindicatos anarquistas y socialistas tolerados, más por su impotencia ante los hechos que por su voluntad, por las fuerzas políticas republicanas.

Tras la derrota de las fuerzas populares y demócrata-burguesas en 1939, la sociedad catalana resistiría por 40 años el régimen fascista de Franco. El régimen consideró a Catalunya como la sede de los canceres de España: el anarquismo y el separatismo. Fusiló a más de 3.500 catalanes, condeno a millares a prisión o a trabajos forzados, persiguió la lengua catalana y eliminó todas sus instituciones políticas y culturales.

La sociedad catalana fué articulando voluntades populares en organizaciones de sociedad civil: partidos, sindicatos y movimientos culturales, que reivindicaban derechos sociales y nacionales, que pusieron en jaque al régimen en no pocas ocasiones (desde la ocupación del maquis de la Vall d´Aran al boicot a los tranvías o las huelgas estudiantiles) y que llegaron a establecer amplios consensos entre representantes de clases sociales bien diferenciadas, como la Comisión Coordinadora de Fuerzas Políticas de Cataluña (1969) – donde encontramos desde el PSUC a Unió Democrática, pasando por ERC- y la posterior Asamblea de Cataluña. Esta última reunió en 1971, a los partidos políticos catalanes de todo el espectro político, a organizaciones sindicales, gremiales, universitarias, movimientos vecinales, cristianos de base y asambleas comarcales. Esta unión amplia se daría en base a tres ejes: la libertad de los presos políticos, recuperación del Estatut de Autonomía y recuperación de libertades sociales y políticas.

El instinto de supervivencia de las oligarquías económicas, las viejas agrarias y las nuevas surgidas al amparo del desarrollismo franquista, ante el inminente fin del ciclo del estado católico-fascista y la necesidad de integración en el aparato democrático-liberal europeo, llevaron a sus representantes políticos a negociar la transición al nuevo régimen, con el «apaño» de la constitución del 78. Un corsé que aguantaría hasta la gestación de la «madre de todas las crisis» en 2008.

El estado autonómico emergido de la constitución del 78 intentó diluir el hecho diferencial catalán y vasco en un mar de autonomías con iguales derechos. Aun así, el Estatut de Autonomía recuperado por Catalunya en 1979 fue suficiente para reiniciar la reconstrucción de una identidad colectiva. Lejos de generar un apartheid cultural entre catalanes de origen y catalanes emigrantes, las políticas inclusivas, especialmente en educación, fomentaron una progresiva cohesión social e identitaria, no basada en los fundamentos étnicos, sino en los culturales.

Las oligarquías económicas españolas y catalanas mantuvieron, desde el 78 hasta el 2008, una partidocracia dócil, controlada a través del financiamiento de sus campañas, de las reglas mafiosas de concesiones de obras públicas y de las puertas giratorias de los liderazgos políticos alternantes, que comunicaban escaños y ministerios con los suculentos puestos de los consejos de administración de sus empresas.

Sin más modelo de desarrollo que sustentar su hegemonía económica, la oligarquías plantearían la salida a la crisis de desindustrialización brutal que implicó la entrada de España en la UE a través de un modelo de crecimiento vía deuda. Esta mafio-burguesía impuso en España un modelo de crecimiento basado en la deslocalización de empresas, el turismo, la especulación sobre el precio del suelo, el endeudamiento de los trabajadores en la adquisición de viviendas y la creación de empleos poco cualificados que serían absorbidos por las constructoras o los hoteles. En lugar de utilizar el crecimiento económico para aumentar los salarios y el acceso a servicios públicos, se ofreció a la clase trabajadora un acceso a crédito que sustentara un creciente nivel de consumo (y, por ende, de aparente bienestar). Un crédito sustentado, a su vez, por los excedentes que la banca internacional colocaba en los bancos españoles.

La crisis financiera internacional del 2008 implicó el fin del modelo de crecimiento vía deuda. Los fondos extranjeros se retiraron de la banca. Los costos de la quiebra del sector financiero se trasladaron al Estado y este la transfirió a los trabajadores, dinamitando los comparativamente escasos servicios públicos. La mafio-burguesía dejó a los trabajadores españoles sin los empleos vinculados a la industria inmobiliaria, endeudados hasta las cejas con hipotecas impagables y sometidos a una precarización de sus derechos laborales y sociales. La disminución del consumo implicó la inmediata quiebra de pequeñas y medianas empresas, poniendo a las clases profesionales y a los pequeños industriales y comerciantes en el mismo saco que a sus obreros y empleados.

El modelo económico de España, dirigido por la mafioburguesía, fracasa. Y es ese fracaso el que pone en cuestión, para amplísimas capas de la población, el modelo de organización política del Estado. La situación se agrava cuando, detenido el ciclo de acumulación de capital que le otorgaba el crecimiento de la burbuja inmobiliaria, la oligarquía económica decide dirigir sus apetitos hacia la privatización de los servicios públicos, último hueso que roer en la maltrecha economía española.

Si bien la crisis económica golpea por igual a todo el territorio del Estado, en Catalunya se da un elemento que la diferenciará: la existencia de una curtida sociedad civil catalana. Clave para entender el creciente movimiento popular por la independencia serán, por un lado, la declaración de inconstitucionalidad de la reforma al Estatut de Catalaunya, y, por otro, el uso del anticatalanismo como política de Estado.

Ante la crisis de su modelo económico político, la derecha ultramontana española -y la socialdemocacia neoliberalizada- buscan signos de identidad que articulen, para sus intereses, a un electorado en «shock». Y creen hallarlo en el avivamiento del nacionalismo español. No teniendo ya la excusa del terrorismo vasco (alto el fuego permanente de ETA en 2006), y viendo insuficiente el orgullo patrio que generan los éxitos de La Roja, hecha mano de un nuevo/viejo enemigo: el nacionalismo catalán. Azuza a sus perros mediáticos a una campaña de acoso y derribo de la identidad y las reivindicaciones de los catalanes, haciendo de lo anti-catalán un signo de identidad de lo español. Los medios catalanes se harían eco del discurso anticatalanista, exponiéndolo a la sociedad catalana como muestra de la intolerancia de España y abonarían una corriente de opinión sobre la imposibilidad de un entendimiento.

En 2006 los catalanes habían aprobado en referéndum la reforma al Estatut de Catalunya. Entre el recurso del PP y la definitiva declaratoria de inconstitucionalidad del Tribunal Constitucional (4 años después), se inició un proceso de reclamo popular por el derecho a decidir en las urnas. En 2009 se da la primera consulta popular organizada en Arenys de Munt, donde gana la opción independentista con un 96% sobre una participación del 41% del electorado, a pesar de las amenazas de falangistas, toleradas por el gobierno autonómico. La ciudadanía catalana asumirá estos postulados de manera creciente. Después de la Conferencia Nacional por el Estado Propio, en 2011, surgiría un año después una nueva expresión civil, la Asamblea Nacional de Catalunya, exitosa organizadora de las Diadas de 2011 y 2012, y elemento catalizador de un sentir popular sobre la necesidad de un cambio radical en las relaciones con España. Hasta septiembre de 2012, 86 de los 947 municipios de Cataluña, ya se habían declarado como «territorio catalán libre» u otra denominación similar.

En paralelo, en 2011 inician las acampadas en protesta por el corrupto manejo de la crisis por parte del aparato político, que se transformaron en asambleas populares abiertas. El pueblo catalán apoyó las movilizaciones del 15M, primera expresión masiva de protesta ante el «estado de las cosas». Pero mientras en España el movimiento se atomizaba con el tiempo, en Catalunya surgirían expresiones más organizadas y combativas, como la PAH (Plataforma de Afectados por la Vivienda), que estremecería la política española hasta sus cimientos. Nacerían más tarde, plataformas por la reforma democrática del estado, como Procés Constituent.

No es posible explicar el éxito de la manifestación de la Diada en 2012 y de la Vía Catalana del 2013, sin la confluencia de ambas corrientes formadoras pensamiento crítico en el pueblo catalán y la capacidad de auto organización del mismo.

El gran actor, ausente en los análisis de la clase política y mediática española, ha sido la existencia de una amplia, diversa y fuerte sociedad civil catalana, heredera de aquella curtida en las luchas obreras y en la resistencia antifranquista, con una capacidad histórica para unirse en momentos claves en base a objetivos comunes y en la existencia de un pensamiento de izquierda que no enfrenta los derechos nacionales y los socioeconómicos. El hecho que el 70% de los partidarios de la independencia en Catalunya se declaren «de izquierdas», según el reciente sondeo Centro de Estudios de Opinión, abona este punto.

Es este último factor, la activa sociedad civil catalana, el que puede explicar la avalancha humana que hoy se opone al camino hacia el abismo que traza la clase política española.

La partidocracia de España demoniza el giro hacia la autodeterminación de Convergencia i Unió, tradicionalmente el partido representante de los intereses del gran capital en Catalunya y comodín del bipartidismo español para la aplicación de políticas neoliberales. Achaca el origen del creciente sentimiento separatista a las posiciones de este partido y al uso de los recursos públicos de la Generalitat, cuando ha sido la sociedad civil catalana la que ha obligado a CiU a posicionarse o morir. Ha sido este pueblo catalán, hoy más concientizado, el que destruye, en las elecciones anticipadas convocadas por Artur Mas en 2011, la mayoría absoluta de CiU y la despoja de su intento de liderar en solitario el descontento popular y administrar las potenciales componendas con el bipartidismo español. Estas elecciones desbaratan el esquema tradicional de representación política en el Parlament, incorporando formaciones de la izquierda anticapitalista e independentista (CUP), provocando un crecimiento de la izquierda fuera del PSC-PSOE (Más ERC y en menor grado IC-IU) y alimentando nuevas formaciones de derecha (Ciutadans) que asumen con desparpajo el unionismo con España desde elementos de crítica a los mismos partidos de la derecha tradicional. La necesaria alianza con ERC obliga a CiU a aceptar la consulta popular sobre la futura independencia de Catalunya a cambio de continuar en el Gobierno.

La élites catalanas, con CiU a la cabeza, continúan en una pugna constante por asumir el control de la ola independentista, centrando el debate en el uso injusto de los impuestos de los catalanes -exponiéndolo como causa última de la crisis en Catalunya- y obviando su participación como cómplice necesario en el fracasado modelo económico y político de su alter ego español. Sin obviar las diferencias de forma y fondo de la burguesía catalana respecto a la española, CiU sigue, en esta coyuntura, el mismo guion que sus cuates españoles, privatizando todo servicio público rentable y exponiendo a la población de Catalunya a un proceso implacable de pauperización. Sin embargo, sufre un acelerado desgaste político. La hegemonía del discurso soberanista parece trasladarse desde CiU hacia ERC y otras fuerzas de la izquierda.

El poder político del estado español, por tanto, no se enfrenta a un partido, sino a un pueblo. Este debe ser el punto de partida hacia cualquiera de los escenarios futuros que se propongan. Ningún arreglo a dos bandas (PP, CiU), a cuatro bandas (PP, PSOE, CiU, PSC), ni a cinco (incorporando a ERC), podrá ser aplicado sin una consulta refrendaría a los ciudadanos catalanes.

¿Qué escenarios podemos avizorar en el futuro próximo?

La élite española puede jugar a no renunciar a su hegemonía, a empujar su aparato político a prohibir el referéndum sobre la independencia, a intervenir las competencias de la autonomía catalana, y, en paralelo, criminalizar al pueblo catalán y sus organizaciones políticas y sociales, con las ya conocidas técnicas de alimentar desde el estado a grupos radicales y violentos que justifiquen la militarización del conflicto. Este escenario, al parecer compartido por los elementos más reaccionarios de la política y las finanzas llevaría a una escalada peligrosa y al inicio de un ciclo político similar al primer bienio de la II República. Es posible que Europa evitara en última instancia el uso de la fuerza militar, pero el conflicto se estancaría en un marco de creciente descontento popular.

La misma oligarquía podría también mandar la pelota a la cancha europea, profundizando la crisis de liquidez en el estado (y, por ende, de los presupuestos autonómicos), paralizando la economía y provocando una intervención del aparato económico-político por los tecnócratas del BCE, convirtiendo a España en un protectorado europeo, con la esperanza de recuperar el mando dentro de una década, en un escenario de crecimiento económico mundial que les permita reiniciar su ciclo de acumulación.

Las élites y sus partidos «en caída libre» (léase, PP, CiU, PSOE y PSC) podrían apostar a iniciar un tímido intento de reforma del estatus de Catalunya en el actual estado de las autonomías, alargando en el tiempo una negociación que entregue victorias pírricas a las partes, negociando a cuenta gotas competencias y tramos de impuestos, bajando el tono de la dialéctica anticatalana, e incluso, negociando una consulta no vinculante, en espera que el reclamo popular amaine.

Pero también, las dos corrientes de la sociedad civil catalana pueden confluir en un solo proyecto político: una Catalunya independiente, con un programa socioeconómico para salir de la crisis diferente al propuesto por las derechas catalanas y españolas en el poder. Este nuevo «contrato social» implicaría el compromiso de detener o revertir las políticas de privatización y los recortes a los servicios públicos, incorporar elementos de democracia directa y la implantación de medidas socioeconómicas profundas, como el reparto de trabajo a través de una disminución de la jornada laboral y la creación de una banca nacional que financie el tejido productivo catalán, entre otras. Si en Catalunya esta confluencia ocurre, cambiaría la balanza en el conflicto de trabajo y capital (léase también como conflicto pueblo catalán y estado), y las ondas de choque se trasladarían al resto del estado español. Obligaría a las élites catalanas y a sus partidos tradicionales a ceder parte del poder cooptado a la ciudadanía. Obligaría a España a aceptar el resultado de un ineludible referéndum por la independencia y a cerrar, a través de una reforma profunda del estado español, el ciclo de la transición post-franquista y sus vicios.

Para que estas dos corrientes populares confluyan, el papel de las izquierdas catalana, es clave. Si no se plantean entrar en el proceso e influir en el carácter progresista y popular del movimiento popular soberanista, este puede debilitarse ante la inminente campaña «del miedo» que desatarán las élites. Si las izquierdas se compromete en influir en el carácter social del derrotero post-consulta de la nación catalana, desde posiciones no sectarias, y admitiendo el carácter pluriclasista del movimiento soberanista, hay muchos factores a favor de una solución donde ganen los trabajadores de Catalunya.

Una Catalunya independiente o confederada, con un nuevo y progresista contrato social entre trabajadores y capital, podría ser, paradójicamente, la inesperada resolución de la contradicción social española, mal resuelta con los cañones franquistas en 1939.

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