Hoy es el cumpleaños de Noam Chomsky, quien más que ningún otro pensador de la posguerra ha encarnado la sentencia favorita de Karl Marx: «nada humano me es ajeno».
Es difícil imaginar un mundo sin Noam Chomsky. Durante más de sesenta años, fue el intelectual de izquierdas más visible y prolífico del planeta. Apenas hay un rincón del mundo donde sus escritos y su incansable lucha por la justicia no hayan tocado la vida de la gente.
Una vez mi madre estaba sentada en un café de una pequeña ciudad del Midwest estadounidense conversando con una amiga sobre él, cuando alguien a dos mesas de distancia se volvió hacia ella y le preguntó: «Perdone, ¿está hablando de Noam Chomsky?». Y con ello, una conversación bidireccional se convirtió en comunitaria, en la que personas que hace unos momentos eran completos desconocidos formaban ahora un vínculo instantáneo. Solo ha habido un puñado de intelectuales en la historia moderna con este tipo de alcance, este tipo de resonancia para millones y millones de personas.
Más que ningún otro pensador de la posguerra, Chomsky encarnó la sentencia favorita de Karl Marx: «nada humano me es ajeno». Noam no se limitaba a señalar la injusticia allí donde la veía, por remota que fuera: la sentía. Los vietnamitas, los palestinos, los timorenses orientales, los kurdos… todos ellos vieron cómo Noam adoptaba su lucha como propia, con una pasión que solo proviene de alguien que ve su sufrimiento como una afrenta a su propia sensibilidad. Y por eso, todo el mundo con algo de humanidad le devolvió su amor y respeto.
Los paralelismos con Marx no acaban ahí. Ningún intelectual desde Marx combinó amplitud y profundidad como lo hizo Chomsky. No se limitaba a tener opiniones educadas sobre una desconcertante variedad de temas y regiones geográficas, sino que era un auténtico experto. Esto es lo que le convirtió en una figura tan imponente: era un think tank unipersonal, que hacía el trabajo de docenas de personas, produciendo comentarios y análisis a un ritmo que ningún otro pensador contemporáneo ha sido capaz de igualar. En muchos sentidos, sus comentarios son en sí mismos un archivo.
Como sabe cualquier historiador, solo una ínfima parte de la documentación llega a los archivos oficiales. La inmensa mayoría se destruye o, en muchas partes del mundo, simplemente se pierde. Y no son pocos los que se conservan para el registro oficial específicamente por su valor propagandístico. Los comentarios de Chomsky son una especie de contraarchivo, una documentación no oficial del curso de los acontecimientos en la que pueden apoyarse los futuros historiadores para verificar los datos oficiales cuando intenten reconstruir el pasado. Su catalogación de la criminalidad estadounidense en Vietnam o de las atrocidades de Israel contra los palestinos no será menos importante que el periodismo de Marx sobre la Guerra de las Flechas de 1856 o la Gran Rebelión India de 1857.
Aunque Chomsky comparte con Marx un aliento extraordinario y una energía prodigiosa, también hay contrastes interesantes. El más obvio es el hecho de que Marx negó explícitamente tener una base moral para su crítica del sistema capitalista y sus depredaciones. Aunque su análisis estaba impulsado por la indignación ante la brutalidad del capitalismo y sus textos estaban impregnados de un sentido de urgencia, sus declaraciones explícitas sobre el tema advertían de que no debían tomarse sus críticas como una condena moral. Y es famoso que nunca escribiera nada sobre la moralidad per se, excepto cuando se burlaba de otros intelectuales progresistas que hacían más explícita su postura normativa.
Chomsky divergía de Marx en este aspecto tan importante. Abrazó explícitamente la responsabilidad ética que conlleva ser un intelectual y, lejos de ridiculizar a otros intelectuales comprometidos moralmente, dirigió su ira contra aquellos que niegan tener una agenda normativa. Como dijo en varias ocasiones, los intelectuales y académicos constituyen un estrato muy privilegiado dentro de la sociedad moderna, y ese privilegio conlleva una responsabilidad —una obligación moral, si se quiere— de denunciar y luchar contra la autoridad ilegítima.
Su asunción de esa responsabilidad y sus críticas mordaces a la agresión estadounidense han llevado a muchos de sus críticos a acusarle de ser básicamente poco más que un moralista esforzado. No es raro encontrar descripciones de Chomsky como un periodista que vende condenas muy cargadas del poder estadounidense pero con poco análisis teórico. En el caso de que su marco subyacente se tome en serio, a menudo se describe como una teoría de la conspiración.
Pero nada más lejos de la realidad. La acusación de conspiración ha sido una artimaña conveniente para desestimar sumariamente las críticas devastadoras de Chomsky a las instituciones que examina. Y, en realidad, se ve favorecida por su propia postura deflacionista hacia su marco teórico y hacia la teoría social en general. De hecho, Chomsky tenía una clara teoría estructural del capitalismo y del Estado, pero a diferencia de la mayoría de los académicos, no la disfrazaba con una prosa indescifrable ni la enterraba bajo un centenar de calificaciones. En lugar de eso, la exponía rápidamente como una premisa y luego dedicaba la mayor parte de su energía a mostrar cómo se reproducía golpe a golpe en los acontecimientos históricos.
La teoría de Chomsky
Chomsky se atuvo a lo que podríamos llamar un marxismo llano, a pesar de que generalmente rechazaba tales etiquetas. El núcleo de su teoría era una simple proposición: en cualquier sociedad de mercado moderna, el poder político se deriva del poder económico, y el poder económico está en manos de los poseedores del capital. De ello se deduce que la política estará dominada por estos poseedores de capital y que utilizarán sus considerables recursos para adaptar el proceso político a sus propios fines. ¿Y cuáles son esos fines? A Chomsky le gustaba citar a Adam Smith, a quien consideraba uno de los teóricos más perspicaces del capitalismo: los poseedores de riqueza, observaba Smith, siguen «la vil máxima de los amos de la humanidad: todo para nosotros, y nada para los demás». Esta «vil máxima», señaló Chomsky, debería ser el ancla de cualquier análisis político de la sociedad moderna.
Se trataba de una teoría simple y básica del Estado, tanto para analizar los asuntos internos como la política exterior. En ambos ámbitos, deberíamos esperar encontrar que los partidos, las organizaciones y las instituciones se configuran y remodelan en torno a los intereses económicos de la clase dirigente, no del público en general. Y consideró que estos intereses son la prioridad absoluta del beneficio por encima de todo lo demás, sea cual sea su coste (humano y medioambiental).
Lo que es cierto en los asuntos internos también lo será en la política exterior. Chomsky resumió su planteamiento muy claramente: «Si esperamos entender algo sobre la política exterior de cualquier Estado, es una buena idea empezar por investigar la estructura social interna: ¿quién establece la política exterior? ¿Qué intereses representan estas personas? ¿Cuál es la fuente interna de su poder? Es razonable suponer que la política que se desarrolle reflejará los intereses particulares de quienes la diseñan», y quienes la diseñan son, por supuesto, el mismo equipo que diseña la política interior. Por tanto, ambos ámbitos —el nacional y el internacional— están dominados por la clase capitalista. «Si no adoptamos el método de Smith de “análisis de clase”», advierte Chomsky, «nuestra visión será borrosa y distorsionada. Cualquier discusión de los asuntos mundiales que trate a las naciones como actores es, en el mejor de los casos, engañosa y, en el peor, pura mistificación, a menos que reconozca las cruciales notas a pie de página smithianas».
El dominio de la clase dominante en ambas dimensiones de la política, interior y exterior, es la condición básica. Habrá muchos casos y estados de cosas en los que las preferencias de la clase dominante no manden, en los que los trabajadores de a pie puedan opinar sobre los asuntos sociales. Pero no será la norma, porque esa influencia no está integrada en el sistema. De hecho, las reglas del capitalismo funcionan para poner a los trabajadores al servicio de los ricos, no por falsa conciencia, sino porque es lo más sensato para ellos.
Para invertir esta situación, para conseguir algún tipo de voz en la vida política y económica, los trabajadores y los ciudadanos de a pie tienen que encontrar una forma de unirse, de enfrentarse colectivamente al poder de sus jefes y de sus sirvientes políticos en el Estado. Pero, por supuesto, esto no solo es difícil, sino peligroso: los empresarios no son tontos y, en cuanto ven el más mínimo atisbo de desafío, hacen lo que sea necesario para aplastarlo. Así que, para la mayoría de los trabajadores, lo más sensato es agachar la cabeza y hacer lo necesario para mantenerse a flote. Esto, a su vez, significa que los desafíos al poder serán la excepción, no la regla.
Fue su apreciación de las difíciles decisiones a las que se enfrentaba la gente corriente, la situación imposible en la que tenían que navegar, lo que hizo que Chomsky respetara profundamente su racionalidad cotidiana. Nunca se le vio caer en el paternalismo y la condescendencia que exhiben muchos radicales sofisticados.
Si los trabajadores aceptaban la línea que les transmitían los medios de comunicación, nunca lo hacían por docilidad o credulidad, sino por el gran esfuerzo que les suponía encontrar vías alternativas de información. Chomsky decía una y otra vez que se necesitaba mucho tiempo y energía para ir más allá de los grandes medios y adquirir un conocimiento más preciso de las maquinaciones de la élite, y por lo general eran las personas con recursos o una dedicación inusual las capaces de reunir esas condiciones. Y si los trabajadores consintieron en ser dominados por las élites, fue una especie de consentimiento coaccionado, no una aceptación activa de su lugar a través de algún tipo de falsa conciencia.
Las ideas dominantes
Esto es lo que provocó el desprecio fulminante de Chomsky por las personas empleadas como intelectuales. Entendía que los académicos, periodistas y figuras de los medios de comunicación tenían el tiempo y los recursos para adquirir presentaciones más completas y precisas de los acontecimientos políticos que el ciudadano típico. Estaban en una posición privilegiada. Y con ello, argumentaba, debería venir una responsabilidad moral.
«Si eres más privilegiado», explicó una vez, «eres más responsable (…). La gente que está sentada en lugares como el MIT tiene opciones. Tienen privilegios, educación y formación. Eso conlleva responsabilidad. Alguien que trabaja cincuenta horas a la semana para llevar comida a la mesa y vuelve agotado por la noche y enciende la tele tiene muchas menos opciones». No es que la persona que trabaja cincuenta horas sea un autómata: «Técnicamente, esta persona tiene opciones», observó Chomsky, «pero son mucho más difíciles de ejercer y, por tanto, tiene menos responsabilidad. Eso es elemental». Cuando profesores, periodistas y otros como ellos participaban en los engaños de las élites, estaban haciendo una elección: provenía de su priorización del éxito profesional sobre una decencia básica. Y esto provocaba su desprecio.
Aquí es donde vemos otra convergencia con Marx. Pocos pensadores han despreciado tanto a la intelligentsia como Chomsky y Marx. Tal vez porque tuvieron que interactuar con ese estrato más que con ningún otro, y debieron ser testigos de su cobardía y avaricia, de la búsqueda de recompensas materiales, que en el esquema de las cosas no equivalían más que a una miseria. Vieron cómo se forjaban carreras enteras en torno a minúsculos aumentos de estatus, a costa incluso de unas mínimas normas de decencia. Y, a cambio, ambos estuvieron entre los más vilipendiados y odiados por los académicos profesionales y los creadores de opinión, aunque fueran amados por el gran público.
Pero lo cierto es que aunque Chomsky nunca hubiera dicho nada que denigrara directamente a la intelectualidad, ésta le habría despreciado igualmente. Esto tenía que ver con su análisis de su función social. Al igual que Marx, Chomsky consideraba que la función básica de los intelectuales era servir a los intereses de la clase dominante. Y esto solo podían hacerlo distorsionando y suprimiendo hechos básicos de la realidad. «Una estructura ideológica, para ser útil a una clase dominante», insistía, «debe ocultar el ejercicio del poder por parte de esta clase, ya sea negando los hechos o, más sencillamente, ignorándolos, o representando los intereses especiales de esta clase como intereses universales, de modo que se vea como algo natural que los representantes de esta clase determinen la política social, en aras del interés general».
Esto se presenta como un argumento funcional, muy parecido al que vemos en los escritos de Marx. Pero Chomsky elaboró con gran detalle los canales causales por los que la intelectualidad se introduce en la órbita de la clase capitalista, de modo que pueda ser un agente fiable. Esta fue su famosa teoría de los medios de comunicación, que él etiquetó como modelo de propaganda.
Chomsky centró su análisis de la ideología en los medios de comunicación porque este es el canal más importante por el que las élites intentan recabar apoyo para sus estrategias. Como lo llamó «modelo de propaganda», ha sido denigrado como una especie de teoría de la conspiración sobre el funcionamiento de los medios y como una historia de manipulación ideológica. Ambas afirmaciones son bastante erróneas. En primer lugar, al igual que este análisis del capitalismo, la teoría de los medios de comunicación no se basa en la conspiración, ni afirma que el público sea engañado por ella. Se trata más bien de una teoría muy estructural sobre cómo la propiedad y la búsqueda de intereses individuales explican la docilidad de los medios de comunicación.
Los medios de comunicación privados funcionan como cualquier otra empresa, en el sentido de que los propietarios contratan a personas en las que pueden confiar porque los intereses y perspectivas de estas personas están alineados con los suyos. No llaman por teléfono todos los días para decir a sus redactores lo que deben publicar. De la misma manera que los directores generales investigan a sus directivos, los propietarios de los medios investigan a sus redactores antes de contratarlos. Pueden confiar en ellos porque los redactores pertenecen a clases sociales como la suya, tienen ideas políticas como las suyas y, a su vez, contratan a periodistas que consideran que tienen una perspectiva ideológica o una ambición profesional que les hará dignos de confianza.
Los propietarios de los medios no tienen que microgestionar nada, no tienen que decirle a nadie lo que tiene que decir o hacer. Todas esas posibilidades se descartan en la decisión de contratación. Cuanto más se asciende en la cadena alimenticia, más acuerdo se encuentra en cuestiones básicas, porque los intereses están alineados. Por supuesto, a veces se contrata a personas que no siguen el juego o cuyos puntos de vista evolucionan de manera que divergen de los intereses del propietario. En este caso, no hay que despedirlos ni castigarlos, aunque, por supuesto, puede ser necesario. Existe un mecanismo más sutil, que es una vía más lenta de promoción profesional: como señaló Chomsky, «las personas que se apartan del consenso tienen perspectivas dudosas en los medios de comunicación o en la academia, en general».
Así que no tiene por qué haber un «ministerio de propaganda» como el que había en la Alemania nazi. La presentación unilateral de los hechos está asegurada por la gente de los medios que sigue sus propios intereses de clase. En su «modelo de propaganda», en realidad hay cuatro filtros estructurales que funcionan para eliminar las opiniones discrepantes de los medios de comunicación, de modo que lo que sale es sobre todo propaganda. Pero de hecho, como le gustaba señalar, es precisamente en el primero —la propiedad privada y la decisión de contratación que conlleva— donde la mayoría de los resultados están asegurados.
Si nos fijamos en el otro extremo del proceso, la recepción de las ideas, a menudo se acusa a Chomsky de una teoría de manipulación social de los medios de comunicación. Pero esto tampoco es cierto. Su teoría trata de la producción de ideas, no de su recepción. Sobre esta última cuestión tiene muy poco que decir, salvo que las élites son mucho más proclives a creer las narrativas de la clase dominante que las masas: «En realidad, hay dos cuestiones distintas sobre los medios de comunicación que suelen confundirse. Una es qué intentan hacer y la segunda es cuál es el efecto en el público. El efecto sobre el público no está muy estudiado, pero en la medida en que se ha estudiado parece que entre los sectores más educados el adoctrinamiento funciona más eficazmente. Entre los sectores menos educados la gente es simplemente más escéptica y cínica».
Así pues, si los medios de comunicación producen «consentimiento», es más entre las clases privilegiadas que entre la gente corriente. De hecho, Chomsky argumentó que, dada la saturación de las ondas por las perspectivas de las élites, era bastante sorprendente que la opinión popular siguiera siendo tan crítica. En un asunto tras otro, las opiniones populares siguen siendo asombrosamente resistentes al adoctrinamiento. Es entre los estratos más privilegiados donde se encuentra una adhesión servil a la ideología de las clases dominantes.
Entonces, ¿por qué estudiar los medios de comunicación si no sabemos hasta qué punto son eficaces para socializar a las masas? Porque la primera obligación de un intelectual es entender cómo funciona el poder, cómo se esfuerzan las clases por mantener su dominio. El objetivo de estudiar los medios de comunicación o el Estado o la empresa es comprender los intereses de los grupos dominantes y las estrategias que despliegan para mantener su poder.
Así que, volviendo al aforismo de Marx, si las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante, entonces una tarea de los intelectuales críticos es descubrir los canales por los que las ideas alcanzan su vigencia. Esto nos lleva directamente a la necesidad de una teoría de los medios de comunicación, ya que es el principal instrumento por el que se consigue esta vigencia. Forma parte de la generación de la teoría estructural del capitalismo, que fue el reto al que se dedicó Chomsky en su teoría social.
Chomsky y los mandarines
Esta es la razón por la que los mandarines habrían despreciado a Chomsky a toda costa: su teoría de la intelectualidad iba en contra de su propia imagen de sí mismos. Chomsky puso de manifiesto el papel que desempeñan los intelectuales más célebres y aclamados en la reproducción del poder de los grupos dominantes. No es de extrañar que desecharan su teoría profundamente estructural por considerarla nada más que una conspiración; que lo describieran como un moralista, en lugar de un científico moralmente motivado; que lo tacharan de chiflado en lugar de un intelectual de primer orden.
Pero no se trataba solo del contenido de su obra. También fue su estilo. No debemos subestimar hasta qué punto su ira se debía a que Chomsky rechazaba los adornos típicos de los intelectuales famosos. Noam era simplemente una vergüenza para la cultura académica. Su forma de comportarse era un recordatorio constante para el profesorado del abismo que separa su autopresentación de su práctica real. Hablaba en un lenguaje sencillo y claro; era un genio de rango histórico, aunque mostraba un abierto desdén por la pretenciosidad de lo que se denomina «teoría social»; respondía a todas las preguntas que se le hacían con total sinceridad, sin menospreciar nunca a su interlocutor; era famoso por responder a todas las cartas o correos electrónicos que recibía, normalmente en uno o dos días, a veces en horas. Todo ello —cada día, cada vez que lo hacía— era una reprimenda a los mandarines de sus instituciones.
A pesar de la teoría extraordinariamente poderosa en la que se basaba y que a su vez desarrollaba, Chomsky odiaba las largas discusiones sobre teoría social. ¿Por qué? Había muchas razones, entre ellas las de su temperamento. Algunas derivaban de su desdén por la pretenciosidad de los intelectuales con credenciales; otras de su creencia, que era correcta, de que, en comparación con las ciencias más establecidas, la investigación social tenía pocos principios que fueran realmente profundos o que generaran resultados sorprendentes. Pero mucho tenía que ver con su deseo de animar a la gente corriente a emprender la tarea a la que había dedicado su vida.
Creía, de nuevo correctamente, que aunque los socialistas poseían una teoría muy poderosa del capitalismo, lo esencial de esa teoría era sumamente sencillo y fácil de comprender por cualquiera que estuviera dispuesto a dedicarle un poco de esfuerzo. El problema era que, en lugar de encontrar la manera de hacer accesible la teoría y ponerla en manos de la gente corriente, muchos intelectuales dedicaban la mayor parte de su tiempo a mistificarla y a advertir al gran público de que esa era una tarea que era mejor dejar a quienes tenían las credenciales adecuadas.
Para Chomsky, la salida era presentar la teoría de la forma más rápida y sencilla posible, y luego dedicarse a la tarea más importante de desenmascarar las mentiras propagadas por los centros de poder y los escribas que orbitaban a su alrededor. Fue a través de la exposición de estas mentiras que los trabajadores pudieron entender que su cinismo estaba justificado, que todo estaba de hecho amañado, de modo que pudieran estar motivados para desarrollar una perspectiva alternativa como parte de la lucha política para democratizar nuestro mundo. Por lo tanto, la solución fue exponer los principios básicos de forma resumida y luego mostrar con gran detalle cómo se aplican caso tras caso, instancia tras instancia, en todas las partes del mundo: demostrar que los gobernantes de todo el mundo siguen la misma lógica y que los trabajadores de todo el mundo están sujetos a limitaciones muy similares.
Uno, dos, ¡muchos Chomsky!
Para quienes trabajamos en el ámbito de las ideas, es cierto que el trabajo empírico de Chomsky tiene algo de repetitivo. A veces sentimos hastío cuando nos encontramos con otro tratado en el que expone las depredaciones de la clase dominante. Pero eso solo se debe a que los periodistas y académicos pasan gran parte de su tiempo leyendo, y leyendo su obra en particular. Para la inmensa mayoría de los lectores de Chomsky, que no leen todos sus escritos como parte de su trabajo, no existe esa sensación de repetición. Acuden a él cuando lo necesitan y, cuando lo hacen, encuentran lo que buscan: una confirmación de que sus instintos son correctos, de que les han mentido una vez más.
Noam les muestra con extraordinario detalle y precisión clínica que los relatos que les transmiten los medios de comunicación son poco más que una justificación de la búsqueda implacable del poder, de esa «vil máxima» que Smith articuló hace tanto tiempo: «todo para nosotros, nada para ustedes». Podemos adornarlo todo lo que queramos, añadirle todos los matices que tanto gustan a los intelectuales, pero a fin de cuentas, ¿hay algún aforismo que describa mejor que este la era neoliberal?
Es probable que nunca vuelva a haber un Noam Chomsky. Esa combinación de genio, integridad moral, energía inagotable y longevidad prácticamente nunca se ve. Solo cada pocas generaciones aparece alguien con algo que se aproxime a esa combinación. Pero la vara está muy alta. Toda la vida de Chomsky estuvo dedicada a insistir y demostrar que la esencia de su proyecto es algo a lo que cualquier persona decente puede aspirar, y que cualquier persona vinculada a la enseñanza debería tomar esto no solo como una inspiración, sino como un deber. Es muy poco probable que los profesionales con credenciales que se autodenominan intelectuales emprendan alguna vez esta tarea como grupo. Pero no es difícil ver la influencia de Chomsky en la generación emergente de activistas de hoy.
En ninguna parte es más evidente que en la oleada de apoyo a la causa palestina y la extraordinaria exposición de la defensa de la brutalidad de Israel en Gaza por parte de los principales medios de comunicación. Muchos de los argumentos de Chomsky —de hecho, las mismas frases que utilizó— se están convirtiendo en habituales. Aunque no se le cite directamente, su sombra se cierne sobre nosotros y su presencia es omnipresente. No puedo imaginar que no estuviera encantado de ver cómo un ejército de críticos de los medios de comunicación y comentaristas sin credenciales surge para recoger el manto de la crítica y la disidencia informada.
Es cierto que nunca volverá a haber un Noam Chomsky. Así que todos deberíamos ser Noam Chomsky.
Traducción: Florencia Oroz