Parece ser que los asaltos armados contra centros escolares en Estados Unidos han vuelto a ponerse de moda: dos en menos de una semana, con un saldo de cuatro muertes y pequeñas poblaciones aterrorizadas. Esta práctica siniestra no tiene razones aparentes: un buen día, un tipo equis de cualquier edad, harto de algo que puede […]
Parece ser que los asaltos armados contra centros escolares en Estados Unidos han vuelto a ponerse de moda: dos en menos de una semana, con un saldo de cuatro muertes y pequeñas poblaciones aterrorizadas. Esta práctica siniestra no tiene razones aparentes: un buen día, un tipo equis de cualquier edad, harto de algo que puede ser cualquier cosa, hace acopio de materiales de combate, se presenta en una escuela y dispara contra todo lo que se mueva. Puede ser que tome como rehenes a algunos alumnos y que mate a varios de ellos. Generalmente el agresor se mete un tiro en la cabeza, pero el episodio no termina allí, sino después de tres o cuatro días de reacción mediática en la que desfilan por las pantallas y las primeras planas los oficiales de policía de la demarcación, los compañeros de banca de los fallecidos, las familias hechas pedazos y algún especialista forense que derrama para las audiencias puntos de vista esclarecedores.
En los muchos casos ocurridos desde la ya canónica masacre de Columbine (Littleton, Colorado, abril de 1999), convertida por Michael Moore en eje central de una obra maestra del género documental, los atacantes han sido por regla general, eso sí, estadunidenses ajenos al fundamentalismo islámico y terrorista que constituye la pesadilla oficial de Estados Unidos. O sea que esta clase de ataque mortal a civiles inocentes e indefensos no tiene nada que ver con la demonología en la que se sustentan las aventuras bélicas de la Casa Blanca que tienen como objetivo declarado proteger la integridad física de esos civiles.
Son curiosas las percepciones de la realidad por parte de los círculos del poder público: los ataques asesinos a centros escolares constituyen un peligro mucho más real, palpable y demostrado para los estadunidenses que las imaginarias armas de destrucción masiva de Saddam Hussein o que los atentados dinamiteros de Al Qaeda en Bagdad. Y, sin embargo, para Washington la amenaza de los desequilibrados locales simplemente no existe; es, a lo sumo, un asunto del que deben ocuparse las autoridades del condado en cuestión; no son motivo de una legítima preocupación de Estado, sino mera nota roja.
Sería interesante comparar la cifra de bajas causadas por los oficialmente catalogados como terroristas -incluidas las del 11 de septiembre de 2001- con la suma de los muertos y heridos en atentados de origen doméstico, desde el bombazo al edificio federal de la ciudad de Oklahoma, en 1995, hasta las tres pobres niñas amish asesinadas ayer en la localidad de Lancaster, Pensilvania, por el camionero Charles Carl Roberts. Y más allá de los saldos rojos, habría que sondear los riesgos reales y los temores de la sociedad estadunidense ante las dos amenazas: un «terrorismo internacional», que en muchas de sus manifestaciones es simple resistencia nacional ante las agresiones estadunidenses, y un terrorismo doméstico que ni siquiera es considerado como tal por el gobierno de Washington.
Es posible que si el desgobierno de George Walker Bush destinara una centésima parte de lo que gasta en matar iraquíes y afganos a la investigación y la prevención de acciones criminales como las que ocurrieron en Bailey, Colorado, y Lancaster, Pensilvania, ello se traduciría en mayor seguridad para la población estadunidense en general y en una reducción de la tasa de asesinatos gratuitos en el vecino del norte. Pero en esas pequeñas localidades no se dirime ningún interés geoestratégico y difícilmente podría encontrarse en ellas alguna circunstancia que justifique la firma de contratos multimillonarios para la empresa Halliburton. Por eso, en Estados Unidos muchos niños y adultos inocentes serán asesinados en forma gratuita y absurda.