En marzo de 2018 el presidente Donald Trump pronunció un discurso de 40 minutos sobre la crisis de adicciones y sobredosis en New Hampshire. De pie, ante un muro decorado con las palabras «Opioides: la próxima crisis» y mostrando una falta de comprensión, Trump enumeró los numerosos contribuyentes a la epidemia actual de fármacos, incluyendo […]
En marzo de 2018 el presidente Donald Trump pronunció un discurso de 40 minutos sobre la crisis de adicciones y sobredosis en New Hampshire. De pie, ante un muro decorado con las palabras «Opioides: la próxima crisis» y mostrando una falta de comprensión, Trump enumeró los numerosos contribuyentes a la epidemia actual de fármacos, incluyendo el personal médico, los distribuidores y los fabricantes.
Trump habló de forma mecánica hasta que llegó, en un destructivo crescendo, a la incautación de 1.500 libras de fentanilo por parte del servicio de Aduanas y Protección de Fronteras. Su cara se iluminó cuando centró su discurso en tres de sus enemigos más odiados, primero culpó a China y México de saturar los Estados Unidos con opioides sintéticos letales y luego se dirigió alegremente a lo que consideró una de las grandes amenazas internas.
«Mi administración también se enfrenta a las que se denominan ciudades asilo -declaró Trump-. Poner fin a las ciudades asilo es crucial para detener la crisis de drogadicción». Como muchas de las proclamas de Trump, esta retórica es pura fantasía política. En realidad la crisis de los opioides y la guerra contra las drogas están entrelazadas de una forma mutuamente reforzante dentro del marco del capitalismo racial. Nuestras ideas sobre el uso de las drogas, sobre qué tipos son legales y cuáles no, están inmersas en el metalenguaje de la raza.
Desde finales de la década de 1990 las tasas anuales de muertes por sobredosis del legal mercado blanco de los opioides han superado siempre a las de la heroína. Según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, entre 1999 y 2017 las sobredosis de opioides mataron a casi 400.000 personas, el 68% de esas muertes relacionadas con medicamentos recetados.
Además, a partir de 2010, a medida que los reguladores y las compañías farmacéuticas intensificaron los controles sobre el desvío y el uso indebido, la Sociedad Estadounidense de Medicina para la Adicción determinó que al menos el 80% de los «nuevos usuarios de heroína comenzaron a partir del abuso de analgésicos recetados». Algunos conjuntos de datos apuntan a números aún más altos. En respuesta a una encuesta realizada en 2014 a personas sometidas a tratamiento por adicción a los opioides, el 94% de las encuestadas dijeron que recurrieron a la heroína porque los opioides recetados eran «mucho más caros y difíciles de obtener».
Frente a estas estadísticas, la afirmación de que la crisis de opioides es producto de la migración mexicana y centroamericana, en lugar de un producto de la desregulación de la Big Pharma y de los fracasos de un sistema privado de salud no solo es absurda, sino malintencionada. Sustituye los hechos por el mito racial, racionalizando así una maquinaria de castigo en constante expansión al tiempo que absuelve a uno de los grupos de presión empresariales más lucrativos y políticamente influyentes de los Estados Unidos.
Drogadicción versus medicina
Esta relación paradójica entre un régimen de prohibición de drogas ilegales de base racial y un planteamiento para los medicamentos recetados altamente comercial y de mercado libre, no se puede entender sin recurrir a cómo el capitalismo racial ha estructurado los mercados de medicamentos a lo largo de la historia de los Estados Unidos. La convención lingüística de mercados blanco y negro indica cuán impregnadas están del metalenguaje de la raza nuestras ideas de lo que es lícito [legal] e ilícito [ilegal].
Históricamente la división fundamental entre droga y medicina estaba en la raza y la clase de sus usuarios. Las primeras salvas en las guerras contra las drogas en los Estados Unidos se remontan a las ordenanzas contra el opio de finales del siglo XIX en California, cuando los trabajadores chinos llegaron a dicho estado durante el periodo de auge de construcción de ferrocarriles.
En 1914 el gobierno federal aprobó la Ley Harrison de narcóticos, que gravaba y regulaba los opiáceos y los productos de la coca. Del mismo modo, a medida que, a raíz de la revolución mexicana, aumentaron las tasas de inmigración, el Congreso aprobó la Ley del Impuesto sobre la Marihuana de 1937, que se centró en las costumbres y cultura de los inmigrantes recién asentados. Aunque el cannabis era bien conocido en los Estados Unidos, y se usaba en numerosas tinturas y medicamentos, una campaña de miedo racial barrió el país avisando que la marihuana despertaba la violenta lujuria de los hombres de color hacia las mujeres blancas.
La división fundamental entre droga y medicina siempre ha sido la raza y la clase de sus usuarios. A pesar de lo terrible que fueron las primeras campañas de pánico sobre las drogas, estas no fueron apenas nada si se les compara con el régimen carcelario de prohibición y vigilancia policial de las drogas que surgió durante los años que siguieron al movimiento por los derechos civiles.
En las décadas de 1980 y 1990 el encarcelamiento masivo y la superposición de la(s) guerra(s) contra las drogas y contra las Pandillas se convirtió en la política urbana de hecho para las empobrecidas comunidades de color en las ciudades estadounidenses. La legislación amplió los mínimos obligatorios estatales y federales para los delitos de drogas, negó la vivienda pública a familias enteras si algún miembro era sospechoso de un delito de drogas, alargó la lista de delitos elegibles para la pena de muerte federal e impuso restricciones draconianas a la libertad condicional.
Como consecuencia múltiples generaciones de jóvenes de color se vieron encerrados bajo largas penas de prisión y enfrentados a una marginación social y económica de por vida.
Hoy gran parte de la retórica de la administración Trump se ha tomado de las décadas de drogas y encarcelamiento frenético, incluidas la amenaza de la pena de muerte por tráfico de drogas (Bill Clinton), las campañas Just Say No (Ronald Reagan) y la revitalización de la guerra contra las pandillas (Bill Clinton nuevamente).
«Todos nos enfrentamos a un lucrativo comercio internacional de drogas», advirtió el entonces fiscal general de Trump, Jeff Sessions. Mientras hablaba ante la Asociación Internacional de Jefes de Policía en el otoño de 2017, Sessions presentó una plataforma de orden público que prometía «respaldar al policía», reducir el crimen y desmantelar las «organizaciones criminales transnacionales».
Sessions se basó tanto en la histeria antidrogas de la década de 1980 que, de hecho, recibió elogios embelesados de Edwin Meese III, el fiscal general de Reagan que ayudó a consagrar la disparidad 100 a 1 en las sentencias federales por posesión de crack vs cocaína en polvo 1/. «En gran medida, se ha pasado por alto el extraordinario trabajo que Sessions realizó en el Departamento de Justicia para hacer resurgir la ley y el orden del periodo de Reagan», opinó Meese en USA Today en enero de 2018.
En los últimos dos años Trump y Sessions utilizaron repetidamente la amenaza de las drogas y del contagio racial para una cartera de propuestas reaccionarias que abarcaba desde la reversión de las modestas reformas de la justicia penal de la era de Obama, -incluyendo la reinstauración federal de la confiscación civil de los bienes, la limitación del poder federal para implementar resoluciones judiciales de acuerdo entre las partes en el nivel local, y el aumento de la gravedad de las sentencias mínimas obligatorias en el sistema federal- hasta la construcción de un muro a lo largo de la frontera mexicana.
Y aunque la retórica contra el crimen ya no tiene la misma aceptación que la que tuvo en la era de Willie Horton o Ricky Ray Rector, en gran parte gracias a los esfuerzos activistas para deslegitimar el encarcelamiento masivo, la revigorizada maquinaria de criminalización aún se mantiene sólidamente.
Raza, prohibición y comercialización masiva
La integración de la crisis de los opioides con la de la guerra contra las drogas plantea preguntas que van más allá de las narrativas habituales y de los discursos políticos. En los Estados Unidos, la prohibición de las drogas ilícitas y la comercialización masiva de productos farmacéuticos lícitos encajan en un marco más amplio de capitalismo racial y de desregulación que están profundamente entrelazados y que se refuerzan mutuamente.
La crisis de los opioides no habría sido posible sin los regímenes raciales que han estructurado durante mucho tiempo los modos de consumo ilícito y lícito. Como veremos, la demonización de los consumidores urbanos no blancos de drogas desempeñó un papel crucial en la apertura de los mercados farmacéuticos blancos en la década de 1990, lo que resultó ser enormemente rentable para empresas como Purdue Pharma, lo que allanó el camino para nuestra actual crisis de salud pública.
En la década de 1990 Purdue creó agresivas campañas de marketing para convencer al personal médico y a los reguladores estatales de la seguridad de una nueva clase de analgésicos opioides de liberación prolongada. Dada su inclusión en la Lista II de sustancias controladas, Purdue se enfrentó a un rechazo que era potencialmente enorme, especialmente en un momento en que el número de personas encarceladas por delitos de drogas estaba alcanzando un máximo histórico.
Sin embargo, una década antes se produjo un cambio importante en la política regulatoria que hizo que su campaña fuera posible. En la década de 1980, el presidente Reagan inició un programa radical de desregulación corporativa que abrió la puerta a una nueva era de comercialización masiva de medicamentos.
La Segunda Revolución Americana de Reagan redujo la supervisión del gobierno, una reducción llevada a cabo a través de una mayor rapidez en la revisión que lleva a cabo la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA), y se permitió por primera vez la publicidad directa al consumidor de medicamentos farmacéuticos. Los consumidores blancos de la posguerra redefinieron el confort farmacológico como un derecho.
Sorprendentemente, la desregulación de la Big Pharma tuvo lugar al mismo tiempo que la administración Reagan lanzaba una segunda guerra contra las drogas, la cual estableció un nuevo estándar para la prohibición de drogas ilícitas, un estándar que sus sucesores George H. W. Bush y Bill Clinton no solo cumplieron sino que superaron. Esta potente combinación de enjuiciamiento racializado de drogas y empoderamiento corporativo creó el entorno en el que Purdue y otras compañías farmacéuticas buscaron nuevas estrategias comerciales para vender opioides.
Entonces, cuando Purdue introdujo OxyContin en 1996, lo hizo consciente de las oportunidades y de las posibles dificultades. La compañía desarrolló una serie de estrategias de marketing para aumentar las ventas y navegar por las aguas profundamente segregadas del consumo de drogas y fármacos.
Para comercializar OxyContin, un opioide de liberación prolongada que contiene el ingrediente activo oxicodona, Purdue creó una red extensa de representantes de ventas, duplicando su fuerza de ventas interna de 318 en 1996 a 671 en 2000.
La comercialización fue impulsada por métodos sofisticados de recopilación de datos. Estos revelaron quienes eran los prescriptores más altos y más bajos en cada territorio de código postal en todo Estados Unidos, y así Purdue identificó las consultas médicas con el mayor número de pacientes con dolor y con los médicos que eran menos estrictos en sus prescripciones.
Los representantes comerciales recibieron bonos que iban desde 15.000 a 240.000 dólares al año por los aumentos en las recetas de opioides en sus áreas de cobertura, y para conseguir objetivos visitaron repetidamente a los médicos, llevándoles una elaborada campaña de marketing informativo. Purdue ofreció al personal médico conferencias educativas en los centros turísticos del sureño Cinturón Veraniego (Sunbelt), cupones para pacientes, animales de peluche con la marca OxyContin e incluso discos compactos con la canción publicitaria de marketing del medicamento, «Get in the Swing of OxyContin». La agresiva campaña de ventas de la compañía convenció a los médicos de atención primaria de que prescribieran opioides con mucha más frecuencia y para una amplia gama de problemas de los pacientes, incluyendo el dolor lumbar y la artritis.
En 2003 los médicos de atención primaria constituían casi la mitad de los prescriptores de OxyContin. Algunos expertos temieron que, en ese momento, los médicos de atención primaria carecieran de formación independiente en el manejo del dolor crónico y la adicción. Mientras tanto, el aumento en la venta de OxyContin, de 48 millones, tras su introducción, a 1,1 mil millones de dólares cuatro años después, demuestra el enorme tamaño de esta operación comercial.
Una potente combinación de judicialización de las drogas y de empoderamiento corporativo dio origen a nuevas formas de comercialización de la Big Pharma. Según las autoridades en salud pública Helena Hansen y Julie Netherland, el éxito de Purdue dependió no solo de esta agresiva campaña de ventas, sino también de la comprensión de las adicciones como un fenómeno racialmente bifurcado.
Los representantes de ventas de medicamentos dirigieron la publicidad a áreas suburbanas y rurales abrumadoramente blancas para evitar el estigma de los mercados urbanos de drogas racialmente codificados. Al crear una base de consumidores blancos geográficamente diferenciados, entendida como la antítesis de los consumidores urbanos (no blancos) de drogas duras en los que se centraba la guerra contra las drogas y las pandillas, la compañía se benefició de y reforzó la ideología racial que subyace en estas políticas punitivas.
Devastación regional, bifurcación racial
No es sorprendente que las regiones que inicialmente mostraron las tasas más altas de abuso de opioides a principios de la década de 2000, incluidas las zonas rurales de Maine, Virginia Occidental, Kentucky y el oeste de Pensilvania, tuvieran una población abrumadoramente blanca. Mientras que la prensa calificó a OxyContin como la «heroína de los lugareños (hillbilly)» y la droga elegida por los blancos pobres, los investigadores de salud pública han demostrado que los suburbios ricos también tuvieron altas tasas de abuso, como lo reveló la declaración que hizo Rush Limbaugh sobre su abuso de los opioides que le recetaron en 2003.
Las disparidades raciales en el acceso a la atención médica, los patrones de prescripción discriminada entre los médicos y una estrategia consciente de las compañías farmacéuticas que cultivaron mercados de consumidores blancos legítimos contribuyeron a la demografía racializada de la crisis de los opioides. Las previsiones que hicieron las compañías farmacéuticas sobre sus potenciales consumidores fue una razón clave por la que pudieron comercializar un analgésico de liberación prolongada tan poderoso para tratar el dolor no maligno.
«A la vista de la histórica hostilidad de las agencias reguladoras, como la DEA, a la expansión del uso de opioides, la desproporcionada aceptación del OxyContin por los prescriptores de los ámbitos rural y suburbano de los principales Estados blancos (Maine, Kentucky y Virginia Occidental) es digna de atención» -argumentan Hansen y Netherland-. Los mercados urbanos habrían traído consigo las imágenes de raza y clase asociadas con el uso ilícito que podrían haber hecho que la prescripción extensa de OxyContin para el dolor moderado fuera algo difícil de vender a los reguladores».
El éxito de OxyContin dependía de una comprensión racialmente bifurcada de la adicción.
En una línea de análisis similar, el historiador de la farmacopea David Herzberg, autor de Happy Pills in America: From Miltown to Prozac (2009), sitúa la crisis de los opioides en el marco más amplio de la historia de los Estados Unidos. Según Herzberg, no existe una diferencia real entre los medicamentos recetados y las drogas ilícitas. Ambos poseen efectos somáticos y psicoactivos, pero el significado social que se les atribuye tiene más que ver con la aplicación diferencial del poder estatal, racial y de clase, que con la farmacología.
La disparidad contemporánea entre lo lícito y lo ilícito tiene su origen en la era de las leyes Jim Crow, cuando el Tribunal Supremo respaldó el principio de separados pero iguales. Tras la Segunda Guerra Mundial, el movimiento de derechos civiles desafió la discriminación racial en los mercados de consumidores, logrando que se consideran ilegales solo las formas más manifiestas de discriminación, tales como la segregación en bares o cafeterías, en medios de transporte públicos y en los contratos de vivienda.
Sin embargo, se mantuvo la división racializada entre los mercados de drogas lícitas e ilícitas; de hecho, esta división proporcionó un motivo fundamental para las guerras contra las drogas y el crimen que surgieron tras la aprobación de la Ley de Derechos Electorales. Hoy, los afroamericanos y los latinos representan el 80% de los encarcelados en las cárceles federales por delitos de drogas y el 60% de aquellos en las cárceles estatales.
Uno de los aspectos más convincentes del análisis de Herzberg es su exploración de cómo los consumidores blancos de la posguerra se autodefinieron frente a los consumidores de drogas urbanos, etiquetados racialmente, al redefinir el confort farmacológico como un derecho.
En el mismo período en que Richard Nixon lanzó la primera guerra contra las drogas los consumidores blancos, inmersos en el discurso de la mayoría silenciosa, exigieron el acceso a los productos farmacéuticos como un derecho de ciudadanía. Así, una queja ante la FDA declaraba: «Yo, como ciudadano estadounidense, solicito en este escrito recuperar todos los medicamentos que las personas necesitan. (…) Muchas personas están sufriendo y están siendo penalizadas debido a los toxicómanos».
Este derecho social problemático funcionó como la otra cara de la conocida historia de la criminalización y de la desinversión en las poblaciones de negros y morenos en las guerras contra las drogas y el crimen. La prohibición del vicio en las ciudades requería un espacio de absolución de la población blanca que permitiera la rentable comercialización masiva de productos farmacéuticos lícitos.
«Un enfoque en los mercados blancos de medicamentos nos habla de una historia muy diferente: una de un sistema dividido de control de drogas diseñado para alentar y permitir un mercado segregado de sustancias psicoactivas», argumenta Herzberg. «Este régimen estableció un privilegio: la máxima libertad de elección racional en un mercado de medicamentos relativamente seguro (…) y vinculó este privilegio, tanto institucional como culturalmente, con factores sociales como la clase económica y la blancura de la piel».
Refuerzo de las fronteras raciales
Las lógicas culturales, así como la política de justicia penal, también han reforzado y estimulado en la imaginación popular la frontera racializada entre los lícitos buscadores de salud y los ilícitos buscadores de placer. Películas icónicas sobre drogas como Traffic y Requiem for a Dream (2000) dramatizaron la tragedia de la caída de las mujeres blancas en el uso ilegal de narcóticos a través de narrativas pornográficas, en las que jóvenes blancas inocentes son obligadas a tener sexo interracial por hombres camellos negros.
Basándose en la gramática cinematográfica del clásico panegírico del KKK Nacimiento de una nación (1915) de D. W. Griffith, estas películas recrean la ideología supremacista blanca que reforzó la segregación racial. Vista de esta manera, la crisis de los opioides no aparece como un fenómeno salido de la nada, sino como producto de profundos procesos históricos.
Mientras que más de dos tercios de los usuarios de crack fueron blancos, muy pocas personas blancas fueron acusadas de delitos por crack por las autoridades federales. El papel de la absolución de los blancos es aún más claro cuando se observan las consecuencias dispares derivadas del uso de drogas ilícitas en relación con la segregación racial.
Nada habla más profundamente de cómo el Estado construyó artificialmente mercados segregados de drogas que los enjuiciamientos federales por el uso de crack. Pocos se dan cuenta de que las autoridades federales casi nunca acusaron a personas blancas de delitos por uso de crack, a pesar de que los datos del propio gobierno federal del Instituto Nacional de Abuso de Drogas (NIDA) documentan que más de dos tercios de los usuarios de crack fueron blancos.
Entre 1986, cuando el Congreso firmó la Ley contra el Abuso de Drogas, y 1994, cuando se aprobó el proyecto de ley penal del presidente Clinton, ni una sola persona blanca fue condenada por un delito federal por uso de crack en Miami, Boston, Denver, Chicago, Dallas o Los Angeles. «De cientos de casos, solo un blanco fue condenado en California, dos en Texas, tres en Nueva York y dos en Pennsylvania», señaló el periodista de Los Angeles Times Dan Weikel. Los fiscales desviaron los casos de los blancos al sistema estatal, el cual tenía tasas de condena mucho más bajas y sentencias más cortas.
En el centro de esta disparidad se encuentra la paradójica relación en los Estados Unidos entre la prohibición y la provisión: algunos de los defensores más duros del castigo y la criminalización del uso de drogas ilícitas también han apoyado y defendido con entusiasmo la desregulación farmacéutica y el acceso más fácil a los opioides.
Si hubiera alguna duda sobre la sintonía de Trump con la Big Pharma, a pesar de sus promesas de campaña de reducir los precios de los medicamentos de Medicare, uno no necesita más que mirar su nombramiento de Alex Azar II, ex presidente de la división estadounidense del gigante farmacéutico Eli Lilly and Co., como ministro de sanidad y servicios sociales.
La carrera de Rudolph Giuliani es uno de los mejores ejemplos de esta disonancia cognitiva en torno a la política de drogas que solo puede entenderse adecuadamente como un producto del capitalismo racial. Como alcalde de Nueva York (1994-2001), Giuliani y su comisionado de policía William Bratton fueron arquitectos centrales de la policía de tolerancia cero y calidad de vida de la ciudad, la cual criminalizaba delitos menores que iban desde la mendicidad y el graffiti hasta las ventas ilegales y posesión de pequeñas cantidades de cannabis.
La administración de Giuliani presidió más de 40.000 arrestos de marihuana por año, casi cuarenta veces más que en décadas anteriores. De hecho, el mayor número de arrestos por posesión de marihuana jamás registrado en la ciudad de Nueva York tuvo lugar bajo la administración de Giuliani, con 51.267 arrestos en el año 2000. Giuliani también dirigió una feroz campaña contra el tratamiento con metadona en la década de 1990, abogando por la abstinencia completa como la única respuesta aceptable al uso de drogas ilícitas.
Dada su postura de línea dura sobre la prohibición de las drogas, llama la atención que dos años después del máximo histórico de arrestos por marihuana en Nueva York, el ex alcalde y fiscal de Nueva York se hiciera cargo de Purdue Pharma como su cliente, acordando ayudar a la compañía a defenderse de una investigación federal en la comercialización inadecuada de OxyContin.
«Hay decenas de millones de estadounidenses que sufren de dolor persistente», argumentó Giuliani. «Debemos encontrar una manera de garantizar el acceso a medicamentos recetados para el dolor apropiados para aquellos que sufren los efectos debilitantes del dolor mientras trabajamos para evitar el abuso y la desviación de estos medicamentos vitales».
John Brownlee, un abogado estadounidense del distrito occidental de Virginia, inició una investigación sobre Purdue Pharma poco después de su nombramiento federal en respuesta a la creciente cantidad de sobredosis de opioides en su región. «La comercialización ilegal ha sido impulsada por la empresa, desde los niveles más altos de la empresa, que, en mi opinión, se ha convertido en una empresa criminal a la que nos debíamos enfrentar», explicó Brownlee.
Aunque la acción legal del joven abogado fue la primera demanda penal con éxito contra Purdue, la compañía actualmente enfrenta una serie de demandas civiles de otros estados, incluidos Texas, Nueva York, Indiana y Massachusetts. (Ya en marzo, llegó a un acuerdo de 270 millones de dólares con el estado de Oklahoma).
En el caso de Virginia, Giuliani brindó a Purdue servicios legales y acceso a su extensa red de conexiones políticas en Washington. Fijó un acuerdo que impedía que los altos ejecutivos cumplieran penas de prisión e intentó restringir el futuro enjuiciamiento de Purdue.
Según The Guardian, la intervención de Giuliani evitó «un obstáculo para que Purdue llegara a un acuerdo con el gobierno federal que habría acabado con una gran parte del mercado multimillonario del fármaco».
Culpabilidad oculta
Activistas, periodistas de investigación y abogados del sector público han realizado un importante trabajo que documenta la culpabilidad de las compañías farmacéuticas en la crisis contemporánea de los opioides. Hasta hace poco, sin embargo, esta narración no ha logrado penetrar en el relato dominante.
A pesar del innovador periodismo de investigación de Pain Killer de Barry Meier (2003) y American Overdose de Chris McGreal (2018), los relatos populares se han centrado con frecuencia en la falta de ética de las prácticas de médicos y expendedores de pastillas concretos, en lugar de profundizar en cómo Purdue y otras compañías construyeron una infraestructura comercial que revolucionó la venta de narcóticos a un costo social enorme.
La culpabilidad es compartida por la falta de recursos de la FDA y de la infraestructura reguladora para intervenir cuando se hizo evidente que se estaba produciendo un abuso generalizado. Desafortunadamente, los jóvenes han sido los más afectados. El New York Times estimó recientemente que casi 400.000 personas actualmente adictas a los opioides recetados o a la heroína tienen entre 18 y 25 años.
Aún más preocupante en Estados como Ohio y Virginia Occidental con las tasas más altas de consumo de opioides recetados, donde el 50-80% de las entregas de menores a hogares de adopción están vinculadas con el abuso de sustancias en el hogar. En el ámbito de la salud y el dolor humano, el fundamentalismo del libre mercado ha resultado ser claramente mortal.
Los orígenes de la crisis de los opioides en el mercado farmacéutico lícito exigen no solo un replanteamiento de las políticas de desregulación, sino también el fin de la narrativa esclerótica y racializada de la guerra contra las drogas que todavía está siendo movilizada por la Administración de Trump. En un emotivo testimonio ante el Comité Judicial de la Cámara de Inmigración y Seguridad Fronteriza, el psicólogo de Stanford y nativo de Virginia Occidental Keith Humphreys habló directamente sobre este tema en febrero de 2018:
«Virginia Occidental es emblemática de dónde esta epidemia está siendo más destructiva: las áreas rurales que no tienen ciudades-asilo y que, de hecho, generalmente no tienen ninguna ciudad. Los inmigrantes recientes son poco frecuentes, pero la adicción a los opioides no tiene freno. Eso se debe a que la epidemia de opioides se produjo en Estados Unidos, no en México, China o cualquier otro país extranjero. El asombroso aumento en el suministro de opioides, que en su apogeo alcanzó casi un cuarto de billón de recetas por año, es lo que comenzó y aún mantiene nuestra epidemia de opioides. Los opioides recetados provienen de compañías estadounidenses y son recetados por médicos estadounidenses supervisados por los reguladores estadounidenses».
Al igual que muchas crisis, nuestro dilema actual también presenta oportunidades para repensar radicalmente nuestros enfoques de prohibición y provisión. Además de reconocer el papel de Big Pharma, una mirada crítica a la crisis de los opioides también requiere examinar el entorno más amplio en el que tuvo lugar esta campaña de marketing depredadora. Han contribuido los problemas estructurales de la movilidad económica descendente, la disminución de la seguridad ocupacional y de las protecciones de la salud, la falta de acceso a la atención sanitaria y las limitaciones de la gestión clínica (managed care).
Críticamente, debemos rechazar la lógica racista que ha suscrito durante mucho tiempo los esfuerzos de prohibición mientras negamos e incluso ayudamos al intento de la industria farmacéutica de extender su alcance. Los fantasmas de la venta y el consumo de drogas continúan animando narraciones nacionales profundamente sentidas que delimitan la línea entre blancos y negros, nativos y extranjeros, inocentes y culpables, fármacos y drogas, con derechos y sin derechos, lícitos e ilícitos.
La administración Trump, al igual que sus predecesores demócratas y republicanos, ha extraído algunos de sus símbolos más destructivos del espíritu racial del repertorio de la guerra contra las drogas. Una de las lecciones más importantes que se pueden aprender al ver la crisis de los opioides y la guerra contra las drogas a través de la lente del capitalismo racial es que los privilegios de la blancura de la piel tienen un gran costo social, no solo para aquellos excluidos de su disfrute, sino también para aquellos que los poseen.
Dado que nuestro país es testigo de una caída significativa en la esperanza de vida debida a las altas tasas de suicidio y sobredosis, nunca ha sido más urgente una estimación honesta de la verdadera naturaleza del poder y de la culpabilidad en los Estados Unidos mismos.
Enero-febrero 2020
Publicado por primera vez en Boston Review, primavera de 2019
http://solidarity-us.org/atc/204/race-opioid-crisis/
Traducción de Viento Sur