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Impresiones de un abogado británico durante su visita a Palestina

Cómo me convertí en terrorista

Fuentes: Mondo Weis [Imagen: Fotografías del autor tomadas en su viaje a Palestina en junio de 2023]

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

Es madrugada en el aeropuerto de Luton, Inglaterra. Me encuentro inmerso en una conversación. Sus ojos redondos y oscuros asoman tras unas pequeñas gafas ovaladas. El ala de su sombrero negro proyecta una dura sombra sobre su frente arrugada. El avión aún no ha despegado. Mis respuestas son cortantes. Estoy cansado.

Parece un interrogatorio. Indaga sobre la historia de mi familia. Muchas de sus preguntas no tienen respuesta: sé muy poco del pasado de mi familia. Él, en cambio, me informa de las andanzas y paradero de sus sobrinos a lo largo de décadas. Reconozco una topografía conocida: Viena, Berlín, Dachau. Compartimos nuestros orígenes austro-germánicos, la extraña intimidad de la proximidad geográfica.

«¡Entiendo alemán!», dice triunfante en un idioma que suena familiar a mis oídos teutones. Habla yiddish. Yo le respondo en alemán. Nuestro intercambio alemán-yiddish fluye sin problemas. «Ikh hob lib der eydisher humor (Me encanta el humor yiddish)», dice. «Sólo los alemanes comparten este sentido del humor», añade. «Los británicos no lo entienden. Se ríen de Chaplin, imagínate». Quiere poner a prueba su hipótesis. Le escucho. Pero está claro que, a pesar de todos los puntos lingüísticos en común, no compartimos el sentido del humor: mis risas de cortesía lo revelan. Bromea sobre «matar turcos». No sé cómo responder. Nos sentamos en silencio. El avión aterriza en Tel Aviv.

«¿Cuál el propósito de su viaje a Israel?», me pregunta mi vecino que habla yiddish en un inglés llano y prácticamente castizo. Yo estaba bien preparado para responder; de hecho, había ensayado todo un monólogo antes de salir. Así que le solté una media verdad bien construida sin pestañear: «Ver a los amigos…»

A fin de cuentas, no podía decirle toda la verdad, porque la verdad era que estaba a punto de convertirme en terrorista; en otras palabras, estaba a punto de unirme a Al-Haq para su Curso de Verano de Derecho Internacional en Ramala. En 2021 Al-Haq y otras cinco organizaciones palestinas de derechos humanos fueron designadas «terroristas» por Israel, a pesar de que no había pruebas convincentes que lo demostraran.

El aeropuerto Ben-Gurion de Tel Aviv se construyó sobre los restos de Al-Lydd, una ciudad palestina ocupada por fuerzas paramilitares el 11 de julio de 1948. David Ben-Gurion, primer Primer Ministro de Israel, ordenó la expulsión de toda su población: casi 20.000 palestinos. Las fuerzas sionistas masacraron a más de cien personas en la mezquita Dahmash de la ciudad, donde buscaban protección. Los libros de historia no hablan de los cadáveres que se dejaron pudrir al sol durante los meses de verano. Sólo quedan escasos vestigios forenses. Muchas familias de Al-Lydd escaparon al campo de refugiados de Aida, cerca de Belén, algo de lo que me enteré dos semanas después de aterrizar, estando sobre un tejado de Aida con vistas a las torres de vigilancia militar y a los olivos. La UNRWA [Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo] clasifica a los residentes de Aida como refugiados con derecho a retorno, pero  ¿a dónde exactamente tienen derecho a retornar? ¿A las pistas del aeropuerto Ben Gurion? Me olvido del aeropuerto, sin saber aún de la sangre y las lágrimas sobre las que se construyó.

Me acerco a un taxi con matrícula amarilla dispuesto a recogerme. Fahed, el conductor, me ha enviado un selfi para ayudarme a identificarlo entre los muchos taxistas que esperan fuera del aeropuerto. La mayoría de los conductores trasladan a estadounidenses a los destinos vacacionales de Israel. Fahed me llevará a una grieta en el muro del Apartheid, en algún lugar al noroeste de Jerusalén. La barrera se construyó tras la Segunda Intifada, que comenzó en septiembre de 2000. Anteriormente, en 1994, Yasser Arafat firmó el Acuerdo Gaza-Jericó y el Protocolo de París sobre Relaciones Económicas, por los que se creaba la Autoridad Palestina (AP) y un sistema de unión aduanera y compensación fiscal con la fuerza de ocupación. Muchos piensan hoy que, al firmar esos acuerdos, Arafat selló definitivamente el destino de Palestina.

Fahed fuma cigarrillos Capital: «Increíblemente fuertes, increíblemente buenos», dice (o al menos eso deduzco de su expresión facial; mi árabe es prácticamente nulo).

Me ofrece uno de sus «cigarrillos palestinos». Puedo confirmarlo inmediatamente: esos cigarrillos que provocan dolor de cabeza inmediato son «increíblemente fuertes». A pesar de una pegatina que los identifica como producto de Palestina, no son, estrictamente hablando, un producto palestino. Los cigarrillos Capital son fabricados por Tutun CTC, un fabricante con sede en la República de Moldavia. Google dice que Tutun forma parte del Altria Group, Inc. (antes conocido como Philip Morris Companies, Inc.), una corporación estadounidense y uno de los mayores productores y comercializadores de tabaco del mundo. Los cigarrillos Capital entran en el mercado palestino a través de puertos israelíes. El Protocolo de París es la razón por la que Fahed paga sus cigarrillos en séquel israelí.

Esperamos a Maah-Noor, a quién conocí en Oxford, bajo la atenta mirada de los guardias de seguridad israelíes. Este verano se examinará de abogacía. Íbamos a compartir taxi hasta Ramala, pero a Maah-Noor la retienen en inmigración. Fahed me pide que cierre puertas y ventanas. Una vez cerrado el coche, llama a Maah-Noor, cuyo árabe es mejor que el mío. Fahed está impaciente. Quiere ir a pescar a Jaffa esa tarde. Las condiciones de pesca son buenas estos días, explica. Salimos del aeropuerto sin Maah-Noor. La interrogarán durante varias horas en el aeropuerto.

Fahed es un conductor temerario pero seguro de sí mismo. Tras veinte minutos subiendo y bajando las colinas de Cisjordania, y ensimismado con otro cigarrillo Capital, se salta la salida de la autopista. Se detiene en el arcén, mete la marcha atrás y golpea el coche contra el pretil: «¡Bienvenido a Palestina!», dice jovialmente. Nos acercamos a unos bloques de hormigón y a una barrera sin vigilancia. Un taxi con matrícula verde se detiene al otro lado de la colina: «Ése es su taxi palestino. Adiós, amigo».

Perplejo, doy las gracias a Fahed por llevarme. Me abalanzo sobre los bloques de hormigón y los montones de paquetes de cigarrillos Capital. Sin guardias fronterizos, sin molestias, sin pasaportes: la entrada más suave en una ocupación militar que podría haber imaginado.

Llego tarde a Ramala, donde me recibe un grupo de estudiantes de derecho, abogados defensores de los derechos humanos y activistas. Nos saluda Wessam, coordinador de derechos humanos de Al-Haq, que no nos da la bienvenida con una retórica incendiaria, sino abogando por la dedicación: «Dejad de leer manifiestos y haced un máster», es el credo de Al-Haq, dice Wessam. «Combatimos la ocupación con lápiz y papel, libros de derecho y análisis políticos». Estaré con Al-Haq otras dos semanas, recorriendo el territorio ocupado para conocer a activistas de derechos humanos y héroes civiles locales que luchan creativamente contra la ocupación a su manera. También conoceremos a colonos agresivos, a padres de mártires y a europeos de clase media (como nosotros) en misiones humanitarias (a diferencia de nosotros).

Antes de mi llegada, Wessam me envió una copia del informe de Fayez Sayegh de 1965 sobre la situación palestina. Posiblemente Sayegh fue el primero en utilizar la terminología de colono-colonialismo para describir el proyecto sionista. El informe se centra en la Ley de Propiedad de Ausentes de 1951, que regula la propiedad de los refugiados palestinos. Sayegh describe la normativa sobre ausentes como uno de los primeros afianzamientos del proyecto colonial en la legislación israelí. Dos Intifadas después, casi todo lo que Sayegh dijo hace sesenta años sigue siendo válido hoy. Allí donde la UNRWA mantiene el derecho al retorno de los refugiados palestinos, dentro y fuera de los territorios ocupados, la Ley de Ausentes lo hace prácticamente imposible. Como en el caso de Al-Lydd, la propiedad palestina es ahora, sesenta años después, parte integrante de la infraestructura israelí.

Cuando Israel declaró a Al-Haq y a otras cinco ONG palestinas de derechos humanos organizaciones terroristas en 2021, fue noticia incluso en Alemania. La consideración de terrorista ha obstaculizado la financiación internacional. Parece que el objetivo de Israel era frenar el flujo de dinero. Sin embargo, Israel aún tiene que aplicar todas las repercusiones de esta designación. Toda persona asociada a una organización terrorista puede ser retenida en detención administrativa en cualquier momento (una de las prácticas de custodia de Israel consideradas ilegales por el IV Convenio de Ginebra de 1978). «Para mí es una tortura psicológica saber que están deteniendo a mis compañeros. Intento no pensar en el hecho de que también a mí me puedan detener por mi trabajo», afirma Milena Ansari, responsable de defensa internacional de [la Fundación] Addameer [para el cuidado de prisioneros y detenidos]:

«Todos los días pienso, espero, que hoy no sea el día en que me lleven y me encierren. Cada vez que paso por el aeropuerto siento una ansiedad constante. Pero al final del día me olvido de eso. Hacemos todo lo posible por pensar en las personas a las que servimos. El trabajo que hacemos es importante: nuestra principal prioridad es la protección de nuestra gente».

Un documento secreto revelado por The Intercept demostró que Israel no ha presentado ni una sola prueba fidedigna para la designación de terrorismo y varios Estados de la Unión Europea la han rechazado. Ya es hora de que la propia Unión emita una declaración oficial sobre lo que constituye terrorismo.

El pacto «terrorista» entre el Centro Al-Haq de Derecho Internacional Aplicado y yo mismo se oficializa compartiendo café con cardamomo y cigarrillos Capital.

Esa misma semana, durante una excursión a Hebrón, Lillian, una abogada penalista internacional de origen australiano y residente en Ginebra, se percata de la presencia fantasmal de la Unión Europea (UE). Las casas abandonadas que rodean los puestos de control militar se conservan gracias a iniciativas europeas. El gobierno español mantiene en pie varias casas alrededor del famoso complejo mezquita-sinagoga dedicado a Abraham. El dinero alemán, que se anuncia agresivamente en la Ciudad Vieja, sostiene una moribunda calle de mercado. Desde los ataques incendiarios contra los compradores palestinos, el centro histórico de Hebrón ha experimentado una decadencia fantasmal. Pasear por la segregada calle Shuhada significa no poder escapar de la realidad del Apartheid. Sea cual sea el resultado del, eufemísticamente llamado, «conflicto» entre Israel y Palestina, dice Lillian, la UE quiere estar en el lado correcto de la historia.

La UE quiere quedar bien con dios y con el diablo: mantener relaciones amistosas con «una democracia vibrante en el corazón de Oriente Próximo», como ha reiterado recientemente Ursula Von der Leyen, y mantener la pretensión de proteger las libertades civiles y los derechos humanos. ¿Y qué mejor manera de dejar huella que en el propio entorno construido? En el resto del territorio ocupado, una de cada dos construcciones está adornada con una gran pegatina de la Unión Europea. La palabra más peligrosa en inglés, dice un beduino en nuestra visita a las colinas de Jericó, es «help». Israel corta el suministro de agua a la comunidad beduina y la UE les construye una bañera: esa es la sátira de la ayuda humanitaria. Un silencio incómodo llena el autobús de regreso a Ramala.

Nuestras discusiones habituales en el autobús, en los vestíbulos de los hoteles y mientras cenamos falafel oscilan entre la afirmación y el rechazo del poder político. Nos gusta pensar que la ley «lo arreglará», que a la violencia bruta se puede responder hablando de derechos y obligaciones. Con ese espíritu dejamos atrás Ramala y viajamos hacia el sur. En Belén nos encontramos con la representante de Badil (Centro de Recursos para los Derechos de los Refugiados y Residentes Palestinos), una resuelta mujer palestina con acento estadounidense, que calza mocasines franceses sobre los adoquines de la Ciudad Vieja. Pide el desmantelamiento del régimen de ocupación mediante algo parecido a un segundo Juicio de Núremberg. Todo suena muy bien sobre el papel: igualdad de derechos en una estructura de un solo Estado, derecho incondicional al retorno, mecanismos de rendición de cuentas a posteriori y un desmantelamiento completo del régimen colonial de asentamientos. Si nos tomamos en serio el marco colonial de los colonos, dice, las implicaciones políticas deben ir más allá de los Acuerdos de Oslo, más allá de las fronteras del 67, más allá del Plan de Partición del 48 y más allá de la Declaración Balfour, porque podría decirse que fue Balfour quien tradujo la utopía de Herzl en geopolítica. ¿Una quimera? Asentí con la cabeza.

Pero Israel también insiste en el Estado de Derecho. Los tan denostados Acuerdos de Oslo han convertido los territorios ocupados en una geografía en forma de queso suizo, y se basaban en la suposición de que la impugnación del poder político a través del infinitamente paciente proceso legal pacificaría al «enemigo» y garantizaría la seguridad a ambos lados del muro. Arafat pensó que establecería una situación gobernable para la Autoridad Palestina.

La realidad palestina de hoy en día resulta diferente, más parecida a una asfixia por medio de la ley. Los jueces del Tribunal Supremo israelí son maestros en el arte de justificar la contravención de las normas y convenciones internacionales. Está la ley, la ley de los tratados y estatutos internacionales, y luego está la ley israelí: dos disciplinas completamente distintas, o eso podría parecer. La ley israelí destruye viviendas por orden judicial y hace desaparecer a palestinos en centros de detención sin cargos durante meses. Mientras tanto, los guardianes del Estado de Derecho liberal -es decir, las normas y prácticas de la jurisdicción internacional- fantasean con la Nueva Jerusalén del Estado de Derecho internacional post-apartheid, catalizada a través de intuiciones imaginarias, como los juicios penales post-Núremberg. ¿Una quimera? Me vi sacudiendo la cabeza con incredulidad.

Un gran ejemplo del ingenio de la legislación israelí es la Orden Militar nº 3 de 1967. Esta obra maestra de la legislación colonialista elimina partes importantes de la Convención de Ginebra de 1949, ratificando únicamente las disposiciones humanitarias. Dichas disposiciones, según una interpretación muy creativa, desempeñan un papel estratégico en las prácticas de custodia en las prisiones militares israelíes y en la expansión en curso de los asentamientos: ambas se justifican por motivos de «seguridad y orden», como establece el Derecho Internacional Humanitario. Según Israel, los prisioneros palestinos «bananizados»* (una práctica de tortura que no deja marcas identificables en los cuerpos torturados) están «seguros» en las celdas de tortura.

Irónicamente, devolver a un detenido a su territorio, como exigen los convenios internacionales, se considera una violación inaceptable del bienestar y la seguridad del detenido. En cuanto a los asentamientos, suelen expandirse a partir de zonas militares estratégicas, anexionando lentamente los territorios ocupados bajo la excusa del orden y la seguridad.

El modo en que funcionan en la práctica el orden y la seguridad israelíes puede verse en el ejemplo de Nabi Saleh, un pequeño pueblo cerca de Ramala. Nabi Saleh fue noticia en 2009 tras los ataques que protagonizaron los colonos del asentamiento cercano de Halamish. Desde entonces los aldeanos han resistido el acoso persistente de los colonos. A Nabi Saleh le han cortado el agua en repetidas ocasiones y los colonos se apoderaron de gran parte de sus tierras agrícolas. Desde 2009, diez habitantes de Saleh han muerto a manos del ejército israelí y casi todos los demás residentes han resultado gravemente heridos o han sido detenidos al menos una vez. El pueblo volvió a ser noticia en 2017 cuando Ahed Tamimi, una adolescente, abofeteó a un soldado después de que dispararan a su primo en la cabeza con una bala de metal recubierta de goma. Todo el incidente fue retransmitido en directo por las redes sociales. Ahed y su madre fueron condenadas a ocho meses de prisión militar. El informe sobre el encarcelamiento de Ahed menciona el «bienestar y la seguridad» de los detenidos como motivo para el encarcelamiento ilegal de una menor de edad en territorio extranjero, otro ejemplo de la «ley israelí».

En junio de 2023, el día de mi llegada a Ramala, Nabi Saleh volvió a ser noticia. Hamoudi Tamimi, de dos años, murió tras recibir un disparo en la cabeza de soldados israelíes cerca de la entrada de su casa. Leí el reportaje de la Revista +972 sobre los ataques en mi vuelo a Tel Aviv bajo la atenta mirada del viajero yiddish. El reportaje cita las desgarradoras palabras de Marwa Tamimi, la madre del niño de dos años: «Oí disparos. Salí y vi que toda la camisa de mi marido estaba cubierta de sangre. No se dio cuenta de que estaba herido porque estaba concentrado en Hamoudi, que había recibido un disparo en la cabeza. Cuando lo vi, dije: ‘Hamoudi ha muerto'».

Una tarde, entre Belén y Jerusalén, nuestro autobús da un giro inesperado. Un miembro del equipo de Al-Haq nos ha invitado a conocer a los padres de un mártir, uno especialmente famoso. Siham está sentada en el balcón de su casa, rodeada de proyectos de asentamientos, practicando pacíficamente el bordado palestino. Siham es la madre de Basil al-Araj, el escritor y activista asesinado por las fuerzas especiales israelíes en 2017. Oscuras nubes se ciernen sobre las cimas de las colinas de Jerusalén Este, convirtiendo el calor del desierto en un gélido océano de nubes empapadas de agua salada. Mahmoud, el padre de Basil, no se inmuta por el repentino cambio de temperatura. Orgulloso, nos habla de la infancia de Basil. Basil era un niño curioso y atento. “Intentaron hacerle callar porque sabía hablar, pero se mantuvo firme hasta el final», añade Siham.

Durante una huelga de hambre de nueve días en una prisión administrada por la Autoridad Palestina, Basil consiguió comunicarse con el mundo exterior a través de sus abogados, escribiendo una frase en un trozo de papel: «Tenemos que elegir entre dos opciones: la lucha o la humillación. Estamos lejos de aceptar la humillación». La frase que escribió es un dicho atribuido a Husayn ibn Ali, nieto del profeta Mahoma.

Casi un año antes, en 2015, Basil cambió el bolígrafo por la pistola y fue capturado con sus compañeros por la Autoridad Palestina y encarcelado durante la mayor parte de un año, antes de conseguir la libertad durante su huelga de hambre. Fue entonces cuando pasó a la clandestinidad y, en marzo de 2017, fue asesinado por la unidad de fuerzas especiales Yamam del ejército israelí. Cuidadosamente colocada en un marco negro rectangular en el salón de al-Araj está la nota de despedida de Basil, escrita apresuradamente en un papel sucio. Recibió veintiún disparos. Wessam traduce del árabe hasta que se le quiebra la voz. Mahmoud sonríe y dice: «Tengo tanta pena desde que Basil se ha ido. Quiero volver a sentir algo de felicidad. Quiero pensar que murió por algo, por nuestra liberación». Mahmoud salta de su silla de plástico, hincha el pecho y levanta la mano para hacer un saludo militar.

Algunos de los libros de Basil están apilados en un rincón. Reconozco las portadas de Franz Fanon, Lenin y Edward Said entre textos islámicos. He enseñado estos autores a innumerables estudiantes universitarios en el prestigioso programa PPE (Filosofía, Política, Economía) de Oxford. Me pregunto qué encontró Basil en esos pensadores que quizá yo nunca encuentre: una llamada a las armas, no un simple ejercicio intelectual. O una justificación de la resistencia, aunque sea violenta, aunque sea dolorosa.

La literatura académica sobre violencia política o bien ignora por completo a Fanon o hace referencia a su obra sólo de pasada. El popular trabajo de Ted Honderich sobre violencia política llega a sugerir que Fanon no ofreció ninguna defensa interesante de la violencia anticolonial. Algunos comentaristas han prestado atención a las fuentes intelectuales de la obra de Fanon – en Hegel, Sartre y Marx – pero por lo general tienen poco o nada que decir sobre el original e intrigante relato que este autor realiza sobre la violencia política, o peor aún, tienden a descartar su teoría de la violencia como una «glorificación». La mayoría de mis estudiantes de Oxford adoptan este último punto de vista. Ojalá hubiera podido hablar de todo esto con Basil.

Al día siguiente, Adnan Barq, héroe de las redes sociales y humorista palestino, me enseña a comer falafel y humus como es debido. Coges la pita, la envuelves alrededor de la bola de falafel, la mojas en humus y, lo más importante, en el aliño de limón, ajo y pimienta. Los vídeos de Adnan se hicieron virales después de que grabara cómo caía en el agujero de una bomba en el pueblo de Lifta, una ciudad palestina abandonada a las afueras de Jerusalén Occidental, famosa por atraer a la industria del porno israelí para tomas de «perversión oriental». Observo que Adnan, a diferencia de muchos otros palestinos, no juega al «juego de los números». Los palestinos de la diáspora, sobre todo los de Estados Unidos, tienden a referirse a Israel como «la Palestina del 48», o simplemente «48», poniendo de relieve el proyecto colonial de los colonos que es el sionismo: un boicot con palabras.

Tengo mis dudas. Nunca he oído a nadie referirse a EE.UU. como «la tierra natal del 76» o algo similar. Comprendo la importancia de dar forma al discurso. Las palabras son poderosas, como ha demostrado la historia de Basil al-Araj. Sin embargo, me pregunto qué se niega, qué se escapa, cuando se elimina la palabra «Israel» de nuestro vocabulario. ¿Acaso no es Israel el país por el que voy a salir de regreso a Londres? No me atrevo a decir que vacilo en negar la existencia de Israel mediante una redescripción lingüística. Sencillamente, no creo que podamos desear la desaparición de un Estado. E innegablemente, Israel es un Estado, y los territorios ocupados no lo son, ni lo han sido nunca, y lo más probable es que nunca lo sean. La Autoridad Palestina lo sabe.

Después de dos semanas difíciles y gratificantes a partes iguales, cojo las maletas y me bajo del autobús en Jerusalén. En el Café Sira, un lugar de moda para los izquierdistas, lleno de pegatinas chic de Antifa, me reúno con un grupo de estudiantes de Derecho de la Universidad Hebrea. El Café Sira ha sido replicado en Jerusalén Oeste desde Kreuzberg o Friedrichshain: los mismos motivos, los mismos marcadores estéticos del radicalismo de clase media, la misma música, los mismos garabatos #freepalestine en las paredes de los baños, las mismas bebidas, los mismos capuchinos poco espumosos. A mí me gusta. Pero hay algo terriblemente falso. Jacob, uno de los organizadores del Jerusalén Antifa, me cuenta cómo «Inshalla, pronto llegará el día en que el régimen de apartheid cambiará drásticamente».

Contra el «régimen neo-sionista», me dice con suficiencia, han colocado una pancarta en el Día de Jerusalén a principios de este año; «un gran éxito a los ojos de los Antifa israelíes», dice. Jacob, que pasó su último año de estudios de intercambio en la Universidad Humboldt de Berlín, subraya que estar en Alemania y relacionarse con los radicales locales le enseñó que conmemorar la lucha contra la Alemania nazi «no es sólo memoria histórica, sino una mirada al Israel fascista actual». Lamentablemente, añade, la resistencia al fascismo no ocupa un lugar muy destacado en la agenda de los palestinos y los ciudadanos árabes de Israel. Palestina aún no ha comprendido que su liberación depende de ganar la lucha de clases». La discusión no tarda en derivar en desacuerdos sobre el materialismo histórico. Palestina sigue sin mencionarse durante el resto de la velada. Decido abandonar Jerusalén y pasar mi última noche en Tel Aviv, la metrópoli hebrea dentro de su propia colonia palestina.

Por supuesto, Tel Aviv sabe lo que ocurre al otro lado del muro y opta por evadirse de esta realidad. Me siento extrañamente humillado por Tel Aviv. Soy europeo y Tel Aviv es su puesto de avanzada, el sueño de un nuevo Berlín en la costa mediterránea. Me siento culpable de que me guste demasiado, algo que no me atrevo a decir a mis amigos de Al-Haq. Nuestro chat de grupo de WhatsApp se ve constantemente inundado de mensajes.

A la mañana siguiente un tren Deutsche Bahn me transporta rápidamente de Ha’haganah al aeropuerto Ben Gurion. Una vez más, me interrogan sobre los motivos de mi visita a Israel. Una vez más, respondo con una media verdad bien ensayada: «Sólo estuve visitando a unos amigos…»

Me hacen enumerar la lista de mis contactos israelíes. “Pero entonces ¿por qué visitó Cisjordania?”, me pregunta el guardia de seguridad. Me sorprende que sepan que visité el territorio ocupado. ¿Acaso no me colé por un agujero en el muro?

“Por simple curiosidad”, respondo educadamente.

“¿Por qué sentía curiosidad por un país árabe?”

“No lo sé. Solo quería saber cómo es aquello”.

“Pero ¿por qué?”

“No sé por qué”.

Admito que comencé a sudar y mi corazón se aceleró. “Solo quería conocer esos lugares, ¿qué tiene eso de malo?”

“¿Odia a Israel?”

“No, claro que no, acabo de visitarlo, ¿por qué iba a odiarlo?”

“¿Entonces, ¿por qué visitó Palestina?”

Vuelvo a quedarme sin palabras. No sé cómo responder ante esta arremetida de revisionismo histórico y conceptual. Permanecemos en silencio. El oficial de seguridad imprime un sello amarillo en la parte de atrás de mi pasaporte. Deshacen mi equipaje, revisan cada pequeña cosa, abren cada libro y examinan cada calcetín. Uno de los agentes se fija en un ejemplar de Suhrkamp de La cábala y su simbolismo, de Gershom Scholem, un libro que encontré en una librería vintage de Jerusalén. Ojea el libro y lo agita violentamente como si pudiera haber algo escondido entre sus páginas.

“¡Esto queda confiscado!”

No me atrevo a preguntar por qué.

N. del T.: Aplicación de una técnica de tortura consistente en doblar al límite la espalda de un prisionero tumbándole de espaldas sobre una silla con las muñecas y los tobillos amarrados y unidos mutuamente.

Fuente: https://mondoweiss.net/2023/07/how-i-became-a-terrorist/?ml_recipient=95216069135828856&ml_link=95215779247555979&utm_source=newsletter&utm_medium=email&utm_term=2023-08-01&utm_campaign=Daily+Headlines

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