Traducción de Ana Atienza
Barack Obama es una marca diseñada para que nos sintamos bien con el gobierno mientras los señores feudales de las corporaciones saquean las arcas públicas, nuestros dirigentes reciben sobornos de legiones de grupos de presión corporativos, nuestras grandes empresas de comunicación nos entretienen con chismes y trivialidades y nuestras guerras imperialistas se extienden por Oriente Próximo. La marca Obama es sinónimo de consumidores felices. Nos tienen entretenidos. Tenemos esperanzas. Nos gusta nuestro presidente. Creemos que es como nosotros. Pero, al igual que todos los productos de marca surgidos del manipulador mundo de la publicidad corporativa, nos están embaucando para que hagamos y respaldemos muchas cosas que no nos interesan.
¿Qué hemos recibido de la marca Obama a cambio de toda la fe y la esperanza que hemos depositado en ella? Su administración ha entregado, prestado o avalado con 12,8 billones de dólares de los contribuyentes a Wall Street y a los bancos insolventes en un ruinoso intento de volver a inflar la burbuja económica, táctica que, en el mejor de los casos, hace presagiar una catástrofe y nos dejará en la ruina en medio de una profunda crisis. La marca Obama ha invertido cerca de un billón de dólares en defensa y en mantener nuestros fallidos proyectos imperialistas en Irak, donde los estrategas militares calculan ahora que habrá que mantener 70.000 soldados durante los próximos 15 a 20 años. La marca Obama ha ampliado la guerra en Afganistán e incluso ha utilizado drones para atravesar las fronteras y bombardear Paquistán, con lo que el número de víctimas civiles se ha duplicado en los tres últimos meses. La marca Obama se ha negado a levantar las restricciones para que puedan organizarse los trabajadores, y no contempla la posibilidad de implantar un sistema de sanidad pública para todos los estadounidenses. Tampoco va a juzgar a la administración Bush por crímenes de guerra o por el uso de la tortura, además de rechazar la abolición de las leyes de confidencialidad de Bush o la restauración del habeas corpus.
La marca Obama nos ofrece una imagen que parece radicalmente individualista e innovadora. Nos ha cegado para que no veamos que los viejos motores del poder empresarial y el amplio complejo militar-industrial siguen saqueando el país. Las grandes corporaciones, que son las que controlan nuestra política, han dejado de fabricar productos realmente diferentes para empezar a crear marcas diferentes. La marca Obama no supone una amenaza para la esencia del estado corporativo en mayor medida que lo hizo la de George W. Bush. Ésta última se vino abajo: nos hicimos inmunes a su estudiado aire campechano, empezamos a ver más allá de su artificio. Pero este proceso de desgaste es habitual en el mundo de la publicidad. Por eso nos han dado una nueva marca con un atractivo excitante e incluso ligeramente erótico. Benetton y Calvin Klein fueron los precursores de la marca Obama, utilizando sus anuncios para que se les asociara con imágenes artísticas subidas de tono y políticas progresistas, lo que ha dado ventaja competitiva a sus productos. Pero el objetivo, al igual que en todas las marcas, era lograr que los consumidores pasivos confundieran esa marca con una experiencia.
«El abandono de los principios económicos radicales de los movimientos feministas y de defensa de los derechos civiles debido al conjunto de causas que se ha dado en llamar corrección política ha formado con éxito una generación de activistas en política de la imagen, no de la acción», escribe Naomi Klein en «No Logo».
Obama, que se ha convertido en una celebridad mundial, ha sido fácil de moldear para crearle una marca. Apenas tenía experiencia, salvo los dos años que pasó en el Senado, carecía de base moral y se le podía maquillar como la opción ideal para todos. Su breve historial de voto en el Senado revela una patética sumisión a los intereses corporativos. Se mostró dispuesto a promover la energía nuclear como si fuera «verde». Votó por continuar con la guerra en Irak y Afganistán. Reautorizó la Patriot Act antiterrorista. No respaldó un proyecto de ley destinado a limitar los abusivos tipos de interés de las tarjetas de crédito. Se opuso a otro que habría reformado la infame Ley Minera de 1872. Tampoco apoyó el proyecto de ley HR676 sobre la creación de un sistema de sanidad pública, promovido por los congresistas Dennis Kucinich y John Conyers. Votó a favor de la pena de muerte. Por si esto fuera poco, respaldó un proyecto de ley para «reformar» el sistema de acciones populares que no era más que una descomunal medida de presión impulsada por las entidades financieras. Dicha ley, conocida como Class Action Fairness Act, habría supuesto en la práctica cerrar las puertas de los tribunales del Estado a la mayoría de los pleitos surgidos de acciones populares y suprimir las indemnizaciones en muchos de los tribunales donde estas acciones tuvieran posibilidades de desafiar al poder corporativo.
Mientras Gaza era objeto de bombardeos y ataques aéreos en las semanas previas a la toma de posesión de Obama, «su equipo hizo saber que no se plantearía objeción alguna al reabastecimiento previsto de ‘bombas inteligentes’ y otro material de artillería de alto nivel tecnológico que ya se estaba enviando a Israel», según Seymour Hersh. Incluso su cacareado discurso antibelicista como senador del estado (que tal vez haya sido su único acto real de rebeldía), fue modificado rápidamente. El 27 de julio de 2004 declaró en el Chicago Tribune que «no existe tanta diferencia entre mi postura y la de George Bush en este momento. En mi opinión, la diferencia está en quién se halla en condiciones de ponerla en práctica». Por otra parte, a diferencia de los antibelicistas a ultranza como Kucinich, que ha pronunciado centenares de discursos contra la guerra, Obama mantuvo un obediente silencio hasta que la guerra de Irak empezó a ser impopular.
La campaña de Obama ha recibido el voto de cientos de especialistas en márketing, directores de agencias y empresas de servicios publicitarios que se reunieron en la conferencia anual de la Association of National Advertisers celebrada en octubre. Fue nombrada Campaña del año por Advertising Age en 2008, tras desbancar a competidores como Apple y Zappos.com. Los profesionales saben de lo que hablan. La marca Obama es el sueño del publicista. El Presidente hace una cosa y la marca consigue que creamos otra. Es la esencia del éxito publicitario. Compramos o hacemos lo que quiere el publicista en función de lo que nos hace creer.
La cultura de la celebridad se ha infiltrado en todos los aspectos de nuestra sociedad, incluida la política, para dar paso a lo que Benjamin DeMott denomina «política basura». Se trata de una política que no exige justicia ni la restitución de derechos; se dedica a personalizar y a moralizar sobre los asuntos en lugar de aclararlos. «Es impaciente ante los conflictos articulados, entusiasta acerca del optimismo y la moralidad estadounidenses, y depende enormemente del uso de lenguajes y gestos para demostrar comprensión», señala DeMott. La consecuencia de la política basura es que no cambia nada: «supone una interrupción nula de los procesos y prácticas que refuerzan los actuales sistemas interrelacionados de ventaja socioeconómica». Redefine los valores tradicionales, convirtiendo «el valor en fanfarronería, la comprensión en sensiblería, la humildad en falta de respeto por uno mismo, la identificación con los ciudadanos de a pie en la descalificación de los expertos». La política basura «minimiza los grandes problemas complejos del país mientras amplifica las amenazas del extranjero. También es muy dada a revertir bruscamente y sin ninguna explicación sus propias posturas ante el público, a menudo inflando de forma espectacular problemas que antes minimizaba». Por último, «trata en todo momento de aniquilar la consciencia de los votantes sobre las diferencias socioeconómicas y de otros tipos que pueda haber en su entorno».
Las culturas basadas en la imagen y dominadas por la política basura comunican por medio de historias, imágenes, espectáculos y seudoteatro cuidadosamente orquestados y preparados. Los escándalos, los huracanes, los terremotos, las muertes prematuras, los nuevos virus letales o los accidentes de tren quedan muy bien en las pantallas de los ordenadores y en televisión. Sin embargo, la diplomacia internacional, las negociaciones sindicales y los enrevesados paquetes de rescate no generan historias personales interesantes ni imágenes atractivas. Un gobernador que frecuenta los prostíbulos se convierte en una gran noticia. Un político que propone una reforma legislativa importante, la asistencia sanitaria universal o reducir el derroche resulta aburrido. Reyes, reinas y emperadores utilizaban las intrigas palaciegas para entretener a sus súbditos. Hoy en día son las celebridades del cine, la política y el periodismo las que nos distraen con sus flaquezas personales y escándalos. Crean nuestra mitología pública. Actores, políticos y deportistas son ahora, al igual que en tiempos de Nerón, intercambiables.
En una era de imágenes y entretenimiento, de gratificación emocional instantánea, no se intenta ver la realidad. La realidad es complicada y aburrida. Somos incapaces o no estamos dispuestos a abordar su complejidad. Pedimos que nos satisfagan y reconforten con tópicos, estereotipos y mensajes inspiradores que nos digan que podemos ser quienes queramos, que vivimos en el mejor país de la Tierra, que poseemos unas cualidades morales y físicas superiores, y que nuestro futuro siempre será glorioso y próspero, ya sea por nuestras cualidades, por nuestro carácter nacional o porque nos ha bendecido Dios. No aceptamos la realidad porque es un impedimento para conseguir nuestros deseos. La realidad no nos hace sentir bien.
En su libro «Public Opinion», Walter Lippmann establecía una distinción entre «el mundo exterior y la imagen que tenemos en la cabeza». Definía el término «estereotipo» como un patrón enormemente simplificado que nos ayuda a dar sentido al mundo. Lippmann mencionaba ejemplos de los burdos «estereotipos que tenemos en la cabeza» acerca de colectivos enteros, como «los alemanes», «los del sur de Europa», «los negros», «los de Harvard», «los agitadores» y otros. Estos estereotipos, apunta Lippmann, proporcionan una gratificante y falsa coherencia al caos existencial. Proporcionan explicaciones fácilmente comprensibles de la realidad y están más próximos a la propaganda, ya que simplifican en lugar de complicar.
Sin embargo, los montajes a base de seudoacontecimientos teatrales que orquestan publicistas, maquinarias políticas, la televisión, Hollywood o los anunciantes son muy distintos. Tienen, según decía Daniel Boorstin en «The Image: A Guide to Pseudo-Events in America», la capacidad de parecer reales aun cuando sepamos que están preparadas. Al provocar una fuerte respuesta emocional, son capaces de superar la realidad y sustituirla por un relato de ficción que a menudo se convierte en una verdad aceptada. El desenmascaramiento de un estereotipo deteriora y a menudo destruye su credibilidad. Sin embargo, los seudoacontecimientos, independientemente de si muestran al presidente en una fábrica de coches, en un comedor de beneficencia o dirigiéndose a las tropas destacadas en Irak, son inmunes a este desgaste. El descubrimiento de los complejos mecanismos que están detrás de los seudoacontecimientos no hace más que incrementar su capacidad para fascinar y su poder. En esto se basan los intrincados reportajes de televisión sobre la eficacia con que se maneja la puesta en escena de los políticos y sus campañas. Los periodistas, especialmente los de televisión, ya no se preguntan si el mensaje es cierto, sino si el seudoacontecimiento ha funcionado o no como teatro político. Se juzga a los seudoacontecimientos por su capacidad para manipularnos a través de una ilusión. Se valora y elogia los acontecimientos que parecen reales; los que, por el contrario, no logran crear una ilusión creíble se consideran un fracaso. La verdad es irrelevante. El político de éxito, como en buena parte de nuestra cultura, es aquel capaz de crear marcas y seudoacontecimientos que ofrezcan las fantasías más convincentes. Y Obama es un maestro en este arte.
Un público que ya no es capaz de discernir entre realidad y ficción posiblemente interpretará la realidad a través de las ilusiones. Se utilizan hechos aleatorios o datos abstrusos y banalidades para reforzar la ilusión y darle credibilidad, o bien se desechan si interfieren en el mensaje. Cuanto peor se vuelve la realidad (por ejemplo, cuanto más se disparan las ejecuciones hipotecarias y el desempleo), más gente busca refugio y confort en ilusiones. Cuando no dejan de distinguirse las opiniones de los hechos, cuando no existe una norma universal que establezca lo que es cierto en la legislación, la ciencia, la investigación o la comunicación de los sucesos del día, cuando la habilidad más valorada es la capacidad de entretener, el mundo se convierte en un lugar en el que la mentira se transforma en verdad, donde la gente cree lo que quiere creer. Éste es el verdadero peligro de los seudoacontecimientos y el motivo por el cual son mucho más perniciosos que los estereotipos. No explican la realidad, como intentan los estereotipos, sino que la reemplazan. Los seudoacontecimientos redefinen la realidad de acuerdo con los parámetros establecidos por sus creadores, que obtienen grandes beneficios traficando con estas ilusiones y desean mantener las estructuras de poder que controlan.
La antigua cultura de la producción requería lo que el historiador Warren Susman denominaba «carácter». La nueva cultura del consumo requiere lo que ha dado en llamar «personalidad». Este cambio de valores constituye un giro desde una moralidad inmutable al artificio de la presentación. Los viejos valores culturales de frugalidad y moderación elogiaban el trabajo duro, la integridad y el valor. Por el contrario, la cultura del consumo se rinde ante el encanto, la fascinación y la capacidad de agradar. «El papel social que se exige a todos en la nueva cultura de la personalidad es el de intérprete», escribe Susman. «Todo estadounidense ha de convertirse en intérprete de sí mismo».
La política basura que practica Obama es un fraude para el consumidor. Está hecha de interpretaciones y mentiras. Trata de mantenernos en un perpetuo estado de infantilismo. Pero cuanto más tiempo vivamos en esa ilusión, peor será la realidad cuando acabe resquebrajando nuestras fantasías. Quienes no comprenden lo que sucede a su alrededor y se ven abrumados por una realidad brutal no esperaban ni preveían tener que buscar salvadores desesperadamente. Piden a los demagogos que acudan en su ayuda. Y éste es último peligro de la marca Obama, que consigue enmascarar esta destrucción interna sin sentido y el expolio que está llevando a cabo nuestro estado corporativo. Cuando estas grandes empresas hayan robado billones de dólares de los contribuyentes, dejarán a decenas de millones de estadounidenses desvalijados, confusos y sedientos de ilusiones aún más potentes y letales que logren sofocar rápidamente lo que queda de nuestra sociedad cada vez menos abierta.
Fuente: http://www.truthdig.com/report/item/20090503_buying_brand_obama/
Chris Hedges es columnista habitual de Truthdig.com. Es titulado por la Harvard Divinity School y durante casi dos décadas ha sido corresponsal en el extranjero para The New York Times. Ha publicado numerosos libros, entre los que se encuentran: War Is A Force That Gives Us Meaning, What Every Person Should Know About War y American Fascists: The Christian Right and the War on America. Su último libro, Empire of Illusion: The End of Literacy and the Triumph of Spectacle, saldrá a la venta en julio.
Traducido por Ana Atienza, miembro de Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y la fuente.