California. Sus palmeras, su clima, su incomparable océano. Su crisis, su paro, su apabullante déficit. El Golden State, símbolo de un cierto sueño americano, el horizonte lejano que atrajo sueños y millones, se ha convertido en poco tiempo en una de sus peores pesadillas. Un estado que suma los peores índices de la recesión […]
California. Sus palmeras, su clima, su incomparable océano. Su crisis, su paro, su apabullante déficit. El Golden State, símbolo de un cierto sueño americano, el horizonte lejano que atrajo sueños y millones, se ha convertido en poco tiempo en una de sus peores pesadillas. Un estado que suma los peores índices de la recesión y donde miles de personas acaban cada día en la calle.
California, tierra de burbuja inmobiliaria que ahora registra, con Nevada, la peor tasa de desahucios de Estados Unidos y donde el valor de las casas ha caído un 27% con respecto al año anterior.
California, que descubrió recientemente que el 20% de la población de Los Ángeles, algo más de dos millones de personas, se beneficiaba dealgún tipo de subsidio y que en 2008 perdió 541.000 puestos de trabajo, confirmando una tasa de paro del 10%, dos puntos superior a la media nacional.
California, que suma un déficit de 42.000 millones de dólares (30.700 millones de euros) y que sólo consiguió aprobar su presupuesto hace un mes (por un solo voto tras una sesión maratoniana) después de que su gobernador, Arnold Schwarzenegger, amenazara con despedir a 20.000 funcionarios.
Un panorama que roza el cataclismo del que Barack Obama acaba de regresar después de una gira de dos días vendiendo su maltrecho programa de rescate financiero. «No puedo deciros cuánto vamos a tardar o qué obstáculos tendremos que superar, pero os puedo prometer que California vivirá días más soleados», afirmó el presidente en una de sus comparecencias públicas.
Vivir en una caravana
Pero mientras tanto llueve a mares. «Aquí la hemorragia es más rápida que en el resto del país», dice Sung Won Sohn, economista de la universidad estatal.
Terry Mahoney sabe algo de todo esto. Desde hace meses vive en una autocaravana con sus dos hijos adolescentes, Brandon y Jennifer, en una calle de Venice, la playa hippie de Los Ángeles. Hasta hace poco trabajaba en General Dinamics, una fábrica de armas. «Ayudaba a fabricar misiles», dice con ironía, «era el último eslabón de la cadena de montaje».
El paro, al que se sumó un divorcio, la hipoteca, las deudas acumuladas durante años, la dejó en las últimas. En un país donde las ayudas son prácticamente inexistentes es fácil quedarse sin nada.
«Pensé que Venice era el mejor sitio para pasar esta mala racha», dice Terry, «al menos estamos cerca del mar». Y no es la única. En su calle viven una bibliotecaria, una profesora suplente, un mensajero que trabaja en el turno de noche de Fedex, un empleado del supermercado vecino y un entrenador personal; unos en coches, otros en camionetas.
«No somos mendigos, somos gente que intenta mantener lo poco que le queda de vida normal», explica Terry. Su hijo Brandon sigue yendo regularmente a la escuela, en otro barrio de Los Ángeles donde nadie sabe que no tiene techo, y Jennifer es cajera en una tienda de licores.
Pero Venice no ha resultado ser el refugio que esperaban. La playa cool, donde la marihuana se vende en máquinas expendedoras (con fines terapéuticos y con receta) y los surferos se deslizan en pleno invierno por las olas del Pacífico; el parque temático que nació a principios de siglo del delirio inmobiliario del magnate del tabaco Abbot Kinney y con los años se transformó en barrio de lujo de bohemian bourgeois (burgueses bohemios)en busca de legitimación alternativa no quiere pobres ni nada que se les parezca.
«Patrullas de vecinos golpean la caravana en mitad de la noche, intentan abrir la puerta para ver si hay alguien dentro, da mucho miedo», dice Brandon. «Nos han puesto arena en el depósito, nos han pinchado las ruedas y ahora sospecho que le han hecho algo al motor porque no hay forma de que arranque», añade Terry después de hurgar sin mucho éxito bajo el capó.
Campos de refugiados
La policía también los considera como indigentes molestos. «Mucha gente que conozco ha acabado en la cárcel por andar vagabundeando porque las autoridades no saben qué hacer con ellos» añade Terry, «ahora quieren meternos en campos de refugiados, en gigantescos aparcamientos, lejos de todo, donde además tienes que pagar y no te dejan salir por la noche».
Venice de momento está ganando la batalla. Hace unas semanas, su consejo municipal votó limitar el estacionamiento nocturno en sus calles, ilegalizando de hecho la presencia de sus inquilinos más indeseables. Aunque la Comisión de Costas de California, que tiene la última palabra, no se reunirá hasta junio, ya han aparecido pancartas restringiendo las horas de aparcamiento.
«No tenemos a quién recurrir. No sé dónde acabaremos«, dice Terry, «por lo menos tenemos la autocaravana. Es lo que te salva la vida. Lo que te separa del tío con harapos que empuja el carrito de la compra lleno de basura y parece medio loco».
La noticia fue ampliamente cubierta por la prensa local como uno de los ejemplos más punzantes de la crisis. Pero hay muchos otros. En todo California están surgiendo tent cities, campamentos de tiendas de campaña, al límite de los núcleos urbanos, que cada día acogen a más personas que se han quedado sin techo.
Son imágenes de la Gran Depresión. Se repiten en Sacramento, la capital, en Santa Bárbara, en la costa, o en Ontario, una localidad al extremo este de Los Ángeles, donde a finales del año pasado la policía tuvo que desalojar a cientos de sin hogar que se habían instalado cerca de la pista de aterrizaje de su aeropuerto.
«Los Ángeles es la capital de los sin techo en Estados Unidos», dice Joel John Roberts, director de Path Partners una organización local que ayuda a resolver los problemas de vivienda de los más desheredados.
«Con la ola de desahucios, ahora le toca a gente de clase media encontrarse en la calle», explica Roberts, «ocurre por etapas. Primero te quedas en casa de familiares o amigos pero sólo puede ser una solución temporal. Luego intentas alquilar una vivienda subvencionada pero hace años que hay lista de espera y es prácticamente imposible conseguir. Al final, si no encuentras nada, acabas durmiendo en el coche o en refugios totalmente desbordados que no están preparados para una demanda semejante».
Roberts no recuerda una situación tan mala. «Esto va por ciclos. En los años 80 tuvimos también una crisis importante con los sin techo. Había 25.000, ahora hay tres veces más», asegura Roberts, (se estima que hay unos 73.000 en el condado de Los Ángeles), «y nadie sabe hacia dónde vamos. Creo que Estados Unidos no está listo para lo que se avecina».
Sobre todo porque la ayuda escasea. «Estamos montando un centro legal gratis para informar a la gente de los recursos que tienen para luchar contra el desahucio o conseguir ayuda en los pagos de la hipoteca», dice Roberts. Eso incluye acceder a los nuevos créditos del gobierno de Barack Obama, los que deberían ayudar a unos nueve millones de estadounidense a conservar sus casas.
«La gente que no consigue pagar sus hipotecas no se metió sin pensarlo en gastos que no podían asumir», dice Evan Wagner, portavoz de IndyMac, una de las primeras entidades de préstamos que el gobierno estadounidense tuvo que rescatar de la quiebra el pasado julio tras el estallido de la burbuja inmobiliaria californiana. «Es gente que ha perdido su trabajo y ha visto reducidas sus salarios».
Y afecta a todo el mundo. «Es imposible ir a una reunión o una fiesta en Los Ángeles sin que nadie hable de la crisis», cuenta Roberts.
Muchos emigrarán a otros estados, agravando un fenómeno que ha convertido a California en el estado que más población ha perdido en los últimos cuatro años.
«¿Quién puede culparles?» decía recientemente Frank Girardot, uno de los columnistas del diario Daily News. «Tenemos problemas de tráfico, de criminalidad, de inmigración y unas instituciones locales y estatales totalmente disfuncionales. El Golden State se está convirtiendo en algo muy distinto a la tierra prometida que los conquistadores españoles pisaron hace unos siglos».
Esa tierra que llamaron California, la isla mítica de negras amazonas que salía en las historias de caballería de Las Sergas de Esplandían, y donde ahora las únicas ejecuciones son las hipotecarias.