En los días posteriores a la elección presidencial estadounidense, parecía que todos mis amigos estaban deprimidos o furiosos, frustrados o indignados, o sencillamente disgustados. Vecinos que nunca me habían dicho nada más que «hola» me detenían en la calle para endilgarme pequeños discursos apasionados que me hacían pensar que acababan de escuchar una retransmisión de […]
En los días posteriores a la elección presidencial estadounidense, parecía que todos mis amigos estaban deprimidos o furiosos, frustrados o indignados, o sencillamente disgustados. Vecinos que nunca me habían dicho nada más que «hola» me detenían en la calle para endilgarme pequeños discursos apasionados que me hacían pensar que acababan de escuchar una retransmisión de La guerra de los mundos, de H. G. Wells, en la cual poderosas criaturas llegan a la Tierra para apoderarse de ella.
Pero luego reconsideré: no habían escuchado a H. G. Wells: era verdad que extrañas y poderosas criaturas acababan de ocupar Estados Unidos y ahora deseaban capturar el resto del mundo. Sí, Bush fue relecto presidente y, sea que hubiera habido fraude electoral o no, John Kerry rápidamente lanzó la toalla. El pececito rogó al cocodrilo que se reconciliaran.
En son de triunfo, el relecto Bush anunció que contaba con la aprobación de la nación para llevar adelante sus planes. No hubo ninguna señal de oposición del que se supone que es el partido opositor. En pocas palabras, los miembros del club, después de una breve escaramuza en la arena electoral (que costó en total mil millones de dólares o cosa por el estilo), volvieron a sentarse a tomar la copa en el mismo bar. Cuando, a mediados de noviembre, la biblioteca presidencial de Bill Clinton abrió sus puertas, ex presidentes demócratas y republicanos, junto con el Ejecutivo actual, se sentaron lado a lado y declararon su ferviente anhelo de unidad.
Sin embargo, alguien se quedó al margen de la celebración, de esta insistencia en que todos formamos una familia feliz que acepta al presidente por otros cuatro años: el pueblo estadunidense no estuvo de acuerdo en absoluto.
Consideremos lo siguiente: Bush recibió 51 por ciento de una población formada por sólo 60 por ciento de los votantes elegibles, lo cual significa que obtuvo la aprobación de 31 por ciento de esos electores. Kerry recibió 28 por ciento. El 40 por ciento que no emitió su sufragio dio a entender que no había un candidato que mereciera su aprobación. Sospecho que un alto porcentaje de los que votaron pensaban igual, pero votaron de todas formas.
¿Es una victoria decisiva? ¿Se acató la voluntad del pueblo? (Si en verdad fuéramos democráticos, tal vez ese 40 por ciento de no votantes que formaban la pluralidad habrían obtenido lo que deseaban: ningún presidente.)
El presidente puede insistir en que tiene «un mandato», pero a todos los demás nos corresponde decir con firmeza que no es así. Cierto, tuvo más votos que su opositor demócrata, pero para la mayor parte del electorado ese candidato no constituía una opción real. Más de la mitad del público, según encuestas de opinión realizadas a lo largo de los seis meses pasados, había declarado su oposición a la guerra. Ninguno de los principales candidatos representaba su punto de vista, así que se desconectaron del proceso.
¿Qué hacer ahora? Concentrar esas emociones de furia en reacción a la elección. En esa rabia, ese desencanto, esa dolorosa frustración radica una enorme energía combustible, que, si se pone en movimiento, puede revigorizar un movimiento antibélico que se ha visto amenguado por una campaña electoral que lo absorbió todo. Es parte de la naturaleza de las campañas electorales «embotellar» la vitalidad de personas imbuidas de una causa sentida de corazón, diluir esa causa y verterla en la dudosa empresa de impulsar a cierto candidato supuestamente mejor hacia un cargo. Pero ya con la elección terminada desaparece la necesidad de contenerse, de hacer lo que tanta gente bienintencionada hizo, que fue seguir de manera acrítica los pasos de un candidato que esquivó casi todos los temas importantes.
Liberados de los sórdidos confines de nuestro antidemocrático proceso político, podemos ahora dedicar todas nuestras energías a hacer lo que nuestro sistema electoral desalienta: hablar con audacia y claridad de lo que se debe hacer para dar un giro total a nuestro país. Y no nos preocupemos por ofender a ese 22 por ciento de la nación (no sabemos la cifra exacta, pero sin duda es una minoría) formado por fundamentalistas religiosos y políticos que invocan a Dios mientras llevan a cabo la tarea del asesinato en masa y la conquista imperial, que desprecian el mandato bíblico de amar al prójimo, convertir las espadas en azadas, cuidar al pobre y al desvalido.
La mayoría de los estadunidenses no quieren guerra. Quieren que la riqueza del país se use para atender necesidades humanas: salud, trabajo, escuelas, niños, vivienda decente, un ambiente limpio, y no para submarinos nucleares de miles de millones de dólares y portaviones de cuatro mil millones. Pueden ser desviados de sus creencias esenciales por una batería de propaganda electoral, repetida obedientemente por la televisión, la radio y los principales periódicos. Pero se trata de un fenómeno temporal y, a medida que la gente se da cuenta de lo que ocurre, surge su instinto natural de empatía con otros seres humanos. Lo vimos en los años de Vietnam, cuando al principio dos terceras partes de la nación, que confiaban en el gobierno y a las cuales los medios complacientes no les daban ninguna razón para el escepticismo, apoyaban la guerra; pero unos años después, cuando la realidad de lo que hacíamos en Vietnam empezó a mostrarse -cuando las bolsas con restos humanos se acumularon aquí y las imágenes de niños quemados con napalm aparecieron en las pantallas de televisión, y el horror de la masacre de My Lai, al principio ignorado, finalmente salió a la superficie-, la nación se volvió contra la guerra.
Cada vez más, la realidad de lo que ocurre en Irak se hace visible entre la nube de propaganda oficial y timoratez de los medios. No puede menos que conmover el corazón de los ciudadanos de este país, al ver a sus soldados marchar a Irak inocentes y volver embrutecidos por la guerra, cometer actos de tortura contra prisioneros indefensos, matar a tiros a personas heridas, bombardear casas y mezquitas, reducir ciudades a escombros y lanzar a las familias de su casa hacia el campo despoblado.
La ciudad de Fallujah ha quedado en ruinas por una feroz campaña de bombardeos. Comienzan a aparecer fotografías (aunque todavía no en los principales medios, así de cobardes son) de niños baldados, de un infante tendido en una camilla al que le falta una pierna. Es la clásica historia de una potencia militar, dotada de las armas más avanzadas y letales, que trata de someter a la población hostil de un país pequeño y débil mediante la pura crueldad, la cual sólo aumenta la resistencia. La guerra en Fallujah no puede ganarse. No debe ganarse. El movimiento en Estados Unidos contra la guerra debe enfrentar el horror de la situación mediante una variedad de acciones valientes.
Tomaremos los instrumentos clásicos de los ciudadanos en la historia de los movimientos sociales: manifestaciones (está programada una enorme en Washington para el día de la toma de posesión), vigilias, piquetes, desfiles, tomas pacíficas, actos de desobediencia civil.
Apelaremos a la buena conciencia del pueblo estadunidense. Haremos preguntas: ¿en qué clase de país queremos vivir? ¿Queremos que el resto del mundo nos aborrezca? ¿Tenemos derecho a invadir y bombardear otros países, arguyendo que los salvamos de la tiranía y matándolos a millares? (¿Cuál es la cuenta real de muertos en Irak hasta ahora? ¿30 mil, 100 mil?) ¿Tenemos derecho a ocupar un país cuando la población de esa nación obviamente no nos quiere allí?
Los resultados electorales nos engañan al registrar las creencias diluidas y poco firmes de una población forzada a reducir sus verdaderos anhelos a las estrechas dimensiones de una boleta electoral. Pero no estamos solos, ni en este país ni sin duda en el mundo (no olvidemos que 96 por ciento de la población de la Tierra reside fuera de nuestras fronteras).
No tenemos que hacer la tarea solos. Los movimientos sociales siempre han tenido un aliado poderoso: la inexorable realidad que opera en el mundo, impermeable a las miras de quienes gobiernan sus países. Esa realidad opera ahora. La «guerra al terror» se está volviendo una pesadilla. Denunciantes dentro del propio gobierno comienzan a revelar secretos. (Un alto funcionario de la CIA escribe sobre la «arrogancia imperial» y luego renuncia a la agencia.) Los soldados cuestionan su misión. La corrupción subyacente en la guerra -los contratos multimillonarios de Halliburton y Bechtel- comienza a aflorar. El gobierno de Bush, altivo y arrogante, que se adhiere a la regla del fanático -redoblar el paso cuando se va en la dirección incorrecta-, se dará cuenta demasiado tarde de que avanza hacia el precipicio.
Si los líderes del Partido Demócrata no entienden esta realidad y no responden directamente a los anhelos de las personas en todas partes del país (olvidémonos del rojo y el azul, esas absurdas generalizaciones que pasan por alto las complejidades del pensamiento humano), se hallarán uncidos al vehículo de Bush en el camino hacia el desastre.
¿Encarará el Partido Demócrata, tan cobarde y poco confiable, una revuelta desde la base que sea capaz de transformarlo? ¿O dará paso (dentro de cuatro, dentro de ocho años) a un nuevo movimiento político que declare con honradez su adhesión a la paz y a la justicia? Tarde o temprano el cambio profundo llegará a esta nación hastiada de la guerra, cansada de ver su riqueza dilapidada en tanto las necesidades básicas de las familias permanecen sin atenderse. Estas necesidades no son difíciles de describir. Algunas son muy prácticas, otras son requerimientos del alma: atención a la salud, salarios con los que se pueda vivir, sentido de dignidad, sentido de ser uno con nuestros semejantes en esta Tierra. El pueblo de este país tiene su propio mandato.
Howard Zinn es autor de A People’s History of the United States y columnista de The Progressive.
Traducción: Jorge Anaya