COVID-19 es finalmente el monstruo que llama a la puerta. En los centros de investigación están trabajando día y noche para caracterizar el brote, pero se enfrentan a tres enormes retos.
I
En primer lugar, la sempiterna escasez o falta de disponibilidad de kits de prueba ha frustrado toda esperanza de poder contener la pandemia. Además, impide calibrar con precisión parámetros cruciales como la tasa de reproducción, el tamaño de la población infectada y el número de infecciones benignas. El resultado es un caos de números.
Sin embargo, disponemos de datos más fiables sobre el impacto del virus en determinados grupos en unos pocos países. Es muy alarmante. Italia, por ejemplo, eleva a nada menos que un 23 % la tasa de mortalidad entre las personas mayores de 65 años; en el Reino Unido, la cifra es actualmente del 18 %. La coronagripe que Trump menosprecia constituye un peligro sin precedentes para las poblaciones geriátricas, con un número de muertes que se dispara a los millones.
En segundo lugar, al igual que las gripes anuales, este virus muta mientras infecta a poblaciones de distintas componentes de edad y diferentes inmunidades adquiridas. La variedad que probablemente afecte a EEUU ya es un poco diferente de la del brote original en Wuhan. Las mutaciones posteriores pueden ser triviales o alterar la corriente de distribución de la virulencia, que asciende con la edad; el riesgo de infección grave en bebés y niños y niñas pequeñas es reducido, mientras que las personas octogenarias se enfrentan a un peligro mortal por neumonía vírica.
En tercer lugar, incluso si el virus se mantiene estable y apenas muta, su impacto en cohortes de menos de 65 años puede diferir radicalmente en países pobres y entre grupos de pobreza aguda. Recordemos la experiencia global de la gripe española de 1918-1919, que se calcula que mató a un total del 1 al 2% de la humanidad. A diferencia del coronavirus, aquella gripe fue mortal sobre todo entre personas jóvenes adultas, cosa que se ha explicado a menudo como resultado de su sistema inmunitario relativamente más potente, que sobrerreaccionó ante la infección desatando tormentas de citocinas contra las células pulmonares. El H1N1 original halló, como es sabido, un nicho favorable en campamentos militares y trincheras de los campos de batalla, donde segó la vida de decenas de miles de jóvenes soldados. El colapso de la gran ofensiva alemana de la primavera de 1918, y por tanto el resultado de la guerra, se ha atribuido al hecho de que los aliados, a diferencia de su enemigo, pudieron reemplazar sus ejércitos enfermos con nuevas tropas venidas de EE UU.
Sin embargo, rara vez se recuerda que nada menos que el 60% de la mortalidad mundial se produjo en la parte occidental de India, donde las exportaciones de grano a Gran Bretaña y las brutales prácticas de confiscación coincidieron con una grave sequía. La consiguiente escasez de alimentos llevó a millones de personas pobres al borde de la muerte por inanición. Fueron víctimas de una siniestra sinergia de malnutrición, que eliminó su respuesta inmune a la infección, y una neumonía bacteriana y vírica rampante. En otro caso, en el Irán ocupado por los británicos, varios años de sequía, cólera y carestía de alimentos, seguidos de un extenso brote de malaria, causaron la muerte de una quinta parte de la población.
Esta historia –especialmente las consecuencias desconocidas de las interacciones con la malnutrición y las infecciones existentes– debería advertirnos que el COVID-19 puede emprender una trayectoria diferente y más mortal en los suburbios de África y del sudeste asiático. La prensa y los gobiernos occidentales han dejado de lado casi totalmente el peligro para las poblaciones pobres del mundo. La única pieza publicada que he visto afirma que dado que la población urbana de África Occidental es la más joven del mundo, la pandemia solo tendría allí un efecto moderado. A la luz de la experiencia de 1918, esta es una extrapolación ridícula. Nadie sabe qué ocurrirá en las próximas semanas en Lagos, Nairobi, Karachi o Calcuta. La única certeza es que los países ricos y las clases pudientes se centrarán en salvarse a sí mismos en detrimento de la solidaridad internacional y la ayuda médica. Muros y no vacunas: ¿puede haber una pauta peor para el futuro?
II
Dentro de un año puede que admiremos retrospectivamente el éxito de China en la contención de la pandemia, pero que nos horroricemos ante el fracaso de EEUU. (Doy por hecho que la declaración de China sobre la rápida disminución de la transmisión es más o menos exacta). La incapacidad de nuestras instituciones para mantener cerrada la caja de Pandora, por supuesto, no sorprende. Desde el año 2000 hemos visto repetidamente colapsos de la atención sanitaria de primera línea.
La temporada de gripe de 2018, por ejemplo, superó a los hospitales de todo el país, mostrando la escandalosa escasez de camas hospitalarias después de 20 años de recortes de la capacidad de hospitalización en aras al beneficio (la versión del sector de la gestión just-in-time de las existencias). Los cierres de clínicas privadas y de organizaciones benéficas y la escasez de personal, impuestos igualmente por la lógica de mercado, han devastado los servicios sanitarios en las comunidades más pobres y zonas rurales, trasladando la carga a hospitales públicos infradotados y clínicas para veteranos. Los servicios de urgencias de estos centros ya son incapaces de afrontar las infecciones estacionales, de modo que ¿cómo podrán hacer frente a una sobrecarga inminente de casos críticos?
Nos hallamos en las primeras fases de un Katrina sanitario. Pese a las advertencias durante años con respecto a la gripe aviar y otras pandemias, las existencias de equipos de emergencia básicos, como respiradores, son insuficientes para atender la esperada afluencia de casos críticos. Los sindicatos combativos del personal sanitario en California y otros Estados se ocupan de que todo el mundo comprenda los graves peligros creados por el acopio insuficiente de dispositivos protectores esenciales como las mascarillas N95. Todavía más vulnerables, por ser invisibles, son los cientos de miles de trabajadoras y trabajadores de cuidados domésticos y de residencias de ancianos, mal pagados y con sobrecarga de trabajo.
Las residencias de ancianos y el sector de cuidados, que atienden a dos millones y medio de estadounidenses de edad avanzada, en su mayoría acogidos a Medicare, son desde hace tiempo un escándalo nacional. Según el New York Times, nada menos que 380.000 pacientes de residencias de ancianos mueren cada año debido al incumplimiento por parte de estas entidades de los procedimientos básicos de control de infecciones. A muchos centros –especialmente en los Estados sureños– les resulta más barato pagar multas por negligencia sanitaria que contratar a personal adicional e impartir la debida formación. Ahora, como advierte el ejemplo de Seattle, docenas y tal vez centenares de residencias de ancianos se convertirán en focos de coronavirus y sus empleados, que cobran el salario mínimo, optarán lógicamente por proteger a sus propias familias permaneciendo en sus casas. En este caso, el sistema podría colapsar y no podemos esperar que la Guardia Nacional se dedique a vaciar cuñas orinales.
El brote ha sacado a la luz de inmediato la profunda divisoria de clase en la atención sanitaria: quienes gozan de buenos seguros médicos y también pueden trabajar o enseñar desde su casa están cómodamente aislados por poco que cumplan determinadas medidas de seguridad prudentes. El personal de la función pública y otros grupos de trabajadores sindicados con cobertura médica digna tendrán que tomar difíciles decisiones entre ingreso y protección. Mientras, millones de trabajadores mal pagados del sector servicios, jornaleros, temporeros sin cobertura sanitaria, parados y personas sin techo estarán totalmente desamparados. Por mucho que Washington resuelva finalmente la falta de equipos de prueba y consiga suministrar un número suficiente de kits, las personas no aseguradas seguirán teniendo que pagar a médicos y hospitales para que les hagan la prueba. La factura sanitaria de las familias se disparará al mismo tiempo que millones de trabajadores y trabajadoras perderán su empleo y el seguro médico asociado al mismo. ¿Puede haber un argumento más sólido y urgente a favor de Medicare universal?
III
Pero la sanidad universal no es más que un primer paso. Es decepcionante, por decirlo suavemente, que en los debates de las primarias ni Sanders ni Warren hayan denunciado la abdicación de las grandes empresas farmacéuticas de toda actividad de investigación y desarrollo de nuevos antibióticos y antivirales. De las 18 empresas más grandes, 15 han abandonado totalmente esta actividad. Los medicamentos para el corazón, los calmantes adictivos y los tratamientos de la impotencia masculina encabezan la lista de los más rentables, pero no los destinados a combatir las infecciones hospitalarias, las nuevas enfermedades y las tradicionales patologías tropicales. Una vacuna universal contra la gripe –es decir, una vacuna que actúa sobre las partes inmutables de las proteínas superficiales de los virus– ha sido durante décadas una posibilidad, pero nunca una prioridad rentable.
A medida que retrocede la revolución de los antibióticos reaparecerán viejas enfermedades junto con nuevas infecciones, y los hospitales se convertirán en osarios. Hasta Trump puede despotricar con oportunismo contra los absurdos costes de prescripción, pero necesitamos una visión más valiente que busque romper los monopolios farmacéuticos y asegurar la producción pública de medicamentos esenciales. (Esto solía ser habitual: durante la Segunda Guerra Mundial, el ejército enroló a Jonas Salk y otros investigadores para desarrollar la primera vacuna contra la gripe). Tal como escribí hace quince años en mi libro The Monster at Our Door–The Global Threat of Avian Flu.[1] El acceso a medicamentos esenciales, incluidas las vacunas, los antibióticos y los antivirales, debería ser un derecho humano, disponible universalmente a título gratuito. Si los mercados son incapaces de ofrecer incentivos para producir tales medicamentos a bajo coste, entonces los gobiernos y las organizaciones sin ánimo de lucro deberían asumir la responsabilidad de su fabricación y distribución. La supervivencia de la gente pobre debe constituir siempre una prioridad más importante que las ganancias de las grandes compañías farmacéuticas.
La pandemia actual amplía el argumento: la globalización capitalista demuestra ahora ser biológicamente insostenible en ausencia de una verdadera infraestructura sanitaria pública internacional. Esta infraestructura no existirá jamás hasta que los movimientos sociales acaben con el poder de las grandes compañías farmacéuticas y con el negocio de la sanidad.
Mike Davis: Sociólogo, historiador, teórico urbano y activista político estadounidense.
Traducción: viento sur