Recomiendo:
0

De cómo Latinoamérica se ha convertido en la única zona libre de gulags estadounidenses dedicados a torturar por todo el planeta

Fuentes: TomDispatch.com

Traducido para Rebelión por Sinfo Fernández

El mapa nos revela la historia. Para ilustrar un nuevo informe incriminatorio: «Globalizing Torture: CIA Secret Detentions and Extraordinary Rendition» [Globalizando la tortura: las detenciones secretas y las entregas extraordinarias de la CIA], recientemente publicado por el Open Society Institute, el Washington Post introdujo un gráfico asimismo incriminatorio, empapado en rojo, como si de sangre se tratara, mostrando que en los años posteriores al 11-S, la CIA convirtió el mundo entero en un archipiélago de gulags.

Retrocediendo hasta los primeros años del siglo XX, en aquella época se utilizaba un mapa parecido de tonos rojizos para indicar el alcance global del Imperio Británico, donde, según decían, el sol no se ponía nunca. Al parecer, entre el 11-S y el día en que George W. Bush dejó la Casa Blanca, tampoco se puso el sol en las torturas patrocinadas por la CIA.

Del total de 190 países existentes en el planeta, una impactante cifra de 54 participaron de diversas formas en ese sistema estadounidense de tortura cobijada en las prisiones o «sitios negros» de la CIA, permitiendo que su espacio aéreo y sus aeropuertos se utilizaran para vuelos secretos, proporcionando inteligencia, secuestrando a nacionales de otros países o a sus propios ciudadanos y entregándoselos a agentes de EEUU para que a su vez se los «entregaran» a terceros países, como por ejemplo Egipto y Siria. La marca de esa red, escribe Open Society, ha sido la tortura. Su informe documenta los nombres de 136 personas devastadas en lo que se dice es una operación en curso, aunque sus autores dejan claro que la cifra total, implícitamente mucho más alta, «seguirá siendo desconocida» debido al «extraordinario nivel de secretismo del gobierno en relación con las detenciones secretas y las entregas extraordinarias».

Ninguna región se libra de la mancha. Ni Estados Unidos, sede del mando central global del gulag, ni Europa, ni Oriente Medio, ni África, ni Asia. Ni siquiera la socialdemócrata Escandinavia. Suecia se encargó de facturar al menos a dos personas en dirección a la CIA, que fueron después entregadas a Egipto, donde se las sometió a electroshock, entre otras torturas. Es decir, ninguna región se salva, excepto Latinoamérica.

Lo que resulta más sorprendente en el mapa del Post es que ninguna porción de ese horror de color vino oscuro tiña a Latinoamérica; es decir, ninguno de sus países, de lo que solía llamarse «patio trasero» de Washington, participó en entregas ni dirigió ni apoyó la tortura y abusos a los «sospechosos de terrorismo» de Washington. Ni siquiera Colombia, que durante las últimas dos décadas se aproximó bastante a la noción de cercanos estados clientelistas de EEUU que existían en la zona. Es verdad que una manchita roja debería aparecer sobre Cuba, pero eso sólo serviría para poner de relieve que Teddy Roosevelt se apoderó «a perpetuidad» en 1903 de la bahía de Guantánamo para instalar allí una base de Estados Unidos.

Dos, tres, muchas CIAs

¿Cómo es que Latinoamérica se ha convertido en el territorio libre de este nuevo mundo distópico de sitios negros y vuelos a medianoche, en el Sión de esta matrix militarista (como dirían los fans de las películas de los Wachowskis)? Después de todo, fue en Latinoamérica donde una anterior generación de contrainsurgentes estadounidenses y locales apoyados por los primeros puso en marcha un prototipo de la Guerra Global contra el Terror de Washington del siglo XXI.

Incluso antes de la Revolución Cubana de 1959, antes de que el Che Guevara instara a los revolucionarios a crear «dos, tres, muchos Vietnams», Washington estaba ya dispuesto a establecer dos, tres, muchas agencias de inteligencia centralizadas en Latinoamérica. Como Michael McClintock muestra en su indispensable libro «Instruments of Statecratf», de finales de 1954, unos cuantos meses después del infame golpe de la CIA en Guatemala que derrocó a un gobierno democráticamente elegido, el Consejo Nacional de Seguridad recomendó por vez primera reforzar «las fuerzas internas de seguridad de los países amigos».

En la región, esto significó tres cosas. Primera: que agentes de la CIA y otros funcionarios estadounidenses se pusieran a trabajar en la «profesionalización» de las fuerzas de seguridad de diversos países a nivel individual, como Guatemala, Colombia y Uruguay; es decir, se trataba de convertir los brutales aunque a menudo torpes y corruptos aparatos locales de inteligencia en eficientes y «centralizadas» aunque brutales agencias capaces de recoger información, analizarla y almacenarla. Y más importante aún, se encargaban de coordinar las diferentes ramas de las fuerzas de seguridad de cada país -policía, ejército y escuadrones paramilitares- para que actuaran a partir de esa información, a menudo de formal letal y siempre despiadadamente.

Segunda: EEUU amplió enormemente el mandato de estas agencias mucho más eficientes y eficaces, dejando claro que en su cartera se incluía no sólo la defensa nacional sino el crimen internacional. Tenían que ser la vanguardia de la guerra global por la «libertad» y el reino del terror anticomunista en el hemisferio.

Tercera: nuestros hombres en Montevideo, Santiago, Buenos Aires, Asunción, La Paz, Lima, Quito, San Salvador, la ciudad de Guatemala y Managua tenían que ayudar a sincronizar los trabajos de las fuerzas de seguridad de las diferentes naciones.

El resultado fue el terror de Estado a escala casi continental. En los años setenta y ochenta del siglo XX, la Operación Cóndor del dictador chileno Augusto Pinochet, que reunió a los servicios de inteligencia de Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y Chile, fue el más infame de los consorcios del terror trasnacionales de Latinoamérica, llegando a perpetrar masacres hasta en Washington DC, París y Roma. EEUU había ya ayudado con anterioridad a poner en marcha operaciones parecidas en otros lugares del hemisferio Sur, especialmente en Centroamérica durante los años sesenta.

Cuando la Unión Soviética se desmoronó en 1991, cientos de miles de latinoamericanos habían sido torturados, asesinados, estaban desaparecidos o encarcelados sin juicio, gracias sobre todo a las habilidades y apoyos organizativos proporcionados por EEUU. En aquellos momentos, Latinoamérica era el gulag y patio trasero de Washington. Tres de los actuales presidentes de la región -José Mujica, de Uruguay; Dilma Roussef, de Brasil; y Daniel Ortega, de Nicaragua- fueron víctimas de ese reino del terror.

Cuando terminó la Guerra Fría, los grupos por los derechos humanos empezaron la hercúlea tarea de desmantelar la red, profundamente empotrada y de amplitud continental, de operativos de inteligencia, prisiones secretas y técnicas de tortura, sacando de los gobiernos a los ejércitos de toda la región y devolviéndolos a sus cuarteles. En los años de la década de 1990, Washington no sólo no se interpuso en este proceso, sino que en realidad echó una mano en la despolitización de las fuerzas armadas de América Latina. Muchos creían que con la Unión Soviética fuera de juego, Washington podría proyectar ahora su poder en su propio «patio trasero» a través de medios más suaves como acuerdos comerciales internacionales y otras formas de apalancamiento económico. Pero entonces se produjo el 11-S.

¡Cielo Santo!

A finales de noviembre de 2002, precisamente cuando en el resto del mundo iba tomando forma el guión de los programas de detenciones secretas y entregas extraordinarias de la CIA, el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld voló 8.000 kilómetros hasta Santiago, en Chile, para asistir a una reunión hemisférica de ministros de defensa. «Ni que decir tiene», dijo no obstante Rumsfeld, «que no habría hecho toda esta distancia si no pensara que la reunión era extremadamente importante». En efecto, lo era.

Esto tuvo lugar tras la invasión de Afganistán pero antes de la invasión de Iraq y Rumsfeld volaba alto, dejando caer también la frase «11 de septiembre» cada vez que tenía ocasión. Quizá desconocía el significado especial que la fecha tenía en Latinoamérica, pero 29 años antes, en el primer 11-S, un golpe del General Pinochet y su ejército, con el apoyo de la CIA, acabó con la vida del presidente de Chile Salvador Allende, un presidente elegido democráticamente. ¿O acaso sabía en realidad lo que significaba? ¿Qué objetivo perseguía? Después de todo, una nueva lucha global por la libertad, una proclamada Guerra Global contra el Terror, estaba ya en marcha y Rumsfeld había llegado para alistar reclutas.

Allí, en Santiago, en la ciudad a partir de la cual Pinochet había llevado a cabo la Operación Cóndor, Rumsfeld y otros funcionarios del Pentágono intentaron vender lo que ahora denominaban «integración» de «diversas habilidades especializadas a fin de conseguir capacidades regionales más amplias», una forma insípida de describir el secuestro, la tortura y asesinato que ya habían puesto en marcha en otros lugares. «Los acontecimientos por todo el mundo antes y después del 11-S nos han hecho ver las ventajas», decía Rumsfeld, «de que las naciones trabajen juntas para enfrentar la amenaza terrorista».

«¡Cielo Santo!», dijo Rumsfeld a un periodista chileno, «el tipo de amenazas a que nos enfrentamos es global». Latinoamérica estaba en paz, admitió, pero tenía que hacer una advertencia a sus dirigentes: no deberían dormirse y creer que el continente estaba a salvo de los nubarrones que se concentraban por doquier. Los peligros existen: «antiguas amenazas, como las drogas, el crimen organizado, el tráfico ilegal de armas, la toma de rehenes, la piratería y el blanqueo de dinero; nuevas amenazas, como el delito informático; y otras amenazas, que desconocemos y que pueden aparecer sin previo aviso».

«Esas nuevas amenazas», añadió de forma inquietante, «deben contrarrestarse con nuevas capacidades». Gracias al informe de Open Society, podemos captar muy bien qué quería decir exactamente Rumsfeld con lo de las «nuevas capacidades».

Por ejemplo, pocas semanas antes de la llegada de Rumsfeld a Santiago, EEUU se puso en marcha partir de la información falsa proporcionada por la Real Policía Montada del Canadá y detuvo a Maher Arar, que ostenta doble ciudadanía, siria y canadiense, en el aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York y después se lo entregó a una «Unidad Especial de Traslado». Primero le hicieron volar a Jordania, donde le estuvieron golpeando, después a Siria, un país con una zona horaria cinco horas por delante de Chile, donde lo transfirieron a los torturadores locales. El 18 de noviembre, cuando Rumsfeld estaba dando su discurso en Santiago, daban las cinco de la tarde en la celda «estilo tumba» de una prisión siria donde iba pasar el siguiente año sometido a torturas.

Ghairat Baheer fue capturado en Pakistán unas tres semanas antes del viaje a Chile de Rumsfeld, para arrojarle a una prisión controlada por la CIA en Afganistán llamada Salt Pit [Hoyo Salado]. Mientras el secretario de defensa alababa el retorno de Latinoamérica al imperio de la ley tras los oscuros días de la Guerra Fría, pudiera ser que Baheer estuviera siendo sometido a una de sus sesiones de tortura «colgado desnudo durante horas y horas».

Un mes antes de la visita de Rumsfeld a Santiago, el nacional saudí Abd al Rahim al Nashiri fue transportado a Salt Pit, después de haber pasado «por otro sitio negro en Bangkok, Tailandia, donde fue sometido a simulacros de ahogamiento». Después le hicieron pasar por Polonia, Marruecos, Guantánamo, Rumanía y de vuelta a Guantánamo, donde permanece ahora. Durante el camino, los interrogadores estadounidenses le sometieron a un «simulacro de ejecución con una taladradora mientras le mantenían desnudo y encapuchado»; también le atormentaron «pegando a su cabeza un revólver semiautomático mientras le mantenían sentado y con grilletes delante de ellos». Sus interrogadores «le amenazaron también con traer a su madre y abusar sexualmente de ella frente a él».

De forma similar, un mes antes de la reunión de Santiago, trasladaban en un vuelo al yemení Bashi Nasir Ali Al Marwalah al Campo Rayos-X en Cuba, donde permanece hasta el momento.

Menos de dos semanas después de que Rumsfeld jurara que EEUU y Latinoamérica compartían «valores comunes», el Mullah afgano Habibullah murió «tras los graves malos tratos» a que le sometieron bajo custodia de la CIA en algún lugar denominado «Punto de Recogida de Bagram». Una investigación militar estadounidense «concluyó que la utilización de posiciones de estrés y privación de sueño, combinada con otros malos tratos… causaron, o contribuyeron de forma directa, a su muerte».

Dos días después del discurso del secretario de defensa en Santiago, el agente encargado del caso en Salt Pit había desnudado a Gul Rahma y le había dejado encadenado al suelo de hormigón sin mantas. Rahma murió congelado.

Y el informe de Open Society continúa… con más y más casos parecidos.

Territorio Libre

Rumsfeld abandonó Santiago sin haber conseguido compromisos firmes. Algunos de los ejércitos de la región se vieron tentados por las supuestas oportunidades ofrecidas por la visión del Secretario de fusionar la lucha contra el crimen con una campaña ideológica contra el Islam radical, una guerra unificada en la que todo quedaba subordinado al mando estadounidense. Como ha señalado el politólogo Brian Loveman, más o menos en el momento de la visita de Rumsfeld a Santiago, la cúpula del ejército argentino recogía la última serie de planteamientos de Washington, insistiendo en que «había que tratar la defensa de forma integral», sin falsas divisiones que separasen la seguridad interna de la externa.

Pero la historia no se puso del lado de Rumsfeld. Su viaje a Santiago coincidió con el épico torbellino financiero de Argentina, de los peores que se recuerdan de la historia. Supuso el enorme colapso del modelo económico -considerado como reaganismo a lo bestia- que Washington había estado promoviendo en Latinoamérica desde los últimos años de la Guerra Fría. Pronto llegaría al poder en gran parte del continente una nueva generación de izquierdistas comprometidos con la idea de la soberanía nacional y de limitar la influencia de Washington en la región, con una visión muy distinta a la de sus predecesores.

Hugo Chávez era ya el presidente de Venezuela. Tan sólo un mes antes del viaje de Rumsfeld a Santiago, Luiz Inácio Lula da Silva ganó la presidencia de Brasil. Pocos meses después, a principios de 2003, en Argentina elegían a Néstor Kirchner, quien poco después puso fin a los ejercicios militares conjuntos de su país con EEUU. En los años siguientes, EEUU fue experimentando un revés tras otro. Por ejemplo, en 2008, Ecuador desalojó al ejército estadounidense de la Base Aérea de Manta.

En ese mismo período, la administración Bush corría a invadir Iraq, un acto al que se oponían la mayor parte de los países latinoamericanos y que ayudó a liquidar lo que quedaba de benevolencia estadounidense hacia la región tras el 11-S. Iraq pareció confirmar las peores sospechas de los nuevos dirigentes del continente: que lo que Rumsfeld estaba intentando vender como fuerza internacional «de pacificación» era poco más que el intento de utilizar a los soldados latinoamericanos como gurkas en una unilateral y renovada guerra imperial.

La «cortina de humo» de Brasil

Los cables diplomáticos publicados por WikiLeaks muestran el nivel de rechazo de Brasil ante los esfuerzos de Washington para pintar la región de rojo en su nuevo mapa global de gulags.

Por ejemplo, un cable de mayo de 2005 del Departamento de Estado revela que el gobierno de Lula rechazó «múltiples peticiones» de Washington para que admitiera a los prisioneros liberados de Guantánamo, especialmente un grupo de unos quince uigures que EEUU retenía desde 2002 y que no podía enviar de vuelta a China.

«La posición de Brasil respecto a este tema no ha cambiado desde 2003 y no es probable que cambie en el predecible futuro», decía el cable. Seguía diciendo que el gobierno de Lula consideraba todo el sistema que Washington había levantado en Guantánamo (y por todo el mundo) como una burla del derecho internacional. «Todos los intentos de discutir esta cuestión con las autoridades brasileñas», concluía el cable, «fueron rotundamente rechazadas o aceptadas de mala gana».

Además, Brasil se negó a cooperar con los esfuerzos de la administración Bush para crear una versión del Acta Patriótica en el Hemisferio Occidental. Por ejemplo, se negaron a revisar su código legal de forma que se rebajaran los niveles de pruebas necesarias para demostrar una conspiración, a la vez que trataban de ampliar la definición de lo que una conspiración criminal suponía.

Lula estuvo mareando la perdiz durante años, pero parece que el Departamento de Estado no se daba cuenta de lo que estaba haciendo hasta abril de 2008, cuando uno de sus diplomáticos escribió un memorando tildando de «cortina de humo» el supuesto interés de Brasil en reformar su código legal para ajustarse a los deseos de Washington. El gobierno brasileño, se quejaba en otro de los cables revelados por WikiLeaks, tenía miedo de que una definición más amplia de terrorismo pudiera utilizarse para ir contra los «integrantes de lo que consideran legítimos movimientos sociales en lucha por una sociedad más justa». Al parecer, no era posible «redactar una legislación antiterrorista que excluyera las acciones» de la base social de izquierdas de Lula.

Un diplomático estadounidense se lamentaba de que esta «mentalidad» -es decir, una mentalidad que respetaba realmente las libertades civiles- «supone serios desafíos a nuestros esfuerzos para reforzar la cooperación en contraterrorismo o promover la aprobación de legislación antiterrorista». Además, al gobierno brasileño le preocupaba que la legislación fuera a utilizarse contra los árabes-brasileños, de los que hay muchos en el país. Uno puede imaginar que si Brasil y el resto de Latinoamérica se hubieran apuntado para participar en el programa de entregas extraordinarias de Washington, la Open Society habría tenido que añadir a su lista muchos más nombres de resonancias árabes.

Finalmente, cable tras cable, WikiLeaks reveló que Brasil ninguneaba los esfuerzos de Washington para aislar a Hugo Chávez de Venezuela, lo que habría sido un paso necesario si EEUU hubiera arrastrado a Sudamérica hacia su panda contraterrorista.

Por ejemplo, en febrero de 2008, el embajador de EEUU ante Brasil Clifford Sobell se reunión con el Ministro de Defensa de Lula, Nelson Jobim, para quejarse de Chávez. Jobim le dijo a Sobell que Brasil compartía «su preocupación ante la posibilidad de que Venezuela exportara inestabilidad», Jobim le indicó, en cambio, que su gobierno «apoya la creación de un ‘Consejo de Defensa de Sudamérica’ para integrar a Chávez en la corriente mayoritaria».

Hay sólo un truco ahí: ¡que el Consejo de Defensa de Sudamérica había sido idea de Chávez! Era parte de sus esfuerzos, en asociación con Lula, para crear instituciones independientes paralelas a las que Washington controlaba. El memorando concluía con el embajador estadounidense señalando lo curioso que era que Brasil utilizara la «idea de Chávez para cooperar en defensa» como parte de una «supuesta estrategia de contención de Chávez».

Poniéndole la zancadilla a la maquinaria perfecta de la guerra perpetua

Incapaz de poner en marcha su estrategia contraterrorista post-11/S en toda Latinoamérica, la administración Bush tuvo que retroceder. A cambio, intentó construir una «maquinaria perfecta de guerra perpetua» en un corredor que iba desde Colombia a través de Centroamérica hasta México. El proceso de militarización en esa región más limitada, a menudo con el pretexto de combatir «las drogas», ha ido en todo caso incrementándose durante los años de Obama. Centroamérica ha sido, de hecho, el único lugar donde el SOUTHCOM -el mando del Pentágono que cubre Centroamérica y Sudamérica- puede actuar más o menos a voluntad. Una mirada a ese otro mapa, reunido por el Fellowship of Reconciliation, hace que la región parezca una inmensa pista de aterrizaje de aviones no tripulados y vuelos para contener el narcotráfico.

Washington sigue presionando y sondeando más hacia el sur, intentando establecer de nuevo un bastión militar más fuerte en la región y tendiendo el lazo en lo que ahora es una cruzada menos ideológica y más tecnocrática pero que sigue teniendo aspiraciones globales. Por ejemplo, a los estrategas militares estadounidenses les gustaría muchísimo tener una pista de aterrizaje en la Guyana francesa o en la parte de Brasil que sobresale por el Atlántico. El Pentágono la utilizaría como trampolín para su cada vez mayor presencia en África, para coordinar el trabajo del SOUTHCOM con el último mando global, el AFRICOM.

Pero, por ahora, Sudamérica le ha puesto la zancadilla a la maquinaria. Volviendo a lo del mapa del Washington Post, merece la pena celebrar el simple hecho de que en una parte del mundo, en este siglo al menos, el sol no se levanta nunca sobre la tortura coreografiada por Estados Unidos.

Greg Grandin es un colaborador habitual de TomDispatch y autor de «Fordlandia: The Rise and Fall of Henry Ford’s Lost Jungle City«, finalista del Premio Pulitzer. Próximamente publicará «Empire of Necessity: Slavery, Freedom and Deception in the New World», en Metropolitan Books.

Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175650/tomgram%3A_greg_grandin%2C_why_latin_america_didn%27t_join_washington%27s_counterterrorism_posse/#more