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Regularización de migrantes: una necesidad, una oportunidad

De las torturas en Libia a la miserable paz de una chabola en Lepe: «A veces trabajo con los papeles de otro»

Fuentes: Público
Un trabajador migrante se lava las manos en el asentamiento en el que vive en Lepe, Huelva, en julio de 2020.- JAIRO VARGAS

Adagra recaló en la localidad onubense hace más de dos años, tras llegar a Italia desde Libia. Aquí nunca le ha faltado trabajo en el campo y confía en que su jefe le ayude a regularizar su situación si logra acreditar tres años de estancia en el país. «Lo peor de Lepe es la gente. Solo existimos para trabajar; luego, nos ignoran», lamenta este marfileño de 39 años.

En Lepe, junto a la carretera nacional que viene de Cartaya, hay una trocha entre pinos que no debería llevar a ninguna parte. No hay sendero más allá de las huellas de sandalia o pies descalzos que han aplastado la hierba tantas veces ya que dejan intuir, serpenteante, la tierra rojiza y suelta que se agarra a cualquier pliegue de la piel. A los costados del camino, casi como hitos de cuneta, se disponen al tuntún garrafas, bidones y botellas de agua; todas llenas, en hilera, cargadas hasta donde haya permitido el cansancio de quien vive sin un grifo cerca.

Una verja de alambre oxidada, dada ya de sí por diarias idas y venidas, anuncia el final del sendero y entonces se pueden ver, al borde del barranco que se asoma a la calzada, unas 20 casetas, cubos casi perfectos de palés de madera, cartones y esfuerzo, todo forrado de plástico de invernadero. En una de ellas vive Adagra, de 39 años, que rápidamente limpia con su mano una mesa de plástico comida por el sol y rebusca en la parcela una silla que conserve las cuatro patas. «Siéntate, por favor», pide en un dificultoso castellano el anfitrión Adagra.

Aunque ese no es su verdadero nombre. No quiere que figure por la misma razón que no quiere mostrar al mundo la imagen que todos los días oculta a su hermana y a su hijo, a miles de kilómetros, en algún lugar de Costa de Marfil. «Yo no puedo hablar de esto a mi familia. Si yo les digo cómo vivo sé que van a sufrir«, reconoce. Por eso solo hace las videollamadas desde el pueblo, cerca de algún bar, en una plaza, «no puedo enseñarles esto», dice negando con la cabeza y enmarcando con los brazos la realidad obscena de su vida. «Les digo que todo está bien y les mando dinero cada mes. Cuando puedo, cien euros a mi hermana; a mi hijo, 200. Siempre, pase lo que pase», apunta.

Lleva aquí dos años y medio y, si no hay ningún incendio de esos tan comunes en los asentamientos de migrantes de la zona, o si ninguna máquina municipal arrasa su pequeño campamento, seguirá ahí hasta que pueda alquilar una casa. «Pero para eso necesito los papeles«, advierte. Está seguro de que, tarde o temprano, los conseguirá, aunque lamenta tener que sobrevivir así tanto tiempo —tres años, como mínimo— para lograrlo. «Si me dieran papeles mañana, yo soy la persona más feliz del mundo», sostiene; «cambiarían tantas cosas en mi vida…».

Adagra sabe que es indigno vivir en una chabola sin agua, sin luz, con calor extremo en verano, un frío terrible en invierno y donde, si llueve, se moja como si no hubiera techo porque, en realidad, no hay nada que se pueda llamar techo. Piensa que «no es humano» ver cómo tan solo a pocos cientos de metros, unos abren el grifo si tienen sed mientras que él tiene que acarrear bidones de agua si quiere beber y lavarse todos los días. Cree que no es justo vivir así a pesar de trabajar «duro, duro, muy duro» en el campo para que media Europa tenga fresas, arándanos, frambuesas o naranjas frescas. No entiende que pueda trabajar durante todo el año pero que lo único que haya recibido del Gobierno sea una orden de expulsión al denegarle su petición de asilo. Que lo único que reciba en Lepe, después de casi tres años, sea total indiferencia.

Adagra no es temporero, porque él no va ni viene. Él lleva ya dos años trabajando para un mismo jefe, «un buen jefe, una buena persona», asegura; que le trata bien, que respeta los horarios casi siempre, que le paga 40 euros cada peonada, que le viene a buscar y le lleva de vuelta todos los días desde la finca, en La Redondela, a 15 minutos en coche —qué buen trabajador tiene que ser Adagra—, y que le ha prometido que le hará un contrato de un año —lo que él necesita para poder pedir el permiso de residencia— en cuanto pueda demostrar que ha pasado los tres años de infamia e irregularidad a los que la Ley de Extranjería le tiene condenado. A él y a otros cientos de miles de extranjeros no comunitarios que viven en España, trabajan en España, pero a los que España ignora por completo.

«Nunca podré olvidar Libia»

Pero allí, entre los colchones sucios que ahora saca al exterior de su chamizo para aprovechar la brisa fresca de la noche de Huelva, entre restos de la lumbre donde cuece el arroz blanco o el té de la mañana, Adagra se siente «tranquilo», se siente «en paz», «afortunado» incluso, porque ha estado en lugares peores. No en su país, que abandonó ya ni se acuerda exactamente cuándo, donde se vive con la dignidad que da una casa, un patio, un cuarto de baño y una calle asfaltada, pero donde falta el trabajo digno. Luego descubrió que, en Europa, también falta para los que son como él.

Adagra habla de Libia, ese inferno del migrante, la última etapa antes arriesgar la vida en el Mediterráneo, un agujero negro del mundo donde pasó, recuerda, tres meses en prisión. «No puedo olvidar Libia nunca en mi vida, es imposible», casi susurra.

El marfileño no era un delincuente, solo un negro en un país fallido, profundamente racista, sumido en una nueva guerra civil, donde mafias y grupos armados trafican con todo, desde armas y petróleo hasta con personas como él. «Al mes de llegar a Libia me cogieron y me encerraron con más personas. Nos hacían llamar a nuestras familias para que mandaran dinero y poder irnos de allí», recuerda. «Nos pegaban todas las mañanas hasta que pudiéramos pagar, todo el día encerrados allí, muchas personas. Muy duro», describe. Pero un día, la guerra entre grupos armados llegó a su centro de detención. «¡Buuum!, ¡buuum!», recuerda. Una explosión sacudió su celda. «Gracias a Dios yo no morí, pude escapar, pero vi a dos compañeros muertos por la bomba», rememora. No fueron los únicos. Ni el suyo tampoco fue el único centro de detención de migrantes que acabó bombardeado. Después, otro mes de espera hasta echarse al mar en un bote de goma que llegó a Italia y, luego, alguien le dijo que era mejor buscar trabajo en España.

Lepe, donde se puede trabajar sin papeles

Así acabó en Binéfar (Huesca), donde muchos migrantes trabajan en mataderos o en el campo, siempre lugares ocultos, escondidos, donde solo hay españoles en los puestos de encargado, donde todo el mundo tiene miedo a quejarse de cualquier cosa. «Pero yo no tenía papeles y no encontraba trabajo allí», explica. Un compañero africano, que le acogía en su casa, le habló de Lepe, conocía a gente que iba hacia allá, «a la campaña de la fresa».

«Allí se puede trabajar sin papeles», le dijeron, y otro africano se unió a sus planes. Así fue como llegó hasta el final del sendero que no debería llevar a ninguna parte, donde arrastró palés y plásticos y se hizo la chabola en la que vive desde entonces. Vio que se podía trabajar sin contrato, no parecía importar mucho a quien necesita brazos y espaldas fuertes. Y lo que es peor, «podía trabajar con los papeles de otro. Nos los prestamos, algunos los alquilan. Puede haber tres contratos diferentes con los mismos papeles, de personas diferentes, sobre todo para la época de coger naranjas y mandarinas», confiesa. «Poco a poco», pensaba él. Poco a poco iría mejorando su vida. «Por eso, por Libia, todo esto me parece bien. Tengo trabajo, estoy tranquilo, mando dinero a mi familia. Aquí no hay problemas», afirma mientras su oscuro rostro ya se difumina con la noche cerrada que envuelve el asentamiento.

Chabolas de trabajadores migrantes en un asentamiento de Lepe, julio de 2020.- JAIRO VARGAS

Peor que la chabola, la gente

Pero más de dos años después, pocas cosas han cambiado. Adagra no tiene amigos, a excepción de Franco, que les deja a él y al resto de migrantes de su pequeño asentamiento cargar los móviles y coger agua en su cercana nave industrial, y de Antonio Abad, un activista que lleva años intentando mejorar la vida de estas personas en los asentamientos. «Son los únicos aquí que ayudan sin preguntar y sin pedirte nada después», sostiene. Adagra se siente fuera, muy al margen. «Lo peor no es la chabola. Lo que menos me gusta de todo es la gente. La gente de Lepe comme ci, comme ça«, dice en francés, «regular«, y menea la mano y estira la comisura de sus gruesos y oscuros labios y chasquea la lengua varias veces. «No quieren mucho a los africanos», resume.

Dice que hay dos realidades en Lepe que viven pero no conviven, paralelas casi siempre, pero que se cruzan a diario sin que puedan caminar juntas nunca. «Aquí solo existimos para trabajar, solo nos quieren para trabajo. Puedes encontrar en la calle a un español que ves en el trabajo todos los días, pero no te saluda. La gente de Lepe nos ignora, pero nosotros hacemos el peor trabajo, lo más duro», lamenta. Y piensa —está muy seguro— que eso cambiará cuando tenga los papeles en regla, cuando deje de ser «un africano» en situación irregular.

Aunque si se pregunta en otras chabolas, en otros asentamientos, es muy común encontrar a trabajadores con papeles y contrato desde hace años que no han logrado salir de sus cabañas. No es fácil que un migrante subsahariano pueda alquilar una casa. Hay desconfianza, hay un racismo cuya intensidad llega solo hasta ahí, pero ya es demasiado, denuncia Antonio Abad.

No tener papeles significa no existir, no poder abrir una cuenta en el banco y tener que guardar el dinero en casa de algún conocido o llevarlo encima siempre. Significa «no poder salir de aquí, no poder buscar tu vida, hacerla mejor en otro sitio, buscar otro trabajo mejor», enumera Adagra; significa no poder ver a la familia que dejó atrás, significa que tu dinero, en realidad, no vale para nada. «Si yo tengo 2.000 euros y un inmigrante con papeles tiene el mismo dinero, él puede comprar un billete de avión para ir a su país, estar dos o tres meses con su familia y volver. Él puede alquilar una casa, puede realizarse. Yo no puedo, mi dinero no sirve», resume.

«Somos muchos así, muchos inmigrantes en esta situación. No damos ningún problema, solo queremos trabajar y vivir bien. Hay trabajo, mucha gente trabajando sin papeles en Lepe, mucha gente cada año. Todo sería mucho mejor para nosotros si fuera más fácil tener papeles», considera el marfileño. No es el único que lo piensa en esta localidad donde, irregulares o no, han sido trabajadores esenciales que no han parado ni durante los momentos más duros de la pandemia.

Ahora, después de la cosecha, cientos de ellos duermen en cartones en la Plaza de España de Lepe. Sus chabolas ardieron hace más de un mes y nadie se preocupa por ellos. Piden un techo digno, piden tener derechos, piden una regularización amplia de migrantes para sentirse tratados como personas, no solo como mano de obra barata.

Fuente: https://www.publico.es/sociedad/regularizacion-migrantes-necesidad-oportunidad-torturas-libia-miserable-paz-chabola-lepe-veces-papeles.html