La palabra «secreto» deriva del latín «secretum», que en Plinio y Quintiliano significa lugar apartado, y sitio recóndito en Horacio y Virgilio. Para W. Bush significa achicar cada vez más el conocimiento público de su gestión. Paul McMasters, ombudsman del First Amendment Center sito en Arlington, acaba de señalar que en 1995 la administración norteamericana […]
La palabra «secreto» deriva del latín «secretum», que en Plinio y Quintiliano significa lugar apartado, y sitio recóndito en Horacio y Virgilio. Para W. Bush significa achicar cada vez más el conocimiento público de su gestión. Paul McMasters, ombudsman del First Amendment Center sito en Arlington, acaba de señalar que en 1995 la administración norteamericana confinaba cada año unos 3,6 millones de documentos en el rubro material clasificado. La cifra se cuadruplicó una década después: hoy asciende a 14 millones de documentos anualmente. Unos cuatro mil funcionarios del gobierno tienen la facultad de estampar el sello de «secreto» en notas, memorandums, minutas o expedientes. Otros centenares de miles respetan la consigna oficiosa de negar o retacear la información oficial no clasificada (www.firstamendmentcen ter.org, 14-3-05). Cómo. ¿EE.UU. no era una sociedad abierta? La Casa Blanca explica que su política de información de los actos de gobierno se angosta por razones de seguridad que impusieron los atentados del 11/9. McMasters piensa que son razones atendibles, pero que las restricciones «van mucho más allá de las necesidades atinentes a la seguridad». Y luego: «En realidad, el gobierno Bush ya procuraba agresivamente acotar el flujo de información al público mucho antes del 11/9». En efecto: una de las primeras medidas que tomó W. en su mandato anterior fue prohibir la desclasificación de miles de documentos del gobierno Reagan que debía ya comenzar en aplicación de la Ley de actas presidenciales de 1978. En octubre del 2001 el Departamento de Justicia recortó con gusto y gana el acceso del Congreso y del público en general a la información sobre los actos del Poder Ejecutivo, un acceso garantizado por la Ley de libertad de información (FOIA, por sus siglas en inglés) que se promulgó en 1966. No es del dominio público la política energética que diseñó un grupo de trabajo dirigido por el vicepresidente Dick Cheney, ni se sabe con exactitud qué corporaciones del ramo participaron en su elaboración. Tampoco se conoce cómo se está aplicando la llamada Ley patriótica, que cercena los derechos civiles de la sociedad civil norteamericana. Aunque más de una vez la Casa Blanca rechazó el acceso a información sobre el trato propinado a los prisioneros en Guantánamo y Abu Ghraib que solicitaba el Congreso, éste no se da por aludido. Más bien todo lo contrario: a fines de 2002 aprobó rápida y abrumadoramente la Ley de seguridad interior, que despoja a las organizaciones civiles y al propio Congreso de ejercicios amparados por la FOIA, como la desclasificación de ciertos informes que las empresas privadas elevan voluntariamente al Departamento de Seguridad Interior. El secreto también rodea el uso actual de las aulas universitarias como ámbitos de capacitación encubierta de futuros agentes de la CIA y/o de otros servicios de espionaje. Esto empezó a ocurrir diez años antes del 11/9, cuando en las universidades norteamericanas se introdujo el Programa de educación en materia de seguridad nacional (NSEP, por sus siglas en inglés), que impulsó -para algunos- el aprendizaje de lenguas extranjeras de una manera peculiar. Las becas corrientes, otorgadas por la Fulbright o en virtud de leyes federales, consisten en unos pocos miles de dólares anuales, pero los becarios del NSEP reciben hasta más de 40.000 al año. Son estudiantes especiales: se inscriben en el programa «a pedido» y con la condición de trabajar luego para organismos de seguridad y de inteligencia estadounidenses no especificados. No es difícil intuir quién los financia. Varios organismos académicos criticaron y aun condenaron la intrusión del NSEP en las universidades, pero todavía no reaccionan ante el establecimiento del Programa de becarios de inteligencia Pat Roberts (PRISP, por sus siglas en inglés), más amenazador aún para la vida en los campus. Calladamente, el Congreso aprobó el año pasado una ley que, entre otras cosas, destina cuatro millones de dólares a la financiación del PRISP. El catedrático David Rice ha denunciado que no se conoce el nombre de quiénes son becados, ni en qué universidades estudian. Se sabe, sí, que deben ser norteamericanos, hacer una pasantía «durante al menos un verano en la CIA o en otros organismos», que son investigados con la misma minuciosidad que se dedica a los espías en actividad. Y tampoco es difícil intuir que el estudio no ha de ser su único afán universitario. En el sitio www.intelligenceca reers.com se especifica a quiénes se desea reclutar en el marco del PRISP: «Expertos con conocimientos avanzados sobre China, Medio Oriente, Corea, Asia Central, el Cáucaso» y en especial a graduados con algún dominio previo del «chino, árabe, persa, urdu, pashtún, farsi, coreano, o de un idioma de Asia Central o del Cáucaso como georgiano, turcomano, tayik o uzbeko». La voluntad imperial de los «halcones-gallina» ha acuñado los objetivos del PRISP y clandestinizado a sus becarios. Las políticas de la Casa Blanca, como las flores nocturnas, sólo se abren en la oscuridad