Jameel Jaffer y Amrit Singh, abogados de la Unión Estadounidense de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), escrutaron durante años más de 100.000 páginas de documentos desclasificados del gobierno Bush sobre el trato propinado a los presuntos terroristas prisioneros en Abu Ghraib, Guantánamo y otros centros de detención estadounidenses. Asentaron en la introducción […]
Jameel Jaffer y Amrit Singh, abogados de la Unión Estadounidense de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), escrutaron durante años más de 100.000 páginas de documentos desclasificados del gobierno Bush sobre el trato propinado a los presuntos terroristas prisioneros en Abu Ghraib, Guantánamo y otros centros de detención estadounidenses. Asentaron en la introducción de su libro Administration of torture (Columbia University Press, 2007) que esa documentación «muestra sin ambigüedad alguna que la administración ha adoptado algunos de los métodos de los regímenes más tiránicos» y que altos funcionarios civiles y militares aprobaron el maltrato, la tortura y aun el asesinato de civiles presos «a veces tolerándolos, a veces alentándolos, y a veces autorizándolos expresamente». «No aprobamos la tortura. Nunca ordené torturar. Nunca ordenaré torturar», supo decir W. Bush (www. whitehouse.gov, 22-6-04). Se ve.
El capitán de corbeta Mathew Díaz no necesitó examinar esos documentos para conocer el tema. Abogado de la marina de EE.UU. con una carrera brillante, Díaz estaba convencido de que los detenidos en Guantánamo eran peligrosísimos cuando fue enviado a esa base por seis meses, paso previo a su ascenso a capitán de fragata «por su incuestionable integridad», dijo su jefe. Y percibió lo que no esperaba: presos por tiempo indeterminado sometidos a torturas, sin nombre conocido y sin defensa letrada. Como abogado, juzgó que el Pentágono violaba el fallo de la Corte Suprema que otorga a esos detenidos el derecho a presentar un hábeas corpus y que esto era intolerablemente ilegal.
En enero del 2005, Díaz reunió en su computadora toda la información que pudo sobre los prisioneros, empezando por su nombre -desconocerlo dificultaba la labor de sus posibles defensores- y elaboró un documento de 39 páginas que llevó consigo -disimulado en una carpeta de regalo- cuando acabó su misión. Su propósito era claro: denunciar el estado de las cosas en Guantánamo. Envió anónimamente la carpeta a la ACLU y sus directivos se rompieron la cabeza varias semanas -¿sería cierta la información o no?- antes de enviarla al tribunal correspondiente. Díaz siempre supo que ponía en juego su carrera. Descubierto, fue condenado a seis meses de prisión, no por deslealtad o por poner en peligro la seguridad nacional, más bien por atenerse a las reglas. Dicho de otra manera: por opinar que no se justificaban los malos tratos ni el confinamiento por tiempo indefinido de los presuntos terroristas, y actuar en consecuencia. Hace falta coraje moral para hacerlo, especialmente en un oficial sujeto a la disciplina militar y en el clima que se vive en EE.UU. Díaz lo tuvo.
Su caso evoca el de otro abogado militar, Helmuth von Moltke, descendiente de nobles prusianos como el mariscal Graf von Moltke, fallecido en 1891, y su sobrino Ludwig, jefe de Estado Mayor del ejército alemán de 1906 a 1914. A Helmuth le tocó el nazismo y pronto conoció la barbarie del régimen. «Mientras estoy aquí sentado -escribió a su mujer Freya en octubre de 1941-, se llevan a cabo numerosas, ejecuciones en Francia. Más de mil personas son asesinadas cada día y miles de alemanes se acostumbran a ello. Y sin embargo, todo eso es un juego de niños comparado con lo que pasa en Polonia y Rusia. ¿Es para mí posible saber esto y quedarme sentado en casa, en mi departamento con calefacción, tomando té? ¿No me convierto en culpable por no hacer nada? Y qué diré cuando me pregunten qué hice en estos tiempos difíciles?» Letters to Freya: 1939-1945, Knopf, 1990.)
Y sí hizo algo. No sólo salvó la vida de judíos: con un círculo de amigos preparaba documentos para procesar a sus colegas por crímenes de guerra y contra la humanidad cuando la derrota alemana lo permitiera. Helmut sabía perfectamente que corría el riesgo de ser fusilado. Encontró ese destino en los meses finales de la guerra. En la última carta a su mujer, fechada el 11 de enero de 1945, escribe que se enfrentó al juez militar «no como protestante, no como gran terrateniente, no como noble, no como prusiano, no como alemán, sino como un cristiano simplemente». Pero no él hablaba con Dios, como W. Bush.
No faltan en Europa calles y plazas que llevan el nombre de Helmut von Moltke y tal vez algún día lo mismo suceda con el de Mathew Díaz. Es extraño que nada de eso ocurra con los nombres de los abogados que defendieron a presos políticos y presentaron hábeas corpus por los desaparecidos bajo las dictaduras militares del Cono Sur y de América Central. Solamente en Argentina decenas de ellos fueron a su vez «desaparecidos». ¿La razón? Tenían coraje moral.