El siguiente ensayo es un resumen del prefacio del libro de Henry Giroux «Hearts of Darkness: Torturing Children in the War on Terror» [«Corazones tenebrosos: Torturando a los niños en la guerra contra el terror»] -Paradigm Publishers 2010-. Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Desde que empezó el siglo XXI, estamos viviendo un período histórico en el cual Estados Unidos ha ido renunciando a sus más tenues proclamas democráticas. Las estructuras a través de las cuales la democracia reconoce a otros seres humanos como merecedores de respeto, dignidad y derechos humanos se han sacrificado en aras de un modo de hacer política y cultura que devino sencillamente en una extensión de la guerra, tanto dentro como fuera del país. Sin embargo a nivel interno, y muy mal concebido, el Estado punitivo ha ido sustituyendo cada vez más al Estado del bienestar, a la vez que una cantidad de individuos y grupos cada vez más numerosos son ahora considerados poblaciones desechables, no merecedoras de esas redes de seguridad y protecciones básicas que proporcionan las condiciones para vivir con un sentido de seguridad y dignidad. En función de esas valoraciones, los apoyos sociales básicos se vieron reemplazados por una construcción acelerada de prisiones, por la expansión de un sistema de justicia penal en la vida diaria y por una erosión cada vez mayor de las libertades civiles fundamentales. Las responsabilidades compartidas dieron paso a los temores compartidos, y la única distinción que parecía resonar en el ámbito de la cultura era entre amigos y patriotas, por un lado, y disidentes y enemigos, por otro. La violencia de Estado no sólo se convirtió en algo aceptable, sino que se normalizó, a la vez que el gobierno se dedicaba a espiar a sus ciudadanos, a suspender el derecho al habeas corpus, a sancionar la brutalidad policial contra quienes cuestionaban el poder del Estado, a confiar en el privilegio de imponer secretos de Estado para ocultar sus crímenes y, asimismo, fue reduciendo cada vez más las esferas públicas diseñadas para proteger a los niños en los centros y almacenes encargados de modelarles después de salir de las prisiones. El miedo alteró el paisaje de los derechos y valores democráticos, a la vez que insensibilizaba a una población que estaba más que dispuesta a mirar hacia otro lado mientras se deshumanizaba, encarcelaba o sencillamente desechaba a grandes segmentos de población. Podemos contemplar cada día las trágicas consecuencias de todo eso a la vez que los medios de comunicación van informando de un sinfín de historias trágicas de gentes decentes que pierden sus hogares; de más y más jóvenes encarcelados; y de las cifras cada vez mayores de seres que se ven obligados a vivir en sus coches, en la calle o en ciudades de tiendas de campaña. El New York Times ofrece una historia en primera página sobre los jóvenes que tienen que abandonar sus familias asoladas por la recesión para vivir en la calle, sobreviviendo a menudo a costa de vender sus propios cuerpos. Y en los medios dominantes va surgiendo alguna que otra noticia sobre los indecibles horrores infligidos a niños torturados en nuestras «cámaras de la muerte» de Iraq, Cuba y Afganistán. Pero el pueblo estadounidense apenas pestañea.
La administración Bush se dedicó a erosionar aún más una cultura inspirada en valores democráticos, sustituyéndola por una cultura de la guerra y una cultura de la ilegalidad dedicada a experimentar con un sistema de detenciones extrajudiciales utilizado para crear cámaras de tortura en Bagram, Kandahar y la Bahía de Guantánamo. Desde 2001, el lenguaje y la sombra fantasmal de la guerra lo envolvieron todo, no sólo liquidando la distinción entre guerra y paz sino poniendo en juego una pedagogía pública por la cual cada aspecto de la cultura quedaba ensombrecido a base de ideales, valores y conocimientos militarizados. Desde los videojuegos a las películas de Hollywood, apoyados o producidos por el Departamento de Estado, hasta la continua militarización de la educación pública y superior, se subordinó la noción de bien común a la metafísica militar, a los valores bélicos y a los dictados del Estado de seguridad nacional. La guerra ganó un nuevo estatus bajo la administración Bush, pasando de ser una opción de último recurso a un instrumento fundamental de la diplomacia en la guerra contra el terror. La fe dogmática en la guerra se complementó con un persistente intento de legitimar tal política a través de otro tipo de guerra basado en una lucha pedagógica para crear sujetos, ciudadanos e instituciones que apoyen esas políticas draconianas. La guerra dejó de ser el último recurso de un Estado para defender su territorio y se convirtió en una nueva forma de pedagogía pública -una especie de maquinaria de guerra cultural- diseñada para conformar y dirigir la sociedad. La guerra devino el fundamento de una política que utilizaba lenguaje, conceptos militares y relaciones policiales para abordar los problemas más allá de los terrenos familiares de la batalla. En algunos casos, los medios dominantes se dedicaban a hermosear tanto la guerra que parecía que se trataba del anuncio de una industria turística. El resultado de todo ello es que el significado de la guerra se amplió retórica, visual y materialmente, para así poder nombrar, legitimar y emprender batallas contra los problemas sociales que implican las drogas, la pobreza y el recién descubierto enemigo de la nación, el inmigrante mexicano.
Al normalizarse como función central del poder y la política, la guerra se convirtió en un elemento regular y normativo de la sociedad estadounidense legitimado por un Estado de excepción y emergencia que llegó a hacerse permanente. Como la producción de violencia continuó más allá de las amenazas y enemigos tradicionalmente definidos, el Estado puso ahora su mira en el terrorismo, cambiando sus registros de poder al emprender la guerra a partir de un concepto, ampliando sus persecuciones, tácticas y estrategias contra ningún Estado, ejército, soldados o lugares específicos en concreto. El enemigo estaba omnipresente, lo que lo hacía aún más difícil de erradicar y, por tanto, muy útil para la expansión de las tácticas de vigilancia, la cultura del miedo y el recurso a la violencia. La guerra se había convertido ya en un rasgo permanente y común de la política interna y externa estadounidense, una batalla que no tenía un final definitivo y que exigía un uso constante de la violencia. La guerra devino en algo más que una estrategia militar: ahora era una pedagogía y una forma de política cultural diseñada para legitimar ciertos modos de gobierno, crear identidades de apoyo a los valores militaristas y proporcionar la cultura formativa que apoyara la organización y producción de esa violencia como rasgo central de la política interna y externa.
Es difícil imaginar cómo puede evitarse que una democracia se corrompa si la guerra se convierte en el fundamento de la política, cuando no en la cultura misma. Los principios organizadores de una sociedad no pueden sobrevivir mucho tiempo, al menos en una entidad democrática, cuando continuamente se echa mano de la guerra y de la violencia de Estado. Estados Unidos se ha hundido en un período en el que la sociedad se ha ido organizando cada vez más mediante la creación de violencia, tanto simbólica como material. En los medios de comunicación, especialmente en el circuito de debates de la radio, surgió una cultura de la crueldad imbuida de un sórdido nacionalismo combinado con un hipermilitarismo y masculinidad que menospreciaba no sólo la razón sino también a todos aquellos que encajaban en el estereotipo del otro, que parecía incluir a todo aquel que no fuera blanco y cristiano. El diálogo, la razón y la reflexión fueron desapareciendo lentamente de la esfera pública mientras cada encuentro se enmarcaba dentro de círculos de seguridad y se ponía en escena como si de un combate a muerte se tratara. A medida que el centro moral y cívico del país desaparecía bajo el gobierno Bush, el lenguaje del mercado proporcionaba el único referente para comprender las obligaciones de la ciudadanía y la responsabilidad global, ignoradas por una maquinaria bélica cada vez mayor y una cultura que producía empleos y mercancías y promovía la economía de guerra.
La guerra en el exterior entró en una nueva fase con la publicación de las fotos de los detenidos que estaban siendo torturados en la prisión de Abu Ghraib. La guerra, como violencia organizada, quedó así despojada de cualquier propósito noble que pudiera tener y del ilusorio objetivo de promover la democracia, revelando la violencia de Estado como su aspecto más degradante y deshumanizador. El poder del Estado se había convertido en un instrumento de tortura, desgarrando la carne de los seres humanos, violando a las mujeres y, lo más abominable que cabe imaginar, torturando a los niños. La democracia se había convertido en algo que defendía lo inimaginable e infligía las más horribles mutilaciones tanto a los adultos como a los niños a los que consideraba enemigos de la democracia. Pero las mutilaciones se infligían también contra el cuerpo político; políticos como el Vicepresidente Cheney defendían la tortura mientras los medios abordaban la cuestión de la tortura no como una violación de los principios democráticos o de los derechos humanos sino como una estrategia que podría o no producir determinada información. Los argumentos utilitarios utilizados para defender la economía de mercado, que sólo tenían en cuenta los análisis coste-beneficio y la prioridad de valores de cambio, ahora habían alcanzado su punto lógico final, igual que se utilizaban parecidos argumentos para defender la tortura, incluso aunque hubiera niños implicados. La pretensión de democracia quedó aniquilada mientras una y otra vez se revelaba que Estados Unidos se había convertido en un Estado-tortura, asemejándose a las más infames dictaduras, como las de Argentina y Chile durante la década de los años setenta. El gobierno estadounidense, bajo la administración Bush, finalmente había arribado a un punto donde la metafísica de la guerra, la violencia organizada y el terrorismo de Estado impedían a los dirigentes en Washington reconocer hasta qué punto estaban emulando los propios actos de terrorismo contra los que afirmaban estar luchando. El círculo se ha completado ya al transformarse el Estado bélico en un Estado-tortura. Todo estaba permitido, tanto en casa como fuera, mientras que el sistema jurídico, junto con el sistema de mercado, legitimaban un modo punitivo y despiadado de darwinismo económico que consideraba la moralidad, cuando no la misma democracia, como una debilidad a despreciar o ignorar. Los mercados no sólo se apoderaron de la política, también eliminaron las consideraciones éticas para cualquier comprensión de cómo trabajaban los mercados o qué efectos producían en un orden social más amplio. La autorregulación acabó con las consideraciones morales, convirtiéndose en la fuerza fundamental para manejar el mercado, mientras intereses individuales estrechamente definidos fijaban los parámetros de lo que era posible. Lo público se derrumbó en lo privado, y la responsabilidad social se redujo a los mismos deseos arbitrarios asociales y herméticos. No sorprende, por tanto, que lo inhumano y degradante entrara en el discurso público y conformara el debate sobre la guerra, la violencia de Estado y los abusos de los derechos humanos; también sirvió para legitimar esas prácticas. Los Estados Unidos entraron imperturbables en un vacío moral que posibilitó la justificación tanto de la tortura como de la violencia de Estado, movilizando con éxito una cultura de la guerra y una pedagogía pública de la cultura en sentido amplio que convenció, como indicaba una encuesta del Pew Research Center, al 54% del pueblo estadounidense de que «la tortura en ocasiones está justificada para obtener información importante de terroristas sospechosos» (1). La mayoría del pueblo estadounidense aceptó obedientemente la normalización de la tortura mientras las aspiraciones y anhelos democráticos resultaban irreparablemente dañados.
«Hearts of Darkness: Torturing Children in the War on Terror» examina cómo Estados Unidos, bajo el gobierno Bush, se embarcó en una Guerra contra el Terror que no sólo defendió la tortura como política oficial sino que también fomentó las condiciones para la aparición de una cultura de la crueldad que alteró profundamente el paisaje moral y político del país. Al considerarse la tortura como algo normal bajo Bush, se corrompieron los ideales y la cultura política estadounidenses y la administración se pasó al lado tenebroso al sancionar lo más atroz e inimaginable: la tortura a los niños. Aunque la aparición del Estado-tortura se ha visto sometida a intensas controversias, los intelectuales, académicos, artistas, escritores, padres y políticos no han dicho apenas nada sobre cómo la violencia de Estado bajo la administración Bush puso en marcha una pedagogía pública y cultura política que legitimaba la tortura sistemática a los niños y que lo hacía con la complicidad de los medios dominantes que, o bien negaban tales prácticas, o sencillamente las ignoraban. Nos centramos deliberadamente aquí en los niños porque los jóvenes proporcionan un poderoso referente en cuanto a las consecuencias a largo plazo de las políticas sociales, cuando no del mismo futuro, y también porque ofrecen un importante indicador para medir los valores morales y democráticos de una nación. Los niños son los latidos del corazón y la brújula moral de la política porque hablan de lo mejor de sus posibilidades y promesas, y sin embargo, desde la década de 1980, se han convertido en el punto de fuga del debate moral, considerados bien irrelevantes, debido a su edad, o descartados, porque en gran medida se les contempla como una especie de materia prima, o ignorados, porque se les considera una amenaza para la sociedad adulta. En alguna parte he escrito que dependiendo de cómo una sociedad eduque a sus hijos se conecta con el futuro colectivo que la gente anhela. Actualmente, por la forma de educar a los jóvenes bajo la administración Bush, éstos se han convertido en algo sin valor porque la juventud no sólo está devaluada y considerada como no merecedora de una vida y futuro decentes (una razón por la que se les niega una adecuada atención sanitaria), también se les redujo al estatus de lo inhumano y depravado y se les sometió a actos crueles de tortura en lugares que eran tan ilegales como bárbaros. En este caso, la juventud se convirtió en la negación de la política y del mismo futuro.
Pero hay algo más en juego que la visibilidad de esos crímenes: hay también el imperativo moral y político de plantear serias cuestiones sobre los desafíos que la administración Obama debe abordar a la luz de este vergonzoso período de la historia estadounidense, especialmente si quiere revertir esas políticas y seguir proclamando su intención de restaurar cualquier vestigio de democracia estadounidense. Desde luego, cuando un país legaliza la tortura y extiende los mecanismos disciplinarios del dolor, la humillación y el sufrimiento a los niños, sugiere que ha habido demasiadas personas mirando hacia otro lado mientras todo eso sucedía y al hacerlo así permitieron que se dieran las condiciones para que surgiera el incalificable acto de justificar la tortura a los niños como una cuestión de política de Estado. Ya es hora de que los estadounidenses se enfrenten a esos crímenes y se comprometan en un diálogo nacional sobre las condiciones políticas, económicas, educativas y sociales que permitieron que emergiera en la historia de EEUU un período tan tenebroso, a la vez que exijan responsabilidades a los culpables de tales actos. La Administración Obama está siendo duramente criticada por asumir muchas de las políticas de Bush, pero lo que resulta más preocupante de todo es su disposición a hacer de la guerra, el secretismo y la suspensión de las libertades civiles fundamentales los rasgos centrales de sus propias políticas. Obama, en su deseo de mirar hacia delante y adoptar una idea despolitizada y moralmente vacía de política postpartidista, recicla una forma peligrosa de amnesia histórica y social, mientras pasa por alto la patología cívica y política que heredó. Por suerte, este libro nos recordará que, como mucho, la memoria es perturbadora y algunas veces hasta peligrosa en su exigencia de que los individuos se conviertan en testigos políticos y morales; que se arriesguen; y que asuman la historia no como una mera crítica sino también como una advertencia sobre cuán frágil es la democracia y lo que suele suceder cuando se permite que desaparezcan los principios, ideales y elementos de la cultura que la sustentan, superados por fuerzas que adoptan la muerte en lugar de la vida, el miedo en lugar de la esperanza, el aislamiento en lugar de la solidaridad. Robert Hass, el poeta estadounidense, ha sugerido que la tarea de la educación, su tarea política, «es refrescar el pensamiento de que la idea de la justicia está todo el tiempo extinguiéndose en nosotros» (2). La justicia está desapareciendo, una vez más, bajo la administración Obama, pero no es sólo tarea del gobierno evitar que «desparezca»: es también la tarea de todos los estadounidenses -como padres, ciudadanos, individuos y educadores- y no sólo como una cuestión de obligación social o responsabilidad moral sino como un acto de política, de capacidad y de posibilidad.
El libro está dividido en seis capítulos. El primer capítulo analiza la aparición de una serie de condiciones económicas, sociales y políticas que se intensificaron especialmente bajo la administración de George W. Bush, conformando el escenario para la transformación del Estado del bienestar en un Estado bélico y torturador. Cómo los valores democráticos se han ido subordinando cada vez más a los valores del mercado, y cómo la cultura del miedo ha sustituido a la cultura de la compasión, eliminándose las restricciones anteriormente impuestas en el juego del mercado y las fuerzas financieras. Los asuntos públicos se derrumbaron frente a los intereses privados, y la gente se volvió más vulnerable ante esas fuerzas políticas y económicas que fomentaban la incertidumbre, la inestabilidad y la inseguridad. A la vez que las instituciones y el bien común pasaban a considerarse cada vez con mayor desdén, la cultura se hizo más ensimismada, mezquina, competitiva y despiadada en su poca disposición para mostrar compasión hacia el otro, especialmente hacia aquellos que eran más vulnerables ante la incertidumbre de los tiempos, como son los jóvenes, los ancianos, los inmigrantes, las minorías pobres y los musulmanes. A medida que la cultura del miedo y la competitividad parecía escaparse de todo control, el Estado punitivo sustituyó al Estado social y la política se redujo en gran medida a proteger los beneficios de los ricos y ampliar los aparatos represivos que se utilizaban para contener y castigar a los pobres. A medida que los problemas sociales se criminalizaban cada vez más, el Estado punitivo devino en la única fuerza de legitimación para un Estado debilitado por las fuerzas de una globalización destructiva y las fuerzas de capital y finanzas de libre flotación. A medida que las leyes del mercado, un excesivo individualismo y una incontrolable noción de egoísmo se convertían en los principios más importantes a la hora de moldear la sociedad, los valores, las identidades y las relaciones se subordinaron a los intereses de una formación económica que había conseguido liberarse de cualquier restricción. Las condiciones que ahora se desarrollaban en los asuntos relativos a la justicia y los derechos humanos se sacrificaron ante las fuerzas de la conveniencia política y económica.
El segundo capítulo del libro analiza cómo la tortura se convirtió en política de Estado a través de una serie de «legalidades ilegales» urdidas por diversos miembros de la administración Bush, y cómo los medios, en colusión con el gobierno, se negaron a reconocer que la tortura no era algo que apareció sencillamente tras el 11-S, sino algo que el gobierno de EEUU lleva décadas practicando.
En el tercer capítulo se analiza cómo el debate alrededor de la tortura parecía haberse liberado a sí mismo de los abusos contra los derechos humanos perpetrados históricamente por EEUU y también cómo la administración Bush promovió activamente nuevas formas de tortura en violación de todos los tratados internacionales importantes que consideran la tortura un acto ilegal y criminal.
El capítulo cuarto detalla la negativa del gobierno a reconocer estar practicando la tortura legitimada por el Estado y los atroces actos de violencia y malos tratos perpetrados contra numerosos detenidos en varios lugares y prisiones bajo control estadounidense.
El capítulo quinto proporciona amplias pruebas de cómo todas esas condiciones, junto con las numerosas violaciones de los derechos humanos, dieron lugar finalmente a lo inconcebible: la tortura a los niños. Este capítulo es tan detallado como impactante, invocando tanto los testimonios de terceras partes como los testimonios de los niños que fueron torturados.
El capítulo final del libro plantea una serie de cuestiones sobre si Obama está dispuesto a desafiar el horrible legado de la administración Bush, redefiniendo la democracia estadounidense, o si acabará endosando la cultura de crueldad y sufrimiento que es el legado de los años de Bush y Cheney.
Notas:
[1] Heather Maher: «Majority of Americans Think Torture Sometimes Justified«,, CommonDreams.org (4 diciembre 2009).
[2] Hass citado por Sarah Pollock: «Robert Hass» Mother Jones (Marzo-abrill 1992), pág. 22.
Henry A. Giroux ostenta en la actualidad la cátedra de la Red Global de TV en el Departamento de Inglés y Estudios Culturales de la Universidad McMaster. Ha sido profesor en la Universidad de Boston, en la Universidad Miami de Ohio y en la Universidad Penn State. Entre sus libros más recientes figuran: Youth in a Suspect Society (Palgrave, 2009); Politics After Hope: Obama and the Crisis of Youth, Race, and Democracy (Paradigm, 2010); Hearts of Darkness: Torturing Children in the War on Terror (Paradigm, 2010). Giroux es también miembro de la junta de responsables de Truthout. Su pagina web es www.henryagiroux.com.
Fuente: http://www.truth-out.org/
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