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Observaciones presentadas al recibir el Premio Upton Sinclair 2005 de la sección de South Bay de la Unión por las Libertades Cívicas Estadounidenses (ACLU)

Dulce venganza en Terminal Island

Fuentes: CounterPunch

Traducido para Rebelión por Germán Leyens

Para un periodista sensacionalista, nada funciona mejor que su propia nariz. Si huele algo malo probablemente se estará tramando alguna fechoría de envergadura. Upton Sinclair fue un experto periodista sensacionalista que hacía que pareciera como si todos nosotros los novatos estuviéramos olfateando margaritas. «La Selva» olía casi tan mal como el peor hedor de cualquier escándalo. ¿Y saben qué? Sigue hedionda.

Hace un par de inviernos me quedé bloqueado en la tundra helada allá en el rincón noroeste de Iowa, enseñando a muchachos granjeros, alimentados con maíz, sobre el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Ya que el subcomandante Marcos nos enseña a ser zapatistas dondequiera estemos, aproveché la oportunidad para meter la nariz en la planta local de embalaje de carne.

En la última década, Cargill and Tyson adquirieron la mayor parte de los embaladores familiares de la región, destruyeron los sindicatos, y llevaron a los mexicanos. Ya no se empaqueta una costilla de cerdo o un ala de pollo en ningún sitio en EE.UU. actual si no lo hacen mexicanos. Forman el último nivel en el poste del tótem de la inmigración e igual que los Micks y los Bohunks, los Polacks y los Krauts y los Squareheads y los Dagos [expresiones ofensivas respectivamente para irlandeses, checos, polacos y alemanes y los de origen nórdico e italianos], pueden perder sus extremidades por un salario mínimo.

Te digo, esta mierda hiede.

Me quedo más que chocho al recibir un Uppie 2005 de los buenos abogados de la ACLU pero me alegra aún más que lo reciba aquí arriba de Liberty Hill en San Pedro, California, donde me encarceló el gobierno de Estados Unidos entre agosto de 1964 y mayo de 1965, como primer resistente de EE.UU. que fue enviado a la cárcel por negarse a servir en unas fuerzas armadas que iban a lanzar mil toneladas de Napalm sobre nuestros hermanos y hermanas de Vietnam.

En realidad, había desgarrado mi tarjeta del servicio militar varios años antes, cuando Dwight D. Eisenhower envió a los marines a Líbano a proteger al régimen fascista de la Falange; me fui al sur a México, cultivé un jardín, me construí una casa y una familia. Pero en 1963 escuchábamos el sonar de «We Shall Overcome» que se filtraba a través de la estática en nuestra radio de onda corta, y el Dr. King predicaba su sueño de una nación, que de repente estaba escuchando. Después que el Klan hizo volar a cuatro pequeñas en una iglesia de Birmingham, llegó la hora de volver a casa y resistir.

Llegué a San Francisco en enero de 1964, agarré un letrero de un piquete, y marché por todas partes. ¡Queríamos nuestra Libertad Ahora! Cientos fuimos arrestados cada fin de semana en el Sheraton Palace Hotel o en Auto Row exigiendo que nuestros y nuestras camaradas negros fueran empleados como camareras y como vendedores de Cadillac. «¡No temo vuestras prisiones porque quiero mi libertad. Ahora!»

Los ordenadores del FBI deben haber funcionado con melaza en aquel entonces, y fue un milagro que Hoover haya encontrado al que buscaba. Pero cuando el Agente Especial Ralph J. Fink (es así — ¡Fink!) apareció en Mullen Avenue cerca de la cumbre de Bernal Hill, supe que se acababa el juego. ¡Cool!, me llevan al trabajo, le dije al de zapatos marrón – me había conseguido un trabajo de poca monta para un subcontratista de portero en el Edificio Federal. Uno de mis trabajos era limpiar cada noche los montantes de las ventanas del FBI.

Yo y ese pequeño tipo musulmán, James, saboteábamos sistemáticamente la ciudadela, sacando los retratos oficiales de LBJ que colgaban tras cada escritorio, escribiendo ¡Viva Fidel!» con lápiz rojo en el reverso y volviéndolos a colgar. Cuando me agarraron, creo que habían sacado del lugar cada uno de esos molestos letreros amarillos y negros de los refugios nucleares.

No era pacifista. Siempre pensé que tomaría un arma para defender lo mío, pero no para matar o ser muerto en una guerra capitalista. Así que preferí no disputar. Uno de los muchachos de Vince Hallinan fue mi abogado.

La fecha para la sentencia fue fijada para fines de julio e hice un buen papel ante el juez. Le leí una declaración en mi mal purepecha, el lenguaje de mis vecinos de donde vivo en las montañas de Michoacán, escrita por ellos mismos, diciendo que los vietnamotas no eran sus enemigos. Volví loco al buen William Sweigert con un verso tras el otro de «Masters of War» de Bob Dylan. Le leí el poema de Bertolt Brecht «A la posteridad» – «en verdad vivo en un tiempo sombrío. Una palabra inocente es algo absurdo. Una frente lisa revela un corazón endurecido. El que se ríe no ha escuchado todavía las terribles noticias».

Hice todo, con la excepción de bailar claqué para Hizzoner, y al final ahogó un bostezo y me envió a Terminal Island, aquí mismo en San Pedro por dos años, con 18 meses de suspensión siempre que encontrara trabajo para «el interés nacional». Inmediatamente le pedí trabajo a Julian Bond en el Comité No-violento de Coordinación Estudiantil en Atlanta.

Así que los policías me colocaron las esposas y me encadenaron a una fila de prisioneros que iban hacia el sur. Cada vez que salíamos del coche para mear a lo largo de I-5, hacía resonar fuertemente mis cadenas para la mayor consternación de mis compañeros convictos. Sólo quería que todos supieran que era un prisionero de la guerra sangrienta de LBJ.

La gran puerta en Terminal Island se cerró de un golpazo detrás de nosotros avanzada la tarde del 3 de agosto de 1964. 24 horas más tarde, Lyndon Baines Johnson amañó un falso ataque contra un destructor estadounidense en el Golfo de Tonkin y comenzó a bombardear Vietnam continental. Aunque LBJ tuvo que ir al Congreso para que le diera su visto bueno a la Gran Mentira, el Golfo de Tonkín es donde comenzó la guerra. Yo ya estaba encerrado en TI, el mejor sitio posible, el primer ‘¡Diablos-no-no-vamos-a-ir!’ en los libros de historia.

A pesar de su nombre de aciagos presagios, Terminal Island resultó ser un sitio de seguridad mediana para prisioneros federales de bajo nivel. Compartí el sitio con el mafioso Mickey Cohn y unas pocas celebridades hollywoodenses de bajo rango. Consideraba el tiempo que pasaría ahí como un desafío a mis capacidades de movilización y pronto formé el Comité de Convictos Contra la Intervención de EE.UU. (En cualquier parte).

Algunos de mis compañeros eran Maurice Ogden, un poeta y cineasta encarcelado por acusaciones de perjurio porque había firmado un juramento de lealtad jurando que no era ni había sido miembro del Partido Comunista (y no lo había sido – Ogen eran trotsko), Ben D., un traficante de drogas negro de mediana categoría que argumentaba que había sido un crimen político (y así era), y Blackie Campbell, que estaba por tercera vez por falsificación. Blackie había combatido en la Guerra Civil española como miembro de la brigada canadiense McKinzie-Papineaux y era un verdadero tesoro de historias de lucha popular.

Blackie también me mostró como imprimir panfletos sobre un lecho de gelatina que había sacado a hurtadillas de la cocina y los panfletos fueron mi waterloo. «Derramé mi sangre por mi país» me gritó el guarda. «Bueno, yo estoy en tu maldita cárcel por el mío» grité yo, y el azote de los guardas me encerró en El Hoyo, la cárcel dentro de la cárcel.

Es duro estar aislado. Mantuvieron las luces prendidas día y noche y comencé a perder la noción de dónde me encontraba. Supongo que me mantuve medio cuerdo repitiendo el mantra del tío Ho: «estar encadenado/es un lujo/por el que se compite/los encadenados por lo menos/tienen un sitio en el que dormir».

Me llevaron de vuelta a El Hoyo después de que estallara el Movimiento por la Libertad de Palabra en Berkeley durante ese otoño. Dije que era amigo de Mario Savio y que me tenían que vigilar.

El día que llegué a TI, el agente de la condicional, un canalla con cabeza de bola llamado Victor Urban vio que yo tenía una chaqueta de los derechos cívicos y me asignó al puesto de limpiabotas en el cuartel de los guardas. Ahora bien, ese trabajo era tradicionalmente un conducto de primera para el contrabando y, ajustándose al prejuicio racial, siempre había sido hecho por un negro. Al enviarme allí. Victor Urban me tendía una trampa para que me descarriaran. Así que fui donde el tipo que había tenido el puesto que me asignaron, un viejo tratante de blancas de Central Avenue llamado Bernard que había andado por la calle con el gran saxofonista tenor Dexter Gordon y el jazz arregló las cosas entre nosotros.

Bueno, no te sorprenderás de que mi primer cliente haya sido ese canalla cabeza de bola de Victor Urban y realmente le arruiné los zapatos. Pero pronto me animé, comencé a sonreír y a soltar palabrotas, sacándoles un tremendo brillo a esos Florshiems. El capitán Harry, un guarda negro que según los rumores había sido verdugo durante la guerra en Alemania, incluso me dio un dólar de propina por mis payasadas.

Cumplí hasta 10 meses de mi pena en TI. Ocurrieron muchas cosas malas. Un dentista sádico me arrancó la mayoría de mis dientes y me quebró la mandíbula. La gente, en realidad mi propia madre, me preguntan por qué no tengo dientes. Bueno, por eso mismo.

Así que pasó el tiempo y la cosa se acabó. Enrollé mi cama, me até los cordones de mis zapatos libres, y me guardé el vale para el autobús Greyhound hacia el norte, a San Francisco. Cabeza de bola me llevó al portón de la prisión. No quería volver a verme de vuelta en Terminal Island. «Ross», ladró, «sabes que nunca aprendiste a ser un prisionero».

¡Pónganlo sobre mi lápida, compañeros! «¡Nunca aprendió a ser un prisionero!» ¡Vaya! Aunque terminamos en la cárcel con una frecuencia deprimente en la lucha de clases, ninguno de nosotros llegará jamás a aprender a ser un prisionero.

Finalmente, quiero aprovechar un minuto más para dedicar mi Uppie a un viejo «compañero de lucha» que acaba de atravesar el gran piquete en el cielo. Efren Capiz fue un líder campesino de Michoacán, un indio purepecha que pasó decenios luchando por la tierra de su pueblo. Capiz estuvo metido hasta el cuello en un millón de batallas. Podría pasar toda la noche aquí contándoselas, pero tal vez sea mejor que escriba un libro. Con el pasar de los años, Capiz llegó a ser conocido por su peculiar grito de guerra: «¡Zapata Vive y La Lucha Sigue! – Sólo Capiz repetía la parte del «sigue» hasta que tenían que despegarlo del micrófono: «¡Zapata Vive y La Lucha Sigue — y Sigue y Sigue y Sigue y Sigue y Sigue y Sigue y Sigue y Sigue y Sigue y Sigue y Sigue y Sigue!»

Efren Capiz tenía toda la razón. La lucha nunca acaba.

Una vez más, agradezco a la ACLU por este honor y su hospitalidad, pero sobre todo por traerme acá a San Pedro para que cuente mi historia esta noche a la sombra de Terminal Island. Sabe a dulce venganza.

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John Ross va camino a Estambul al Tribunal Mundial sobre los Crímenes de Guerra en Irak a fines de junio, con paradas en el Reino Unido, Irlanda, Escocia, España, Cataluña y Amsterdam siguiéndoles la pista a la globalización corporativa del planeta y a las huellas zapatistas en el viejo mundo. Contribuciones para compensar las tribulaciones del viaje pueden ser enviadas a nombre del autor a 3258 23rd Street, Apartment 3, San Francisco Ca. 94110.

http://www.counterpunch.org/ross05252005.html

Observaciones presentadas el 15 de mayo al recibir el Premio Upton Sinclair 2005 de la sección de South Bay de la Unión por las Libertades Cívicas Estadounidenses (ACLU, en sus siglas en inglés) – la fecha conmemora el arresto de Upton Sinclair en Liberty Hill, San Pedro, California, mientras leía la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos.