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Ecología y costes de producción capitalistas: no hay salida

Fuentes: portaldelmedioambiente.com

Casi todo el mundo acepta hoy que durante los últimos 30 años se ha producido una grave degradación del entorno natural en que vivimos, a posteriori si hablamos de los últimos cien o quinientos años. Así es, a pesar de los frecuentes e importantes inventos tecnológicos y de una expansión del conocimiento científico que podrían […]

Casi todo el mundo acepta hoy que durante los últimos 30 años se ha producido una grave degradación del entorno natural en que vivimos, a posteriori si hablamos de los últimos cien o quinientos años. Así es, a pesar de los frecuentes e importantes inventos tecnológicos y de una expansión del conocimiento científico que podrían habernos hecho creer que conducirían hacia una consecuencia totalmente opuesta. Uno de los resultados de esto es que actualmente, a diferencia de lo que ocurría hace 30, 100 o 500 años, la ecología se ha convertido en un problema político importante en muchas partes del mundo. Incluso, existen movimientos políticos razonablemente significativos organizados esencialmente en torno a la defensa del medio ambiente para impedir una mayor degradación e intentar revertir la situación en la medida en que sea posible.

 

Evidentemente, la gravedad atribuida a este problema contemporáneo oscila entre la opinión de aquellos que creen inminente el día del juicio final y la de quienes consideran que puede estar cercana una solución técnica. Creo que la mayoría de las personas tienen una postura situada entre esas dos opiniones extremas. Yo no estoy en posición adecuada para hablar de este tema desde un punto de vista científico, pero aceptaré como plausible esa apreciación intermedia y me dedicaré a analizar la relevancia de este asunto para la economía política del sistema-mundo. Por supuesto, el universo se encuentra en un incesante cambio, por lo que el mero hecho de que las cosas ya no sean como eran antes es tan banal que no merece que se le preste ninguna atención. Además, dentro de esta constante turbulencia hay modelos de renovación estructural, a los que llamamos vida. Los fenómenos vivos, u orgánicos, tienen comienzo y fin para cada existencia individual, pero en el proceso se produce procreación, de forma que las especies tienden a conservarse. Pero esta renovación cíclica nunca es perfecta, y, por lo tanto, la ecología global nunca se mantiene estática.

 

Por otra parte, todos los fenómenos vivos ingieren de alguna forma productos procedentes del exterior, entre los que se encuentran la mayoría de las veces otros fenómenos vivos, y la proporción predador/presa no es nunca perfecta, por lo que el medio biológico está en constante evolución. Más aún, los venenos también son fenómenos naturales y juegan un papel en el equilibrio ecológico desde mucho antes de que los seres humanos entraran en juego. El que hoy sepamos mucha más química y biología que nuestros antepasados quizá nos haga más conscientes de la presencia de toxinas en nuestro medio ambiente, aunque también podría no ser así, ya que actualmente estamos enterándonos de cuan sofisticados eran los pueblos pre-alfabetizados en lo que se refería a toxinas y antitoxinas. Nosotros aprendemos todas estas cosas en la escuela y en la enseñanza secundaria, así como en la simple observación de la vida cotidiana. No obstante, frecuentemente tendemos a despreciar estas obvias limitaciones cuando hablamos de la política relacionada con los temas ecológicos.

 

Plantearse estos problemas sólo tiene sentido si creemos que en los últimos años ha ocurrido algo especial o adicional, aumentando el peligro, y si, al mismo tiempo, creemos que es posible hacer algo frente a ese peligro incrementado. Generalmente, el planteamiento de los verdes y de otros movimientos ecologistas incluye ambos aspectos: nivel creciente de peligro (por ejemplo, agujeros en la capa de ozono, efecto invernadero, fusiones atómicas) y soluciones potenciales. Como dije, estoy dispuesto a tomar como punto de partida la suposición de que resulta razonable plantearse que estamos ante una amenaza creciente, que requiere alguna reacción urgente. Sin embargo, a fin de reaccionar con inteligencia frente a esa amenaza, debemos hacernos dos preguntas: ¿quién está en peligro?, ¿por qué existe esta mayor amenaza? A su vez, la pregunta «peligro para quién» tiene dos componentes: quién entre los seres humanos y quién entre los seres vivos. La primera pregunta saca a relucir la comparación entre las actitudes del Norte y del Sur frente a los problemas ecológicos. La segunda afecta a la ecología profunda. Pero ambas preguntas implican, de hecho, aspectos relativos a la naturaleza de la civilización capitalista y al funcionamiento de la economía-mundo capitalista, lo que significa que antes de poder dar respuesta al «quién está en peligro» debemos analizar mejor cuál es la fuente del peligro.

 

Comencemos recordando dos aspectos elementales del capitalismo histórico. Uno es bien conocido: el capitalismo es un sistema que tiene una necesidad imperiosa de expansión en términos de producción total y en términos geográficos, a fin de mantener su objetivo principal, la acumulación incesante. El segundo aspecto se toma en cuenta menos frecuentemente. Para los capitalistas, sobre todo para los grandes capitalistas, un elemento esencial en la acumulación de capital es dejar sin pagar sus cuentas. Esto es lo que yo llamo los trapos sucios [dirty secret] del capitalismo. Permítanme desarrollar estos dos aspectos.

 

El primero, la expansión constante de la economía-mundo capitalista, es admitido por todos. Los defensores del capitalismo venden esto como una de sus grandes virtudes. Sin embargo, las personas comprometidas con los problemas ecológicos lo presentan como uno de sus grandes vicios, y, en particular, frecuentemente cuestionan uno de los puntales ideológicos de esta expansión, la afirmación del derecho (en realidad, deber) de los seres humanos «a conquistar la naturaleza.» Ahora bien, ciertamente, ni la expansión ni la conquista de la naturaleza eran desconocidas antes de los inicios de la economía-mundo capitalista durante el siglo XVI. Pero, al igual que muchos otros fenómenos sociales anteriores a esta época, en los sistemas históricos precedentes no tenían prioridad existencial. Lo que el capitalismo histórico hizo fue poner en primer plano ambos temas (la expansión real y su justificación ideológica), permitiendo a los capitalistas pasar por alto las objeciones sociales a este terrible dúo. Ésta es la verdadera diferencia entre el capitalismo histórico y los sistemas históricos previos. Todos los valores de la civilización capitalista son milenarios, pero también lo son otros valores contradictorios. Como capitalismo histórico entendemos un sistema en el que las instituciones que se construyeron posibilitan que los valores capitalistas tomen prioridad, de forma que la economía-mundo en su conjunto tomó el camino de la mercantilización de todas las cosas haciendo de la acumulación incesante de capital su objeto propio.

 

Evidentemente, el efecto de esto no se experimenta en un día o incluso en un siglo. La expansión tiene un efecto acumulativo. Lleva tiempo derribar los árboles. Los árboles de Irlanda fueron cortados todos durante el Siglo XVII. Pero había otros árboles en otros lugares. Hoy, hablamos de la selva amazónica como de la última extensión realmente poblada de árboles, y parece que está desapareciendo rápidamente. Lleva tiempo verter toxinas en los ríos o en la atmósfera. Hace sólo 50 años, el smog era una palabra reciente, inventada para describir las inusitadas condiciones de Los Ángeles. Estaba pensada para describir la vida en una localidad que mostró una cruel desatención hacia la calidad de vida y la cultura. Hoy, el smog está en todos los lados, e infecta Atenas y París. Y la economía-mundo capitalista sigue expandiéndose con una imprudente velocidad. Incluso en la actual onda descendente (Kondratieff-B), oímos hablar de notables tasas de crecimiento en el Este y el Sudeste de Asia. ¿Qué podemos esperar de la siguiente onda ascendente Kondratieff-A?

 

Además, la democratización del mundo, ha implicado que esta expansión siga siendo increíblemente popular en muchas partes del mundo. Probablemente, es más popular que nunca lo haya sido. Hay más personas reclamando sus derechos, y éstos incluyen, muy destacadamente, el derecho a un trozo del pastel. Pero un trozo del pastel para un porcentaje grande de la población mundial exige necesariamente más producción, sin mencionar el hecho de que esa población mundial sigue creciendo todavía. Así que no son solamente los capitalistas quienes quieren la expansión, sino también mucha gente corriente. Esto no impide que mucha de esta misma gente quiera también detener la degradación del medio ambiente en el mundo. Pero esto simplemente prueba que estamos metidos en otra contradicción de este sistema histórico. Mucha gente quiere tener más árboles y más bienes materiales, y gran parte de ella se limita a separar en sus mentes ambas demandas.

 

Desde el punto de vista de los capitalistas, como sabemos, el objetivo de la producción creciente es obtener ganancias. Haciendo una distinción que no creo que esté anticuada, esto implica una producción para el cambio y no una producción para el uso. Las ganancias obtenidas en una única operación son iguales al margen existente entre el precio de venta y el coste total de producción, es decir, el coste de todo aquello que es necesario para colocar ese producto en el punto de venta. Por supuesto, las ganancias reales sobre la totalidad de las operaciones realizadas por un capitalista se calculan multiplicando este margen por la cantidad de operaciones de venta realizadas. Por tanto, el «mercado» limita los precios de venta, en cierta medida, porque si el precio aumenta demasiado puede ocurrir que las ganancias totales obtenidas al vender sean menores que con precios más bajos. ¿Pero qué cosas limitan los costes totales? En esto, juega un papel importante el precio del trabajo, que, evidentemente, incluye el precio del trabajo incorporado en los diferentes inputs. Sin embargo, el precio establecido en el mercado de trabajo no depende exclusivamente de la relación entre oferta y demanda, sino también del poder negociador del movimiento obrero. Éste es un tema complicado, pues son muchos los factores que influyen sobre la fuerza de ese poder negociador. Lo que puede decirse es que, a lo largo de la historia de la economía-mundo capitalista, ese poder de negociación ha aumentado como tendencia secular, a pesar de las subidas y bajadas propias de sus ritmos cíclicos.

 

Hoy, a la entrada del Siglo XXI, esta fuerza está a punto de iniciar un movimiento singular ascendente, a causa de la desruralización del mundo. La desruralización es crucial para el precio del trabajo. En términos de poder negociador, hay diferentes tipos de ejército laboral de reserva. El grupo más débil ha sido siempre el formado por personas residentes en áreas rurales y que se trasladan por primera vez a áreas urbanas para buscar un trabajo asalariado. En general, para estas personas el salario urbano, incluso si es extremadamente bajo respecto a los estándares mundiales o locales, suele ser económicamente más ventajoso que la permanencia en las áreas rurales. Probablemente, harán falta veinte o treinta años para que estas personas modifiquen su sistema económico de referencia y lleguen a ser totalmente conscientes de su poder potencial en un puesto de trabajo urbano, comenzando a comprometerse en algún tipo de acción sindical para tratar de obtener salarios más altos. Las personas residentes desde hace largo tiempo en áreas urbanas reclaman, en líneas generales, niveles salariales más altos para aceptar un trabajo asalariado, incluso si carecen de empleo en la economía formal y viven en terribles condiciones insalubres. Esto se debe a que ya han aprendido a obtener, a través de fuentes alternativas propias del centro urbano, un nivel mínimo de ingresos que es más alto que el ofrecido a los inmigrantes rurales recién llegados. Así, aunque queda todavía un enorme ejército laboral de reserva en el sistema-mundo, la rápida desruralización del sistema provoca un rápido aumento del precio medio del trabajo, lo que, a su vez, implica que tasa media de ganancia debe ir bajando necesariamente.

 

Esta disminución de la tasa de ganancia hace mucho más importante la reducción de otros costes no laborales. Pero, por supuesto, todos los inputs que intervienen en la producción son afectados por el incremento de los costes laborales. Aunque las innovaciones técnicas pueden continuar reduciendo el coste de algunos inputs y los gobiernos pueden continuar instituyendo y defendiendo posiciones monopolísticas de algunas empresas, facilitando así el mantenimiento de precios de venta elevados, no por ello deja de ser absolutamente crucial para los capitalistas seguir descargando sobre otros parte de sus costes. Evidentemente, esos «otros» son el Estado o, si no es éste directamente, la «sociedad». Permítanme investigar cómo se hace eso y cómo se paga la factura. Hay dos vías distintas para que los Estados paguen los costes. Los gobiernos pueden aceptar formalmente ese papel, a través de subvenciones de algún tipo. Sin embargo, las subvenciones son cada vez más visibles e impopulares, provocando fuertes protestas de las empresas competidoras y de los contribuyentes. Las subvenciones plantean problemas políticos. Pero hay otro camino, más importante y políticamente menos dificultoso para los gobiernos, porque todo lo que requiere es una no-acción.

 

A lo largo de la historia del capitalismo histórico, los gobiernos han permitido que las empresas no asuman muchos de sus costes, renunciando a requerirles que lo hagan. Los gobiernos hacen esto, en parte, poniendo infraestructuras a su disposición, y, posiblemente en mayor parte, no insistiendo en que una operación productiva debe incluir el coste de restaurar el medio ambiente para que éste sea «preservado». Hay dos tipos diferentes de operaciones para la preservación del medio ambiente. El primero consiste en limpiar los efectos negativos de una actividad productiva (por ejemplo, combatiendo las toxinas químicas subproducto de la producción, o eliminando los residuos no biodegradables). El segundo tipo consiste en invertir en la renovación de los recursos naturales que han sido utilizados (por ejemplo, replantando árboles). Los movimientos ecologistas han planteado una larga serie de propuestas específicas dirigidas hacia esos objetivos. En general, estas propuestas encuentran una resistencia considerable por parte de las empresas que podrían ser afectadas por ellas, porque estas medidas son muy costosas y, por tanto, llevarían a una reducción de producción. La verdad es que las empresas tienen esencialmente razón. Estas medidas son, desde luego, demasiado costosas, si se plantea el problema en términos de mantener la actual tasa media de ganancia a nivel mundial. Sí, son extremadamente costosas. Dada la desruralización del mundo y sus ya importantes efectos sobre la acumulación de capital, la puesta en práctica de medidas ecológicas significativas y seriamente llevadas a cabo, podría ser el golpe de gracia a la viabilidad de la economía-mundo capitalista. Por lo tanto, con independencia de las posiciones que sobre estos temas expresen los departamentos de relaciones públicas de determinadas empresas, lo único que podemos esperar de los capitalistas en general es un constante hacerse el remolón. De hecho, estamos ante tres alternativas: una, los gobiernos pueden insistir en que todas las empresas deben internalizar todos los costes, y nos encontraríamos de inmediato con una aguda disminución de beneficios. Dos, los gobiernos pueden pagar la factura de las medidas ecológicas (limpieza y restauración más prevención), utilizando impuestos para ello. Pero si se aumentan los impuestos, entonces, o bien se aumentan sobre las empresas, lo que conduciría a la misma reducción de las ganancias, o bien se aumentan sobre el resto de la gente, lo que posiblemente conduciría a una intensa rebelión fiscal. Tres, podemos no hacer prácticamente nada, lo que conduciría a las diversas catástrofes ecológicas de las que los movimientos ecologistas nos han alertado. Hasta ahora, la tercera alternativa es la que ha predominado.

 

En cualquier caso, esto explica por qué digo que «no hay salida», queriendo decir que no hay salida dentro del entramado del sistema histórico existente. Por supuesto, si bien los gobiernos rechazan la primera alternativa -requerir la internalización de costes-, pueden intentar comprar tiempo, que es, precisamente, lo que muchos han hecho. Una de las maneras principales de «comprar tiempo» es intentar desplazar el problema desde los políticamente fuertes hacia los políticamente débiles, esto es, del Norte hacia el Sur, lo que puede hacerse de dos formas. La primera de ellas es descargar todos los residuos en el Sur, comprando un poco de tiempo para el Norte sin afectar a la acumulación mundial. La otra consiste en tratar de imponer al Sur la posposición de su «desarrollo», forzándole a aceptar severas limitaciones a la producción industrial o la utilización de formas de producción ecológicamente más saludables, pero también más caras. Esto plantea inmediatamente la pregunta de quién paga el precio de las restricciones globales y la de si, en cualquier caso, podrán funcionar. Por ejemplo, si China aceptase reducir el uso de combustibles fósiles, ¿cómo afectaría esto a las perspectivas de China como parte en expansión del mercado mundial, y, por tanto, también a las perspectivas de la acumulación de capital? Terminamos volviendo al mismo punto. Francamente, probablemente sea una suerte que el descargar los problemas sobre el Sur no sea ya una solución real a largo plazo para estos dilemas. Podría decirse que durante los últimos 500 años eso formaba parte del procedimiento establecido. Pero la expansión de la economía-mundo ha sido tan grande, y el consiguiente nivel de degradación tan grave, que no queda espacio para arreglar significativamente la situación exportándola a la periferia. Estamos obligados a volver a los fundamentos. Es un asunto de economía política, en primer lugar, y, por tanto, de opciones morales y políticas.

 

Los dilemas ambientales que encaramos hoy son resultado directo de la economíamundo capitalista. Mientras que todos los sistemas históricos anteriores transformaron la ecología, y algunos de ellos llegaron a destruir la posibilidad de mantener en áreas determinadas un equilibrio viable que asegurase la supervivencia del sistema histórico localmente existente, solamente el capitalismo histórico ha llegado a ser una amenaza para la posibilidad de una existencia futura viable de la humanidad, por haber sido el primer sistema histórico que ha englobado toda la Tierra y que ha expandido la producción y la población más allá de todo lo previamente imaginable. Hemos llegado a esta situación porque en este sistema los capitalistas han conseguido hacer ineficaz la capacidad de otras fuerzas para imponer límites a la actividad de los capitalistas en nombre de valores diferentes al de la acumulación incesante de capital. El problema ha sido, precisamente, Prometeo desencadenado. Pero Prometeo desencadenado no es algo inherente a la sociedad humana. Este desencadenamiento, del que alardean los defensores del actual sistema, fue él mismo un difícil logro, cuyas ventajas a medio plazo están siendo ahora superadas abrumadoramente por sus desventajas a largo plazo. La economía política de la actual situación consiste en que el capitalismo histórico está, de hecho, en crisis precisamente porque no puede encontrar soluciones razonables a sus dilemas actuales, entre los que la incapacidad para contener la destrucción ecológica es uno de los mayores, aunque no el único.

 

De este análisis, saco varias conclusiones. La primera es que la legislación reformista tiene límites inherentes. Si la medida del éxito de esa legislación es el grado en que logre disminuir apreciablemente la degradación ambiental mundial en los próximos 10- 20 años, yo predeciría que será muy pequeño, pues la oposición política será feroz, dado el impacto que tal legislación tiene sobre la acumulación de capital. Sin embargo, eso no quiere decir que sea inútil realizar esos esfuerzos. Todo lo contrario, muy probablemente. La presión política en favor de tal legislación puede aumentar los dilemas del sistema capitalista. Puede facilitar la cristalización de los verdaderos problemas políticos que están en juego, a condición de que esos problemas se planteen correctamente. Los empresarios han argumentado esencialmente que la opción es empleos versus romanticismo, o humanos versus naturaleza. En gran medida, muchas de las personas comprometidas con la problemática ecologista han caído en la trampa, respondiendo de dos maneras diferentes que, a mi entender, son ambas incorrectas. Unos han dicho que «una puntada a tiempo ahorra nueve», sugiriendo que, dentro de la estructura del sistema actual, es formalmente racional para los gobiernos gastar una cantidad x ahora para no gastar después cantidades mucho mayores. Esta es una línea argumental que tiene sentido dentro de la estructura de un sistema determinado. Pero acabo de argumentar que, desde el punto de vista de los capitalistas, tal «dar puntadas a tiempo,» si son lo suficientemente amplias para detener el daño, no resultan racionales, ya que amenazaría de manera fundamental la posibilidad de una continua acumulación de capital. También considero políticamente impracticable la segunda respuesta dada a los empresarios, basada en las virtudes de la naturaleza y las maldades de la ciencia.

 

En la práctica, esto se traduce en la defensa de una obscura fauna de la que la mayoría de la gente no ha oído hablar nunca y respecto a la cual se siente indiferente, lo que conduce a que responsabilice de la destrucción de empleo a unos intelectuales de clase media urbana. Así, la atención queda desplazada de los problemas principales, que son y deben seguir siendo dos. El primero es que los capitalistas no pagan su cuenta. El segundo es que la incesante acumulación de capital es un objetivo materialmente irracional, ante el que existe una alternativa básica consistente en sopesar y comparar las ventajas de los diversos factores (incluyendo las de la producción) en términos de racionalidad material colectiva. Ha habido una desafortunada tendencia a hacer de la ciencia y de la tecnología el enemigo, cuando la verdadera raíz genérica del problema es el capitalismo. Ciertamente, el capitalismo ha utilizado el esplendor del interminable avance tecnológico como una de sus justificaciones. Y ha respaldado una determinada visión de la ciencia -ciencia newtoniana, determinista-, utilizada como mortaja cultural y aval del argumento político que pretende que los seres humanos deben «conquistar» la naturaleza, que pueden hacerlo y que todos los efectos negativos de la expansión económica podrían ser contrarrestados por el inevitable progreso científico. Sabemos hoy que esta visión y esta versión de ciencia tienen una aplicabilidad limitada y universal. Esta versión de la ciencia se enfrenta al desafío fundamental planteado desde la propia comunidad científica, en particular desde el amplio grupo dedicado a lo que denominan como «estudios sobre la complejidad». Las ciencias de la complejidad son muy diferentes de la ciencia newtoniana en muy diversos aspectos: rechazo de la posibilidad intrínseca de predicibilidad; afirmación de la normalidad de los sistemas alejados del equilibrio, con sus inevitables bifurcaciones; centralidad de la flecha del tiempo. Pero lo que quizá sea más relevante para el tema que estamos tratando es el énfasis puesto en la creatividad autoconstituyente de los procesos naturales y en la inseparabilidad entre seres humanos y naturaleza, lo que conduce a afirmar que la ciencia es parte integrante de la cultura. Desaparece la idea de una actividad intelectual desarraigada que aspire a una verdad eterna subyacente a todo lo existente. En su lugar, surge la visión de un mundo de realidad descubrible, pero en el que no puede descubrirse el futuro, porque el futuro está todavía sin crear.

 

El futuro no está inscrito en el presente, aunque pueda estar circunscrito por el pasado. Me parecen muy claras las implicaciones políticas de esta visión de la ciencia. El presente es siempre toma de decisiones, pero, cómo alguien dijo una vez, aunque nosotros hagamos nuestra propia historia, no la hacemos tal y como la hemos escogido. Pero la hacemos. El presente es siempre toma de decisiones, pero la gama de opciones se expande considerablemente en los períodos que preceden inmediatamente a una bifurcación, cuando el sistema está más alejado del equilibrio, porque en ese momento inputs pequeños provocan grandes outputs (a diferencia de lo que ocurre cerca del equilibrio, cuando grandes inputs producen pequeños outputs). Volvamos ahora al tema de la ecología, al que he situado dentro de la estructura de la economía política del sistema-mundo. He explicado que la fuente de la destrucción ecológica es la necesidad de externalizar costos que sienten los empresarios y, por tanto, la ausencia de incentivos para tomar decisiones ecológicamente sensibles. He explicado también, sin embargo, que este problema es más grave que nunca a causa de la crisis sistémica en que hemos entrado, ya que ésta ha limitado de varias formas las posibilidades de acumulación de capital, quedando la externalización de costes como uno de los principales y más accesibles remedios paliativos. De ahí he deducido que hoy es más difícil que nunca obtener un asentimiento serio de los grupos empresariales a la adopción de medidas para luchar contra la degradación ecológica.

 

Todo esto puede traducirse en el lenguaje de la complejidad muy fácilmente. Estamos en el período inmediatamente precedente a una bifurcación. El sistema histórico actual está, de hecho, en crisis terminal. El problema que se nos plantea es qué es lo que lo reemplazará. Esta es la discusión política central de los próximos 25-50 años. El tema de la degradación ecológica es un escenario central para esta discusión, aunque no el único. Pienso que todo lo que tenemos que decir es que el debate es sobre la racionalidad material, y que estamos luchando por una solución o por un sistema que sea materialmente racional. El concepto de racionalidad material presupone que en todas las decisiones sociales hay conflictos entre valores diferentes y entre grupos diferentes que, frecuentemente, hablan en nombre de valores opuestos. Presupone también que no existe ningún sistema que pueda satisfacer simultáneamente todos esos conjuntos de valores, incluso aunque creyésemos que todos ellos se lo merecen. Para ser materialmente racional hay que hacer elecciones que den como resultado una combinación óptima. ¿Pero qué significa óptimo? En parte, podríamos definirlo con el viejo lema de Jeremy Bentham, lo mejor para la mayoría. El problema es que este lema, aunque nos coloca en el camino adecuado (el resultado), tiene muchos puntos débiles. Por ejemplo, ¿quiénes son la mayoría? El problema ecológico nos hace muy sensibles ante esta pregunta. Está claro que, cuando hablamos de degradación ecológica, no podemos hablar de un único país. Ni siquiera podemos limitarnos a nuestro planeta. También hay que tomar en cuenta la cuestión generacional. Lo mejor para la actual generación podría ser muy nocivo para los intereses de las generaciones futuras. Por otra parte, la generación actual también tiene sus derechos.

 

En realidad, estamos ya en medio de este debate que afecta a personas realmente existentes: ¿qué porcentaje de los gastos sociales dedicar a los niños, a los trabajadores adultos y a las personas mayores? Si añadimos a los aún no nacidos, no resulta en absoluto fácil llegar a una distribución justa. Pero precisamente este es el tipo de sistema social alternativo que debemos tratar de construir, un sistema que discuta, sopese y decida colectivamente este tipo de asuntos fundamentales. La producción es importante. Necesitamos usar los árboles como madera y como combustible, también los necesitamos para que den sombra y belleza estética. Y necesitamos seguir teniendo árboles en el futuro para todos estos usos. El argumento tradicional de los empresarios es que esas decisiones sociales se toman mejor por acumulación de decisiones individuales, pues, en su opinión, no existe un mecanismo mejor que permita alcanzar decisiones colectivas. Sin embargo, por plausible que esa línea de razonamiento pueda ser, no justifica una situación en la que una persona toma una decisión que es lucrativa para ella al precio de hacer caer impresionantes costes sobre otros que carecen de la posibilidad de conseguir que sus opiniones, preferencias o intereses sean tomados en cuenta al tomar la decisión. Pero esto es, precisamente, lo que la externalización de costes hace. ¿No hay salida? No hay salida dentro de la estructura del sistema histórico existente. Pero resulta que estamos en el proceso de salir de este sistema. La verdadera pregunta que se nos plantea es la de ¿a dónde llegaremos como resultado de este proceso?. Aquí y ahora debemos levantar el estandarte de la racionalidad material, en torno al cual debemos agruparnos.

 

Una vez que aceptemos la importancia de recorrer el camino de la racionalidad material, debemos ser conscientes de que es un camino largo y arduo. Involucra no solamente un nuevo sistema social, sino también nuevas estructuras de conocimiento, en las que la filosofía y las ciencias no podrán seguir divorciadas, y retornaremos a la epistemología singular en pos del conocimiento utilizada con anterioridad a la creación de la economía-mundo capitalista. Si comenzamos a recorrer este camino, tanto en lo que se refiere al sistema social en que vivimos como en cuanto a las estructuras de conocimiento que usamos para interpretarlo, necesitamos ser muy conscientes de que estamos ante un comienzo, no, de ninguna manera, ante un final. Los comienzos son inciertos, audaces y difíciles, pero ofrecen una promesa, que es lo máximo.

 

* Trabajo presentado por el profesor Wallerstein en las jornadas PEWS XXI, «The Global Environment and the World-System,» Universidad of California, Santa Cruz, 3 a 5 de abril, 1997.

Publicado en Iniciativa Socialista, número 50.