¡Qué lejos estamos de aquel diciembre de 1994, cuando Bill Clinton anunció que todos los países del continente (por nuestro bien) debíamos formar parte del ALCA, un solo mercado común sin barreras! Se iniciaba una etapa de transformación mundial que aún no ha terminado. Hacía tres años que había colapsado la Unión Soviética y el […]
¡Qué lejos estamos de aquel diciembre de 1994, cuando Bill Clinton anunció que todos los países del continente (por nuestro bien) debíamos formar parte del ALCA, un solo mercado común sin barreras!
Se iniciaba una etapa de transformación mundial que aún no ha terminado.
Hacía tres años que había colapsado la Unión Soviética y el pensamiento de izquierda estaba atónito, impotente y desmoralizado. Gran parte de la humanidad, que no era necesariamente comunista, pero sí creía posible alcanzar, con la lucha colectiva, un mundo mejor, más igualitario y pacífico, sin hambre y sin humanos descartables, quedó paralizada.
Estados Unidos supo aprovechar esta coyuntura para imponer la hegemonía del libre mercado, bajo su solo y exclusivo liderazgo, en todo el planeta. Trabajó para instalar la idea de que ese modelo era el único posible y, por lo tanto, que el camino era irreversible. Y como siempre en la historia de su expansión imperial, para lograr sus objetivos le era imprescindible tener ordenado y sumiso el «patio trasero».
Es en este contexto que Clinton preside en Miami la primera Cumbre de las Américas. A principios de ese año, México y Canadá, en forma asimétrica y subordinada, se habían integrado al Nafta. Su continuidad «natural» sería el ALCA, es decir, la sujeción económica, financiera y legal de todo el continente al sistema mundial que Washington estaba confeccionando a su medida.
Como en cualquier planificación de esa envergadura, a la pata económica y política se le sumaba la militar. También en 1994, Clinton ordenó una revisión de los centros de Inteligencia, control y comandancia involucrados en operaciones antinarcotráfico a través de la Orden Ejecutiva 14 y estableció tres Fuerzas de Tarea Conjunta entre Agencias: Oeste, Este y Sur. Muerto el enemigo rojo, fue la lucha contra el narco el principal discurso justificador para ejercer una total vigilancia y militarización sobre nuestro territorio.
Pero lascumbres de las Américas fueron mutando al ritmo de los cambios latinoamericanos. En 2001, el presidente Hugo Chávez, como un Quijote solitario, dejó constancia en la declaración final de la Cumbre de Quebec que se oponía al ALCA.
Eran tiempos globalifóbicos (así se los llamaba para no decir antineoliberales). En Seattle, Niza, Praga o Barcelona, cientos de miles de jóvenes de Europa y EE.UU. colmaban las calles para impedir las reuniones de los organismos emblemáticos del capitalismo: OMC, Banco Mundial, FMI, Cumbre de las Américas o G-8. Los líderes del primer mundo tenían que esconderse en castillos para poder reunirse. Casualidad o no esto terminó abruptamente, en Europa, con la muerte de un joven militante, Carlo Giuliani, y la brutal represión contra cientos de militantes ordenada por Silvio Berlusconi en Génova en julio de ese año (ver Página/12 del 9 de abril). Y, en EE.UU. terminó luego del 11 de septiembre de 2001 con la sanción del Acta Patriótica, una de las más duras leyes represivas que se conocen.
Pero el cambio no paró y tomó la posta el Sur. Mar del Plata, en 2005, con su No Al ALCA fue la bisagra. Lejos habían quedado Miami y los presidentes que practicaban relaciones carnales. Ahora, en Panamá, quedó claro que EE.UU. ya no puede imponer, como antes, su agenda unilateral. Obama quería llegar a esta VII Cumbre con la fecha de apertura de su embajada en La Habana (no la tiene). No quería sacar en lo inmediato a Cuba de la lista de países terroristas (deberá preverlo). La funcionaria Roberta Jacobson dijo que el tema Venezuela no se trataría en Panamá, pero fue difícil soslayarlo. Y aún más, por la presión latinoamericana, la Casa Blanca tuvo que relativizar y bajarle el tono a la Orden Ejecutiva que declaraba al país bolivariano como una amenaza.
No obstante, quedan cuestiones pendientes. Hay algo fundamental que no debe olvidar la nueva agenda latinoamericana: el cierre de las más de 80 bases militares que el Pentágono tiene en América latina (más de 30 en América del Sur, la mayoría en Perú).
Lo advirtió con agudeza el secretario general de la Unasur, Ernesto Samper: son un resabio de la Guerra Fría en una región de paz y sin armas nucleares. Su presencia en nuestra tierra no tiene sentido. Es un enorme riesgo para nuestro futuro que el ejército más poderoso del mundo esté al acecho de nuestras riquezas, monitoreando nuestros gobiernos y fuerzas armadas y obstaculizando nuestros pasos soberanos.
Telma Luzzani: Periodista especializada en asuntos internacionales.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-270363-2015-04-12.html