Ciertas resoluciones del Tribunal Supremo de EEUU han venido a remover uno de los más sólidos pilares sobre los que descansa parte de la cultura del gran país norteamericano: la pena de muerte. No es que ésta corra el riesgo de ser abolida en toda la Unión; no tema el lector sanguinario ni se alegre […]
Ciertas resoluciones del Tribunal Supremo de EEUU han venido a remover uno de los más sólidos pilares sobre los que descansa parte de la cultura del gran país norteamericano: la pena de muerte. No es que ésta corra el riesgo de ser abolida en toda la Unión; no tema el lector sanguinario ni se alegre el compasivo. Lo que sucede es que algunos pormenores de su aplicación han permitido descubrir ciertos resquicios legales que abren nuevos espacios a la polémica, nunca del todo silenciada, sostenida por los que allí todavía aspiran a suprimir definitivamente la pena capital.
Hace dos semanas, el citado tribunal ordenó detener la ejecución de un condenado que llevaba diecinueve años esperándola y que estaba ya a punto de sufrir tan irreversible correctivo. Pero para entender lo que está sucediendo debe saberse que la pena de muerte se ejecuta hoy predominantemente (en 37 de los 38 Estados de la Unión que aún la aplican) mediante la técnica de la inyección letal.
Se empezó a utilizar este procedimiento en 1977, en sustitución de la muy común electrocución mediante la llamada «silla eléctrica». También vino a reemplazar a otros dos sistemas harto populares entonces: la horca y la cámara de gas. La razón aducida fue que la inyección era un procedimiento «más humano» que los otros.
La inyección letal consta, en realidad, de tres inyecciones sucesivas, según se explica con detalle en los correspondientes textos legales. Primero se inyecta al reo una sustancia adormecedora; a continuación, un compuesto paralizante; y, por último, un producto que detiene el funcionamiento cardíaco.
A principios del 2006 surgió el primer molesto contratiempo que encendió las luces de alarma en los fervorosos partidarios de la pena de muerte. Comenzada la ejecución de un condenado, que había recibido ya la primera inyección, llegó la muy cinematográfica llamada telefónica urgente que ordenaba detener inmediatamente el proceso. No era que la sentencia quedase revocada de modo definitivo, sino que se exigía añadir un paso más a su habitual desarrollo: el Tribunal Supremo dictaminaba que el reo tenía derecho a alegar ante un tribunal que el método de ejecución adoptado podía producirle un «dolor excesivo» y, por eso, podía ser cruel y anticonstitucional.
Incluso su abogado declaró que el condenado no discutía la pena que le había sido impuesta por asesinar a un policía en 1982, sino el molesto padecimiento que aquélla podía infligirle. El Estado de Florida, añadía el abogado, podría ejecutarle cuando lo desease, pero usando otro procedimiento «más humanitario». La causa aducida -sobre la que tendrá que pronunciarse definitivamente el Tribunal Supremo en el 2008- es que la triple inyección tiene el inconveniente de que, tras aplicar la segunda dosis, no puede saberse con certeza cuál es el grado de sufrimiento del ejecutado en la tercera y definitiva fase de la operación.
Pero la pena de muerte tendrá todavía larga vida en EEUU, valga la paradoja. Por una parte, todos los Estados conservan métodos de ejecución suplementarios, a los que recurrirían si la inyección letal se declarase anticonstitucional. Por otro lado, los que temen que tantas trabas legales pudieran dar al traste con el habitual y tranquilizador ritmo de las ejecuciones ya están ideando nuevos modos que cumplan las exigencias legales. Uno de ellos es la asfixia mediante nitrógeno, que produce, según se dice, efectos parecidos a los del monóxido de carbono, generado por las estufas mal encendidas o por el escape de los automóviles. Añado, de mi propia cosecha, que a la muerte por congelación se le llama «muerte dulce» y quizá conviniera sugerirla también a las instancias adecuadas, por si tuviesen a bien considerarla.
En esta deprimente historia, lamentablemente real, uno no puede sino recordar la estrofa final de una conocida canción de Javier Krahe:
«Sacudir con corriente alterna
reconozco que no está mal:
la silla eléctrica es moderna,
americana, funcional.
Y sé que iba de maravilla
nuestro castizo garrote vil
para ajustarle la golilla
al pescuezo más incivil.
Pero dejadme, ay, que yo prefiera
la hoguera, la hoguera, la hoguera.
La hoguera tiene… qué sé yo
que sólo lo tiene la hoguera».
Es de temer que la deslumbrante -y acogedoramente cálida- sugerencia del cantautor no va a ser de fácil aplicación en un mundo donde se sabe ya que la libre combustión de la madera contribuye a aumentar el temible efecto invernadero. Sólo nos queda desear que alguna vez no haya que escribir más sobre la pena de muerte, y ésta quede tan arrumbada en los desvanes de la Historia como lo fueron los sacrificios humanos a los exigentes dioses del pasado.