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El 15-M más allá de las urnas

Fuentes: Ràdio Klara

Al estallar la crisis, allá por el 2009, afirmé con cierta osadía por mi parte que lo que estaba ocurriendo ante nuestros ojos era una «nueva guerra mundial», la tercera, no declarada y sin utilizar medios bélicos, aunque con similares resultados destructivos sobre las personas y los recursos de los países atacados. Es decir, una […]

Al estallar la crisis, allá por el 2009, afirmé con cierta osadía por mi parte que lo que estaba ocurriendo ante nuestros ojos era una «nueva guerra mundial», la tercera, no declarada y sin utilizar medios bélicos, aunque con similares resultados destructivos sobre las personas y los recursos de los países atacados. Es decir, una contrarrevolución mundial con la peculiaridad de tener al enemigo en casa, personificado en nuestros propios gobiernos, directorios que primero han cedido soberanía a entes ajenos y luego se les han sometido directamente. Y ahora, casi tres años después de aquella valoración, me sorprendo de nuevo utilizando símiles cuarteleros al juzgar como «golpe de Estado» la inclusión de la limitación del gasto público en la Constitución. Pero, dejémoslo ahí.

Hurgar colectivamente en el cómo y por qué hemos llegado a esto, ver los rasgos que definen en problema, la naturaleza de su hybris, como decían los clásicos griegos, representa un imperativo ético, y debería ser el principio de una catarsis que nos conduzca a la deseada rectificación del sistema dominante. Veamos algunos de los rasgos clave de esa deriva. A saber: totalitarismo invertido, democracia dirigida, falsa opinión pública y vaciamiento insolidario.

Totalitarismo invertido, en expresión de Sheldon S. Wolin, es el del gobierno de las corporaciones, el gobierno que privatiza la toma de decisiones utilizando como excusa la representación, para que la mano invisible del mercado dirija la estrategia del Estado a fin de hacer de las personas seres superfluos, imponiendo contravalores como la competencia (que refuerza el papel de las partes sobre el conjunto) frente a solidaridad; el elitismo caníbal frente al pluralismo participativo y el dogma del beneficio depredador frente a prosperidad general. El totalitarismo invertido oculta su rostro, no utiliza, como el totalitarismo clásico, el terror para dominar sino el poder disciplinario, la biopolítica.

La democracia dirigida es una democracia que se legitima por el refrendo de las elecciones, un proceso-rito éste autocontrolado desde el poder. Porque la ciudadanía, única fuente de legitimidad social, ha sido suplantada por los votantes, entes con vida política limitada al hecho electoral. Así, las elecciones han desplazado a la participación y el votante se ha convertido en el prototipo del súbdito voluntario.

La opinión pública, teórica conciencia de la voluntad general, ha devenido en opinión publicada, que es una suerte de trepanación generalizada para implantar estados de ánimo en los individuos. Lo público se privatiza, lo privado se publicita. El agotamiento del espacio público, la crisis de representatividad política y la dependencia de los saberes técnico-económicos son las variables determinantes de esa degeneración. Ahí está esa inmensa tragedia con tintes de holocausto diferido de Fukushima que ha sido eliminada de la agenda global mientras las funestas emisiones de la central siguen sin control tras 7 meses de impune actividad.

Vaciamiento insolidario. La hegemonía de la economía financiera basa su lógica en encapsulamiento individual. Puesto que el dinero actúa eliminando los vínculos personales en el intercambio, supone una puerta abierta a la trivialización de la responsabilidad y dinamita la cohesión social. De la misma forma, los intentos de imponer la amnesia histórica busca borrar la experiencia primando un relato referenciado sólo al presente dominante, que destruye toda posibilidad de persona moral, de conciencia y deja a la persona aislada entre una masa que precisa de líderes para un mínimo de metabolismo vital.

Ese totalitarismo invertido, asfixiante e inhumano, es lo que ha provocado que las resistencias emerjan desde los márgenes de la sociedad, de regiones devastadas, originando una microfísica de la subversión para la descentralización del Poder, lo que significa cuestionar el fetichismo del Estado como Ogro Filantrópico. La insumisión en marcha tiene mucho de tradición libertaria ex novo, valga la aparente contradicción, en cuanto no se limita a refutar el modelo político, o el económico, o ambos a la vez, sino que reconoce a su adversario en todas las manifestaciones del sistema, visibles o subliminales.

Pero el proceso abierto con la irrupción del 15-M en el panorama político y social, como ocurre en todas las actividades humanas, no está exento de complicaciones, dudas y vaivenes. Buena prueba de ello es esa petición de pasar de la «indignación a la acción», que ya en su propia formulación revela una cierta impaciencia, un sesgo de tentación utilitaria, en parte lógica pero incoherente en su teleología. ¿No supone la indignación acumulada de cientos de miles de ciudadanos de toda condición social unidos contra el statu quo un admirable supuesto de acción instrumental más allá de su evidente y necesario contenido emotivo?

Permitidme una, si se quiere pedestre, comparación del fenómeno de nuestra-vuestra insumisión con ámbitos de la biología, puesto que como sentenció Aristóteles el hombre es un zoon politikon. El movimiento de los indignados representa una de esas escasísimas ocasiones en que la naturaleza social produce una mutación positiva que quiebra la inercia social dominante. Estamos ante un proceso en plena evolución, quemando etapas, que ya ha superado con éxito la fase embrionaria, incluso el estado de larva, y avanza su metamorfosis hacia formas organizativas más complejas, tras despejar mecanismos hereditarios del reciente pasado que le anclaban al seguidismo institucional. Y ni los genes propicios a la servidumbre voluntaria, ni el efecto narcotizante del medio ambiente convencional han logrado frenarlo hasta ahora. Al contrario, en estos momentos sus nuevas capacidades exploran en su memoria fósil el ADN el rastro de la verdadera democracia que borró la práctica milenaria del darwinismo social implantado desde el poder. Seamos revolucionarios, no atropelladores. Dejemos que la propia evolución bajo el signo del apoyo mutuo haga su trabajo. No sería la primera vez ni la última. Hay precedentes. La Grecia del siglo IV antes de la era cristina hizo ese viaje a Ítaca pasando del Mito al Logos alumbrando así la primera democracia de la historia, imperfecta como todo lo humano, pero insuperada todavía.

De ahí que coincida plenamente con mi buen amigo Carlos Taibo en que las elecciones del próximo 20 de noviembre no deben galvanizar en exclusiva la experiencia del 15-M, su impulso ético. Más claramente, el 20-N no es nuestro objetivo ni debe monopolizar nuestro afán. No actuemos de inocentes taxidermistas. Hagamos como si no existiera y sigamos nuestro camino. De lo contrario, el espejismo de unas elecciones inermes puede desmovilizar voluntades esenciales para la acumulación de fuerzas que el movimiento precisa. ¿Qué se puede esperar de unos comicios en donde el 77% del cuerpo electoral afirma, según la reciente encuesta del CIS, no importarle nada la política y al mismo tiempo abunda en que ninguno de los líderes en campaña alcanza el aprobado en la estimación popular? Pan y circo. El 20-N es un espejismo, otro más, un muerto viviente, un zombi, a quien el marketing de la presunta participación ciudadana pretende dar cuerda por otros cuatro años. Pero, dicho lo dicho, tampoco actuemos como inquisidores, no nos hagamos jefes de una nueva intolerancia. Hemos llegado hasta aquí para construir en común algo nuevo sobre las ruinas de un sistema que ha colapsado. Esa democracia recauchutada en las urnas ya es un sólo un parque temático. Sin embargo debemos enfrentarnos con la carga polisémica de esos principios que identifican el 15-M para pasar de la indignación a la acción, manteniendo la insumisión ética como desideratum. Me refiero al «no nos represen», al «lo llaman democracia y no lo es» e incluso al más doméstico de «PSOE, PP, la misma mierda es».

«No nos representan», pero ¿estamos luchando por una representación no viciada, auténtica, es decir por reformar el modelo vigente para dotarlo de legitimidad mediante reformas electorales o similares o queremos avanzar hacia un proceso constituyente, de ruptura democrática, que supere el ámbito de la delegación y de paso al de la participación no mediada?

Y lo mismo cabe decir de «lo llaman democracia y no lo es. ¿Apostamos por la senda de los efectos o de las causas? ¿Qué es lo que en verdad hace que una democracia lo sea, la ritual separación de poderes, o transformar las bases materiales, sociales y culturales de la comunidad para que ella misma sea el poder y sus atributos?

El futuro está por escribir. Pero está claro que tenemos ante nosotros una oportunidad histórica y casi irrepetible. De ahí la necesidad de construir una alternativa al actual statu quo.

Termino con algunos datos de situación, aportados por organismos oficiales, que inciden sobre la tendencia a la criminal social del sistema. El primero es el último informe de Eurostat correspondiente al año 2009, justo al comienzo de la crisis, referente a que España, la cuarta potencia económica de Europa y la décima del mundo, es uno de los países con mayor índice de desigualdad de los 27 estados que componen la UE, siendo sólo superado por Letonia, Rumanía y Lituania. El segundo aporte recoge un estudio sociológico publicado en la revista del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) del verano del 2010 señalando que en España las posibilidades de remontar la clase social de cuna son las mismas que durante la industrialización de los setenta, y que el factor determinante para mejorar socialmente sigue siendo la tradicional recomendación. El tercero habla de las estadísticas oficiales sobre personas en el umbral de la pobreza, el 21,8 % de la población, y ni en las épocas de bonanza esa lacra bajó del 19%. Y el último se refiere a unas recientes declaraciones del consejero del BCE, González Paramo, sobre el hecho anómalo de que incluso cuando España crecía al 4% «apenas consiguió bajar el paro del 10%», (hoy está en el 21,5% de la población activa y afecta a 5 millones de personas), que es el máximo promedio de paro que registra el resto de la UE en plena crisis. Todo ello después de 33 años de democracia, 25 de integración en la Unión Europea y 11 de pertenencia a la zona euro.

Que cada cual saque sus conclusiones.

(Nota. Este texto fue inicialmente escrito para una charla-debate con un colectivo del 15-M de Valencia).

Fuente: http://www.radioklara.org/radioklara/?p=1657