Eramos muchos los que estábamos ya hasta la coronilla del aluvión abrumador de noticias y reportajes sobre la campaña presidencial estadounidense. Se nos venía encima a todas horas y en todas partes: que si el mitin tal, que si la acusación cual, que si el voto indeciso de Ohio, que si los obreros blancos […]
Eramos muchos los que estábamos ya hasta la coronilla del aluvión abrumador de noticias y reportajes sobre la campaña presidencial estadounidense. Se nos venía encima a todas horas y en todas partes: que si el mitin tal, que si la acusación cual, que si el voto indeciso de Ohio, que si los obreros blancos de Pensilvania, que la última tontería de Sarah Palin… Cada noticia, considerada aisladamente, podía tener cierto interés (o no), pero el ataque de todas ellas en continuo tropel resultaba apabullante.
Hemos llegado, por fin, al fin. Se mojen más o menos, hoy es el día del paso del Rubicón y sabremos de una vez quién es el nuevo César del imperio. Enterados de lo cual, podremos regresar a una cierta normalidad mediática. Ya era hora.
No soy de esos que dicen en tono despectivo que les da igual quién sea el presidente de la primera potencia mundial. A mí sí me importa. Me interesa saber qué sucede hoy, porque puede haber bastantes asuntos, tanto internos como externos de los EEUU, que tomen un sesgo parcialmente distinto (sólo parcialmente, pero distinto), según qué candidato resulte elegido, aunque no sea fácil pronosticarlo a partir de sus proclamas electorales, tan vaporosas como demagógicas. Pero una cosa es sentir ese interés general y otra que traten de convertirnos en expertos en los más mínimos intríngulis de la campaña electoral estadounidense y, lo que es peor, de su complicadísimo sistema electoral, que pasa por los llamados «votos electorales», sistema de elección indirecta que, salvo en un par de estados, excluye por completo la proporcionalidad, es decir, el respeto por las minorías, es decir, la democracia, lo cual contribuye en no poca medida a que la mitad de los ciudadanos estadounidenses con derecho a voto suela abstenerse de ejercerlo.
La paradoja es llamativa: se supone que nosotros, que no votamos en esas elecciones, debemos verlas con más pasión que la mitad de quienes, pudiendo intervenir en ellas, las desdeñan.
Lo poco agrada pero lo mucho enfada. Que representen la obra, sea tragedia o comedia, y pasemos de una vez a ocuparnos de otros asuntos, que por aquí no escasean.