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Cronopiando

El caso «Bob»

Fuentes: Rebelión

Si se efectuara un concurso de casos insólitos para elegir el que mejor demuestre la eficacia policial y jurídica en los Estados Unidos, apuesto porque el caso «Bob» ganaría la medalla de oro por unanimidad. Ni siquiera las favorables sentencias que ciertas personas han obtenido en sus demandas contra grandes emporios podrían demostrar de mejor […]

Si se efectuara un concurso de casos insólitos para elegir el que mejor demuestre la eficacia policial y jurídica en los Estados Unidos, apuesto porque el caso «Bob» ganaría la medalla de oro por unanimidad. Ni siquiera las favorables sentencias que ciertas personas han obtenido en sus demandas contra grandes emporios podrían demostrar de mejor manera la eficacia de los destacamentos policiales y tribunales estadounidenses. Tampoco la querella millonaria ganada por un particular al ayuntamiento de alguna ciudad estadounidense por haber resbalado en sus calles opaca, en la categoría de «insólitos», el caso de Bob.

Un cable de EFE informaba al mundo la captura en Ventura, California, de José Mosqueda, acusado de torturar a una tortuga, con el agravante de que Bob, que así es que se llama el animal, es una especie en vías de extinción. Por si no fuera suficiente el delito, Mosqueda, de 18 años, había robado previamente la tortuga, o secuestrado a Bob, si se prefiere, a un niño que, además, era autista.

Agrega la agencia de noticias que con intención de arrebatarle a Bob su caparazón, Mosqueda lo había acuchillado, arrojando después su cuerpo a un basurero.

Para regocijo de la ley y el orden, del niño autista y del propio Bob, la colaboración ciudadana fue vital en el esclarecimiento del secuestro, homicidio frustrado y abandono de víctima, al hacer su denuncia una vecina que presenció los hechos. En apenas minutos fue arrestado Mosqueda y conducido a la cárcel «por crueldad contra los animales y robo». Afortunadamente -concluye la agencia su noticia- «Bob se recupera satisfactoriamente, aunque se le ha instalado un tubo».

Ni siquiera fueron necesarias esas millonarias horas y titulares, tan habituales en los medios de comunicación estadounidenses, para mejor cautivar la opinión pública, y que generosamente han prodigado desde el caso de O. J. Simpsom, aquel acaudalado y famoso jugador de rugby «americano» que ganó su inocencia luego de matar a su esposa y a otro hombre, hasta la tragicomedia de Paris Milton y su profunda depresión, hospital incluido, luego de su primer día de cárcel de un total de 28 a los que había sido condenada por conducir ebria y existir antecedentes.

Para poner a buen recaudo a Mosqueda, que no se había conformado con conducir borracho o acabar con su mujer, sino que había estado a punto de matar a Bob, no se hizo necesario el despliegue que llevaron a cabo los canales de televisión y periódicos de Estados Unidos cuando muerta Nicole Smith, una de sus millonarias celebridades a la que le dio por emular a la Monroe en su último día, medio país se disputaba la gracia, ADN en mano, de haber sido el padre de su hija y, en consecuencia, el progenitor de la heredera. Acaso porque nadie tenía interés en cotejar su ADN con el de la tortuga y probar posibles parentescos, el caso de Bob se solventó en los medios sin mayor alharaca, hasta con discreción, sin que a la fecha sepamos qué ha ocurrido con Bob, cómo se llamaba el niño autista, qué recompensa obtuvo la vecina, quién pagará la prótesis de Bob, qué pensaba hacer Mosqueda con el caparazón…preguntas que, posiblemente, ya nunca tendrán respuesta aunque, gracias a Bob y a los medios que nos contaron la historia, esa audiencia que nunca se ha distinguido por practicar el libre pensamiento, se felicitará por ser parte de un mundo en el que la institucionalidad funciona, y en el que la policía arresta a los delincuentes, la justicia los condena y todos podemos leerlo en la prensa o verlo por televisión mientras ocurre.

Claro que me he referido, exclusivamente, a los casos «insólitos», porque con los casos comunes no hay concurso posible.

Y es que no hay instituciones en el mundo, policiales o jurídicas, que ostenten tantas aberraciones y desde hace tantos años, como las estadounidenses.

Tampoco podía ser de otra manera el en Estado que más derechos humanos vulnera, dentro y fuera de los Estados Unidos.

Estamos hablando de un país cuya pretendida justicia, contra todo derecho, razón y vergüenza, avala el secuestro desde hace más de un siglo de Guantánamo, territorio cubano hoy transformado en campo de exterminio, en un documento cuya legalidad insulta la inteligencia, incluso, del propio Bush. La misma justicia que mantiene en prisión a cinco ciudadanos cubanos a los que debería honrar por haber sido más consecuentes con las intenciones del presidente estadounidense de luchar contra el terrorismo que el mismo Bush.

Ni la policía ni la justicia estadounidense han logrado, todavía, rescribir esa página en blanco de su historia que silencia el magnicidio de John F. Kennedy y calla sus consecuencias. Remiten para el 2029, cuando se hayan cumplido, curiosamente, 66 años de aquel «golpe de Estado», la revelación de «algunas» informaciones al respecto, actualmente negadas a la opinión más «informada» del mundo.

Por ello recalcaba ceñirme únicamente a los casos «insólitos» aún a sabiendas de todos los «insólitos» pasajes que atesora el caso del asesinato del presidente Kennedy, incluyendo tiradores, balas y trayectorias, o el carnaval de desafueros que acompañó la charada judicial con los cinco secuestrados cubanos, para no hablar de la puesta en libertad, por esa misma justicia estadounidense, de Posada Carriles y otros terroristas afines.

En el mayor mercado de la droga en el mundo, por ejemplo, nunca se ha identificado y detenido a uno de sus grandes jefes, nunca hemos asistido a la noticia urgente, de último minuto, de la desarticulación de uno de sus «carteles». No hay ninguna respuesta, ni policial ni jurídica, ante el enorme auge que, desde la ocupación de Afganistán, ha experimentado el tráfico de heroína. Y en el pasado quedan historias tan truculentas, como el financiamiento de la contra nicaragüense y su secuela de tráfico de drogas y de armas, a espaldas del Congreso, con la CIA e Irán por el medio, y con un coronel, Oliver North, como única y final referencia de otra blanqueada página de la historia de esa gran mentira.

Nada ha hecho la independiente justicia estadounidense en los incontables casos de torturas de presos, secuestros de personas, estafas financieras y hasta fraudes electorales. A nadie ha detenido la eficaz policía estadounidense o ha enjuiciado su concienzuda justicia, por incompetencia criminal, en el mejor caso, por los miles de muertos que aún insisten en cargar en la cuenta del huracán Katrina; la misma policía y justicia que sí se hace notar, habitualmente, aporreando y condenando a ciudadanos negros o latinos. La misma justicia y policía que todos los expedientes contra sus asesinados presidentes los ha archivado siempre con la sentencia «obra de un loco, que actuaba solo y al servicio de nadie», y sigue sin esclarecer, y ya han pasado más de veinte años, casos tan sangrantes como el asesinato del ex canciller chileno Orlando Letelier y su secretaria estadounidense, a una cuadra de la misma Casa Blanca; la misma justicia que se arroga el derecho de poder intervenir en otros países, incluso, ya no por la ley de las armas sino con el arma de su ley, de una justicia que ambiciona carácter universal para sus ejecutorias y que pretende, al mismo tiempo, la impunidad para sus soldados, desconociendo cualquier tribunal internacional o desconsiderando organismos, eso sí, tan dispuestos al agravio, como las propias Naciones Unidas.

Pero para contrarrestar esos comunes casos que pudieran afectar la confianza de la audiencia en su propio Estado y sus instituciones, es que los medios transmiten los oportunos antídotos, esas insólitas historias en las que el imperio de la justicia se impone, en hermosa demostración de que la democracia funciona.

José Mosqueda ya no es una amenaza, ha sido neutralizado. Bob puede dormir en paz. Nosotros también.