La selección de candidatos en Estados Unidos es un complejo proceso que lleva seis meses. Después del supermartes de ayer, Daniel Fridman da las claves para entender cómo Hillary Clinton se instaló como la candidata demócrata con probabilidades de ser la primera mujer en comandar la Casa Blanca. Pero sobre todo explica el fenómeno de su casi seguro adversario: el magnate Donald Trump, un especialista en reality show.
Todo parece indicar que Donald Trump y Hillary Clinton competirán en las elecciones presidenciales de noviembre en Estados Unidos. Aunque es poco probable que esto cambie, en esta temporada electoral ya aprendí a no jugarme con predicciones. Por el lado demócrata, quienes apoyan a Bernie Sanders dicen que la idea de que Hillary ya ganó es un invento de la prensa pro-establishment demócrata (los grandes diarios como The New York Times y The Washington Post, canales como MSNBC) imponiendo una profecía autocumplida. Pero pese a las ilusiones iniciales de los seguidores de Sanders, las características demográficas de los votantes de cada precandidato hacen virtualmente imposible una remontada en la que Sanders pueda alcanzar a Clinton en cantidad de delegados.
En las primarias demócratas, los delegados de cada estado se reparten proporcionalmente según los votos recibidos, lo cual hace necesario victorias muy abultadas de Sanders para revertir su déficit actual. En los últimos días, el senador de Vermont ganó en varios estados pero no pudo acortar la distancia en delegados. En términos futboleros, Sanders gana 1 a 0 de local, pero pierde por varios goles cuando juega de visitante. Venció a todos los pronósticos en Michigan, generando una expectativa que no pudo cumplir en estados de la misma región, como Illinois y Ohio.
Se puede decir que por el lado demócrata lo que está pasando es lo que se esperaba: que el candidato insurgente movilice, ilusione, pero a la larga caiga frente a la candidata que apoya el partido. Habitualmente hay más competidores en las primarias demócratas y casi siempre hay un precandidato que concentra un voto más de izquierda, casi totalmente testimonial. Sin embargo, Bernie Sanders sorpresivamente presentó un desafío serio a Hillary Clinton, con una brillante campaña destinada a imponer en la agenda temas fundamentales para la izquierda: la desigualdad en el ingreso, la concentración económica, la ilimitada influencia del poder económico en la política y el derecho a la educación y la salud.
Sanders es un candidato excepcional; basta ver los videos que compilan sus discursos de los últimos treinta años para entender la consistencia de sus ideas. Su candidatura representa algunas de las reacciones post-crisis financiera de 2008, incluido el movimiento Occupy Wall Street que surgió en 2011, y al que le dio manifestación electoral. Es una pena que algunas de sus fortalezas en realidad también sean debilidades. Bernie tiene bien claro lo que significa su proyecto político. No se trata de elegir a un candidato, dentro de un menú de opciones, que cuando sea presidente lleve adelante sus propuestas mientras los votantes se dedican a sus cosas. Sanders subió la vara: el éxito de su proyecto depende del nacimiento de lo que él llama una «revolución política» que precisa de niveles de participación y presión popular que cambien la dinámica a la que las elites políticas de ambos partidos están acostumbradas. Bernie no pide solamente el voto, pide algo que no depende de él.
En contraste, Hillary Clinton ofrece algo muy conocido: manija política y experiencia para alcanzar objetivos (muy) moderados, sin ninguna ruptura con la elite financiera, que ha sido generosa con su campaña. Obama empezó como el candidato de la esperanza en 2008 y terminó como el presidente de lo posible en 2016. Hillary de algún modo promete más de lo mismo (algo así como un tercer mandato de Obama). Para quien la reforma del sistema de salud que impulsó el actual presidente fue la política redistributiva más importante de los últimos 50 años, Clinton parece ofrecer algo; para quien esa reforma fue simplemente una capitulación frente al poder concentrado de la medicina, los seguros y las farmacéuticas, entonces sí es necesaria una revolución política.
Lo que es seguro es que la candidatura demócrata será, como cuando la obtuvo Obama, una innovación, cualquiera sea el elegido/a. Bernie Sanders se llama a sí mismo socialista (una palabra tabú en el lenguaje político de Estados Unidos) y Hillary Clinton sería la primera mujer candidata a presidente. Para los votantes de ambos partidos, la preocupación es si elegir estratégicamente al candidato en función de sus chances de ganar la presidencia en Noviembre o si votar por convicción. Las campañas para la pre-candidatura intentan convencer a un electorado que no va a ser el mismo que en noviembre, cuando los candidatos se suelen mover al centro para captar indecisos, especialmente los de aquellos pocos estados en los que no está prácticamente garantizada la victoria de un partido u otro. La elección de cada partido, entonces, se hace con un ojo mirando al otro, para en lo posible evitar un candidato con pocas chances de ganar la elección general. Los demócratas se preguntan si será éste el año de innovar con un candidato excepcional como Sanders cuando del otro lado de la grieta los votantes republicanos están innovando más que nunca.
Como decía antes, esta temporada electoral aprendí a no arriesgar más predicciones. Cuando apareció Donald Trump haciendo ruido en el verano boreal de 2015, mi primera teoría fue la siguiente. Las primarias partidarias en Estados Unidos tienen mecanismos de exclusión relativamente débiles. Casi cualquiera se puede presentar en la medida en que tengan suficiente dinero para hacer campaña; el mecanismo de exclusión es principalmente económico. Estos mecanismos débiles hacían a las primarias muy tentadoras para un millonario como Trump, para quien toda publicidad es buena porque su negocio es su propia imagen. Mi teoría era entonces que Trump no tenía interés en competir seriamente y todas las barbaridades que decía eran poco más que un mecanismo publicitario a precio relativamente módico. Trump contaba además con la certeza de que la prensa le pondría atención constante por su fama, sus declaraciones xenófobas, y lo atípico de su candidatura. Luego de algunos meses de hacer ruido, a Trump le redituaría en más celebridad, más polémica, más presencia pública y más corbatas, hoteles y programas de TV vendidos en el futuro. Trump había hackeado las primarias republicanas para una gran performance publicitaria.
Mi teoría descansaba en el supuesto de que Trump sabía que no tenía chances de ganar la candidatura. Hasta hace muy poco, este supuesto gozaba de buena salud. El proceso de selección de candidatos en Estados Unidos es muy complejo y andar bien en las encuestas meses antes de las primarias no significa que la candidatura está asegurada. Este supuesto proviene de una teoría más general, conocida como The Party Decides (El Partido Decide). Según esta teoría, las elites del partido conservan un poder de decisión fundamental, por más que los ciudadanos voten. Los precandidatos suben y bajan en las encuestas en el año anterior a las primarias, pero tarde o temprano (a más tardar en las primeras elecciones internas en Iowa y New Hampshire), el establishment partidario se decide por algún candidato y tira todo el peso del partido, incluyendo recursos financieros y de movilización, para asegurar su victoria (en el caso de los demócratas, el partido cuenta además con un 15% de delegados que no son votados y que pueden elegir a quien les plazca).
En las dos primarias republicanas que yo había seguido con atención ocurrió eso: cada mes cambiaban los líderes en las encuestas pero a la larga John McCain (2008) y Mitt Romney (2012), fieles representantes del ala tradicional del partido, ganaron la candidatura. Según The Party Decides, las elites partidarias eligen un candidato con razonables chances de ganar la presidencia, pero que al mismo tiempo no se aleje de la línea general partidaria, es decir que en caso de ganar la presidencia permanezca bajo relativo control del partido. Por eso, si bien las encuestas predicen algo, los endorsements (apoyos explícitos de miembros importantes del partido) son mejores indicadores de quién finalmente será el elegido.
Pero la teoría de The Party Decides parece haber fallado esta vez. Hasta un politólogo sugirió (un poco en chiste) culpar a la ciencia política por el fracaso: como todos esperaban que la teoría se cumpliera, el establishment del partido republicano no se ocupó de hacer lo que la teoría decía que harían (o bien no pudo hacerlo), unirse detrás de un candidato y excluir a los inviables o poco confiables. La candidatura de Trump parece haber paralizado al partido republicano, que aún no sabe cómo reaccionar, y probablemente sea ya demasiado tarde para hacerlo, al menos sin pagar enormes costos políticos.
Pero la falla de The Party Decides quizás no sea un problema de la teoría, sino de uno de sus supuestos: la necesidad de un partido relativamente saludable. En los últimos años, el partido republicano parece cada vez más una insurrección permanente que un partido político. La rebelión conservadora del movimiento Tea Party, apenas comenzada la crisis financiera de fines de la década pasada, ofreció una muestra de los conflictos que se avecinaban. La coalición electoral republicana es extremadamente compleja pero, simplificando mucho, contiene dos grandes bloques: los sectores más ricos del país (a quienes los atrae las agresivas políticas económicas pro-negocios) y sectores no tan ricos pero altamente movilizados por cuestiones ideológicas y valores religiosos. Esta coalición ha tenido siempre sus tensiones, pero en los últimos años se ha hecho cada vez más difícil de sostener. A diferencia de otros movimientos populares con poca relevancia electoral, desde 2010 el Tea Party (con ayuda financiera de algunos millonarios conservadores) se dedicó a colocar a sus propios candidatos en la cámara de representantes, enfrentando a candidatos tradicionales en las primarias de cada distrito. Al poco tiempo, la bancada republicana en el congreso se volvió cada vez más ingobernable. Los políticos de la vieja guardia republicana tenían poco margen de maniobra para negociar con el ejecutivo por la amenaza de los sectores más conservadores -y menos disciplinados políticamente-de su partido, quienes llegaron a sus bancas diciendo que Obama era más o menos el diablo.
La intransigencia de estos sectores (liderados en el senado por el hoy precandidato Ted Cruz) derivó en el congelamiento de fondos públicos en el 2013, que hizo que la administración pública tuviera que cerrar sus puertas por más de dos semanas. En 2014, el líder de la mayoría republicana en la cámara baja, Eric Cantor, perdió la elección interna en su distrito con un candidato del Tea Party (la primera vez que un congresista en esa posición pierde su banca). Ya comenzada la carrera por la candidatura republicana en 2015, el presidente de la Cámara de Representantes John Boehner puso fin a una vida política ya casi imposible, renunciando a a su banca y dejando al partido sin liderazgo en el congreso. Paul Ryan, candidato a vicepresidente en las elecciones del 2012, aceptó sucederlo luego de que otro aspirante declinara y sólo gracias a los ruegos del partido.
En ese contexto de un partido en crisis se largó la carrera por la candidatura presidencial republicana en 2015, con más de quince candidatos, muchos de los cuales sobrevivieron aún hasta las primeras primarias en febrero. Poco después de la derrota 2012, el comité nacional del partido republicano analizó el resultado y elaboró un plan para recuperar la presidencia que incluía moderar la política migratoria y hacerse más aceptable para los hispanos y las mujeres. Según el análisis, las tendencias demográficas de largo plazo en varios estados condenaban al partido al olvido si no lograban acercarse a ese electorado. Sin embargo, este año la contienda republicana repitió la historia de las elecciones anteriores, con candidatos compitiendo por ver quién es más duro con los inmigrantes, agregando esta vez la retórica racista y xenófoba de Donald Trump, más ruidosa y explícita pero no tan diferente a la de las demás candidatos.
Por algún motivo, el establishment del partido nunca se decidió por un candidato, lo cual llevó a un problema de huevo y gallina. Jeb Bush, el más moderado de los candidatos y quien contaba con más apoyo en el partido, nunca pudo levantar en las encuestas. Otros candidatos del carril establishment, Marco Rubio, Chris Christie y John Kasich, no abandonaban la carrera en la medida en que el electorado no se consolidaba detrás de Bush, lo cual a su vez perjudicaba a Bush (Christie finalmente abandonó a fines de febrero y se sumó a la campaña de Trump). Mientras tanto, Trump se afianzaba en las encuestas y recién a comienzos de marzo, luego de varias victorias decisivas de The Donald, el candidato de 2012 y también millonario Mitt Romney salió con tapones de punta a implorar al electorado republicano que no elijan a alguien tan poco preparado para ser presidente como Trump, algo que ya había hecho Jeb Bush sin éxito. Cuatro años atrás, Romney había recibido feliz el apoyo de Trump, de quien sólo decía cosas buenas. Pese a las palabras de Romney, Trump sigue ganando primarias y será el candidato con más delegados. Quien más ha logrado acercarse a Trump, ganándole en un puñado de primarias es Ted Cruz, un candidato hiperconservador y religioso al que el establishment del partido republicano detesta. Los Ted Cruces de las elecciones anteriores (Rick Santorum y Mike Huckabee), candidatos que apelan a la base más radicalizada y religiosa de la derecha, perdían con Romney o McCain, hombres del partido. Hoy pierden con Trump, mientras los candidatos oficiales se reparten terceros y cuartos puestos.
Al debilitado establishment republicano le quedan ya pocas chances. Se conforman ahora con impedirle una mayoría absoluta de delegados a Trump, negándole victorias clave pero sin coronar en el proceso a ningún candidato en particular y repartiendo delegados entre sus oponentes. Kasich (gobernador de Ohio) y Rubio (senador por Florida) no daban un paso al costado para contribuir con esa estrategia ganando en sus propios estados el 15 de marzo (Ohio y Florida asignan delegados en un sistema en el que el ganador se lleva todos). La idea funcionó en Ohio, en donde Kasich ganó y obtuvo todos los delegados, pero fracasó en Florida, en donde la victoria de Trump forzó al local Rubio a terminar su campaña (Rubio había parecido en algún momento la esperanza del establishment). A Trump le fue bien además en los otros tres estados que tuvieron primarias el mismo día, North Carolina, Illinois y Missouri, compensando en buena medida los delegados que le arrebató Kasich en Ohio. Con la renuncia de Rubio, quedan ahora tres candidatos en carrera. John Kasich es el único aceptable para el establishment republicano, pero marcha último lejos en la cuenta de delegados, detrás de Trump y Cruz, y sólo ganó en el estado en el que gobierna hace cinco años. Como la mayor parte de los delegados pueden cambiar de voto si en la primera vuelta ningún candidato obtiene mayoría absoluta, existe la posibilidad de que la convención republicana en julio no consagre a Trump aunque haya sido el más votado (y no se sabe a quién elegirían en ese caso). Pero si los jerarcas del partido no pudieron sacar de la cancha a Trump hasta ahora, parece difícil que puedan hacerlo en la convención, al menos sin un escándalo importante, incluyendo la posibilidad de que el millonario se presente por un tercer partido. Pero la hipótesis de una convención dividida se evaporaría si Trump alcanza 1237 delegados, lo que no está fuera de su alcance en este momento.
Mi teoría obviamente ya no es que Trump nunca pensó que ganaría. Hace varios ciclos electorales que el show se convirtió en parte fundamental de la selección de candidatos. Los debates son performances bizarras y los candidatos performers con habilidades específicas. En 2012, el gobernador de Texas Rick Perry se derrumbó en las encuestas por trabarse durante un debate de candidatos presidenciales, olvidando el nombre de un ministerio y terminando en un ya famoso «ups». La metida de pata fue repetida miles de veces en medios y redes sociales, amplificando el ridículo. En un debate en febrero, Marco Rubio repitió tres veces en dos minutos las líneas que había memorizado y cayó al quinto puesto en las primarias de New Hampshire unos días después. Esas cosas nunca le pasarían a Trump, quien nunca se queda sin palabras.
Rick Perry cayó en desgracia como parte del show, pero lo que estaba tratando de recordar antes del «ups» era cuáles ministerios prometía abolir, incluyendo comercio, educación y energía, una propuesta absurda desde el punto de vista de la política pública. Como las de Perry, las declaraciones de los precandidatos republicanos hace años que son extravagantes y grotescas, aún para otro partido de derecha en cualquier otro país. Todos o casi todos los candidatos consideran al cambio climático una conspiración inventada por los científicos. Dos de los precandidatos son médicos (Rand Paul y Ben Carson, un reconocido neurocirujano), pero ponen en duda el conocimiento científico sobre vacunación. Todos defienden la libertad de los comerciantes a negarle el servicio a gays y lesbianas. Casi todos ven una conspiración del progresismo contra la navidad. Luego de cada masacre, todos reaccionan defendiendo el derecho divino a que los individuos porten armas (en Texas, la legislatura con mayoría republicana aprobó el año pasado una ley que permitirá llevar armas escondidas en la universidad y otra que permite circular por la calle con armas visibles). Y la lista sigue.
Mi teoría (que no es nada del otro mundo) es que el circo en el que se convirtieron las primarias motivó a Trump, un especialista en circo, a sumarse con la convicción de que su performance cultivada en años de exposición pública lo llevaría a la victoria. Para ganar en un show, ¿qué mejor que un showman en lugar de un político? En el año 2009, como parte de mi trabajo de campo sobre los fans de la autoayuda financiera, vi a Trump en una presentación en vivo en un hotel en Manhattan. En ese momento me impresionó lo simpático, carismático y gracioso que era. Su manejo de la audiencia, los chistes sobre sí mismo y su pelo, y su capacidad para improvisar en el podio hablando de negocios (sin hablar de nada muy concreto) eran fascinantes. Trasladar a la política esas habilidades no le costó mucho trabajo, particularmente si se trataba de hacer declaraciones grandilocuentes que carezcan del más mínimo sentido común.
Trump lleva décadas estudiando a su potencial electorado de una de las maneras más efectivas de conocerlo: vendiéndole libros, cursos, conferencias, programas de TV y otros productos y servicios. A sus cualidades personales y su retórica vacía pero efectiva de «hacer America grande otra vez», «los americanos vamos a ganar tanto que se van a cansar de ganar» y «soy el mejor negociando», Trump le sumó una calculada y peligrosa apelación al miedo, al racismo y a la desconfianza hacia los inmigrantes mexicanos y los musulmanes. Y también le agregó una dosis de crítica a los tratados de libre comercio, las compañías de seguro y las farmacéuticas, que es lo que sí está preocupando seriamente a las elites de ambos partidos. Trump construyó una inédita coalición electoral que se parece un poco al ala moderada republicana por su relativamente poco interés en cuestiones religiosas pero que se diferencia en su pesimismo por el libre mercado. Lo que comparte con el discurso que todo el partido republicano promovió desde la llegada de Obama es la noción de que esta ya no es la América que supimos tener, una América blanca y masculina, que no tenía que lidiar con la diversidad demográfica de hoy. Si todo sigue igual, Donald Trump se enfrentará en noviembre con Hillary Clinton, quien ha recibido los votos de buena parte de las minorías a las que el magnate se dedicó a insultar desde su primer acto de campaña.
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