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El eje del bien

Fuentes: Rebelión

Un eje es una recta alrededor de la cual gira algo. Y, como es bien sabido, dos puntos determinan una recta. ¿Qué gira alrededor de la recta imaginaria –de la rectitud ética y política– que une esos dos puntos cardinales del nuevo mapa del mundo que son La Habana y Bagdad? La respuesta puede parecer […]

Un eje es una recta alrededor de la cual gira algo. Y, como es bien sabido, dos puntos determinan una recta.

¿Qué gira alrededor de la recta imaginaria –de la rectitud ética y política– que une esos dos puntos cardinales del nuevo mapa del mundo que son La Habana y Bagdad? La respuesta puede parecer exagerada, pero no lo es: todo. En estos momentos, nuestra dignidad y nuestro futuro, nuestra supervivencia misma como especie, se están defendiendo, fundamentalmente, en la última Numancia y el último Sagunto de la última pesadilla imperialista.

Cuba es el lugar extremo, fronterizo, donde la guerra fría no podría ser más caliente. Iraq es el otro extremo de la misma frontera: el lugar donde la guerra caliente no podría ser más fría, más despiadada, más calculadora (aunque los cálculos sean erróneos y al Imperio no le salgan las cuentas). En estos dos grandes escenarios –y laboratorios– políticos, dos pueblos heroicos resisten y nos iluminan con su ejemplo. El pueblo iraquí resiste con las armas. El pueblo cubano resiste con el sacrificio y el entusiasmo, con la solidaridad y el esfuerzo cotidiano de las herramientas elementales: la hoz y el martillo.

Sin la resistencia armada de los iraquíes (y de los afganos, y de los palestinos…), es decir, si el Imperio pudiera permitirse otras aventuras militares, Cuba (y con ella toda Latinoamérica) correría un peligro mucho mayor del que corre. Sin el proyecto transformador latinoamericano liderado por Cuba y Venezuela, los iraquíes, los afganos, los palestinos y los demás pueblos insurgentes del Viejo Mundo tendrían mucho más lejos la victoria.

¿Y cuál es nuestro papel en esta batalla, en esta última gran batalla de la eterna guerra de los ricos contra los pobres, de los opresores contra los oprimidos? La respuesta es muy simple, aunque su puesta en práctica no lo sea tanto: los demócratas –es decir, los revolucionarios– del «primer mundo» tenemos la inexcusable obligación de apoyar por todos los medios las luchas de estos pueblos condenados al heroísmo, de boicotear por todos los medios los planes de expolio y exterminio del imperialismo estadounidense y de sus aliados (es decir, de nuestros propios gobiernos). Y para ello tenemos que organizarnos en grupos de acción al margen de los grandes partidos políticos y de los sindicatos mayoritarios.

En este sentido, la heroica e inteligente resistencia del pueblo vasco nos brinda un ejemplo de inestimable valor. Por eso es tan brutal la represión en Euskal Herria; por eso tras la sonrisita socialdemócrata de Zapatero se oculta la misma cloaca de atropellos y torturas policiales que se ocultaba tras el bigotito neofascista de Aznar: porque la izquierda abertzale constituye un irreductible –y paradigmático– foco revolucionario en el corazón mismo de la Europa capitalista (aunque ahora habría que decir «la capitalista Europa»: el adjetivo especificativo se ha convertido en epíteto), como Cuba lo es en Latinoamérica. Y los focos revolucinarios son el equivalente actual –postcontemporáneo– de los núcleos civilizadores de la Antigüedad (tal vez no sea una mera coincidencia que los grandes fuegos iluminadores ardan, hoy como entonces, en Mesoamérica, en Mesopotamia y en las proximidades del Mar Rojo).

La relación entre verdad y revolución es esencialmente dialéctica (me atrevería a definir dicha relación como la Gran Dialexis del desarrollo humano): la verdad es revolucionaria, y la revolución es veritativa, alumbra su ámbito y esclarece todo lo que hay a su alrededor, todo lo que entra en contacto con ella. Para los opresores es un foco infeccioso que hay que aislar y aniquilar. Para los oprimidos es un foco luminoso, un faro que los salva del aislamiento y la aniquilación.

La solidaridad con Cuba e Iraq (y con Venezuela, Palestina, Euskal Herria…) es hoy más necesaria que nunca, más exigente que nunca (y también más estimulante que nunca). Son frentes de una misma batalla, contra un mismo enemigo. Y no basta con la mera resistencia: hay que pasar al ataque, hay que tomar la iniciativa. La contracultura de los setenta, en los propios Estados Unidos (no olvidemos nunca que el enemigo es su Gobierno, no su pueblo), pasó de la resistencia pasiva de los hippies al beligerante activismo de los movimientos contra la guerra de Vietnam, el Women’s Lib o los Black Panther. Ante esa reedición de la barbarie imperialista que es la invasión de Oriente Medio, ante los innumerables horrores del nuevo Vietnam palestino-afgano-iraquí, los movimientos de protesta crecen y se consolidan día a día dentro y fuera de Estados Unidos. Apoyarlos, radicalizarlos e interconectarlos es nuestra urgente tarea política, nuestra insoslayable obligación moral.

Con el apoyo coordinado de todas las fuerzas revolucionarias del mundo, Cuba e Iraq, la última Numancia y el último Sagunto, serán la tumba del último Imperio, que empezó a caer cuando sus pies de barro tropezaron con la heroica resistencia del pueblo vietnamita. Un Imperio que sigue tropezando y cayendo vertiginosamente (treinta años, en términos históricos, no son más que una fracción de segundo), tal como lo anunció el Che cuando dijo «dos, tres, muchos Vietnam».