La tele engorda. Hasta límites insospechados, embarazosos. Según una investigación publicada estos días en Estados Unidos, los adolescentes que ven a menudo en televisión programas con escenas de sexo son dos veces más propensos a tener o provocar un embarazo precoz que el resto de las chicas y chicos de su edad. «Nuestros hallazgos confirman, […]
La tele engorda. Hasta límites insospechados, embarazosos. Según una investigación publicada estos días en Estados Unidos, los adolescentes que ven a menudo en televisión programas con escenas de sexo son dos veces más propensos a tener o provocar un embarazo precoz que el resto de las chicas y chicos de su edad. «Nuestros hallazgos confirman, por primera vez, que la televisión está jugando un papel significativo en los altos índices de embarazos en adolescentes», destacan los autores del estudio. Se trata de programas famosos, de todos los géneros (drama, comedia, reality, dibujos animados…), en los que «muy pocas veces las prácticas sexuales se desarrollan de forma segura». Los polvos de la tele, polvos felices, ni enferman, ni fecundan. Un vicio. Una gozada.
La tele enamora. Hasta perder el conocimiento, hasta volvernos idiotas. Veo a Obama y recuerdo un poema de Karmelo C. Iribarren. «El problema no es soñar/ -le dije- / el problema es / el tamaño de los sueños; / los pequeños / no sólo no le hacen daño a nadie, / sino que ayudan a vivir. / Pero fue inútil, / ni siquiera me oía, / estaba como en trance, / a miles de kilómetros de allí, / con los ojos clavados / a mi espalda, / en un póster de Brad Pitt». En la pantalla, repiten sin cesar que Estados Unidos, preñada de esperanza, o lo que es lo mismo, el mundo entero, cambiará con Obama. «Si los anuncian en la TV, / si conducen a algún sitio, / si no ayudan a nadie, / si no nos liberan de nada… / Esos / no pueden ser nuestros sueños», proclama el poeta Antonio Orihuela. Los sueños de la tele, dulces sueños, ni abrigan, ni sacian. Un timo. Una trampa.