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La estrategia de los capos

El fracaso de la política de asesinatos selectivos de Washington (1990-2015)

Fuentes: TomDispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

A medida que la guerra contra el terror se aproxima a su 14º aniversario -una guerra que parece estar perdiéndose, a juzgar por los avances yihadistas en Iraq, Siria y Yemen-, EEUU sigue irracionalmente amarrado a su estrategia de atacar «objetivos de alto valor», nuestro eufemismo favorito para el asesinato. El secretario de estado John Kerry ha citado con orgullo, como reciente indicador de progreso, la eliminación del «50%» de los «altos comandantes» del Estado Islámico. Se ha informado asimismo de que el propio Abu Bakr al-Bagdadi, el «califa» del Estado Islámico, resultó gravemente herido en un ataque aéreo que tuvo lugar en marzo y, por lo tanto, ya no está al frente de la organización. En enero, como admitió tardíamente la Casa Blanca, un ataque contra los líderes de al-Qaida en Pakistán también consiguió matar a un estadounidense, Warren Weinstein, y a su compañero de secuestro, Giovanni Lo Porto.

Más recientemente, en el Yemen, mientras al-Qaida en la Península Arábiga se hacía con el control de un aeropuerto clave, un avión no tripulado estadounidense mataba a Ibrahim Suleiman al-Rubaish, al parecer figura destacada en la jerarquía del grupo. Mientras tanto, el canal de noticias saudí al-Arabiya ha exhibido una baraja de cartas con las fotos de los principales enemigos de ese país en el Yemen, emulando las abyectas cartas emitidas por el ejército estadounidense antes de la invasión de Iraq de 2003 como ayuda para localizar a sus dirigentes (Sadam Husein era el as de picas).

Sea cual sea el eufemismo utilizado -los israelíes prefieren eso de «centrados en la prevención»-, el asesinato ha sido claramente la estrategia favorita de Washington en el siglo XXI. Pueden variar los métodos de ejecución, como aviones no tripulados, misiles de crucero y equipos de cazadores/asesinos de las fuerzas de Operaciones Especiales, pero la idea clave de que el camino hacia al éxito pasa por atacar directamente y destruir al liderazgo de tu enemigo es algo que está profundamente arraigado. Como la entonces secretaria de estado Hillary Clinton señaló en 2010: «Creemos que el uso de las operaciones de precisión orientadas por la inteligencia contra insurgentes de alto valor y sus redes es un elemento esencial» de la estrategia de EEUU.

Los análisis de esta política se refieren, acertadamente a menudo, al precedente empapado en sangre del Programa Phoenix de la CIA de la época de Vietnam, con el que se «neutralizó» al menos a 20.000 objetivos. Pero había una fuente de inspiración más reciente y mucho más directa, aunque menos percibida, para el programa contemporáneo estadounidense de asesinatos en el Gran Oriente Medio y en África: la «estrategia de los capos» de las guerras de la droga de Washington de la década de 1990. Como me confirmó un alto funcionario para el contraterrorismo de la Casa Blanca en una entrevista mantenida en 2013: «La idea tuvo su origen en la guerra contra el narcotráfico. Por tanto, ese precedente estaba ya en el sistema como moldeador de nuestro pensamiento. Teníamos un alto grado de confianza en la utilidad de los asesinatos selectivos. Había un profundo convencimiento en que eran una herramienta que debía usarse».

Si aquel funcionario hubiera sabido algo más acerca de cómo ese aspecto de las guerras de la droga se estaba realmente desarrollando, quizá hubiera mostrado menos confianza en la utilidad del instrumento elegido. De hecho, la parte más extraña de la historia es que una estrategia que entonces supuso un fracaso absoluto, se iba a aplicar más tarde a escala total en la guerra contra el terror, con exactamente los mismos resultados.

La estrategia de los capos entra en escena

A principios de la década de 1990, la Administración para el Control de las Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) era la hermanastra pobre de las agencias federales para el cumplimiento de la ley. Creada por el presidente Richard Nixon dos décadas antes, había languidecido a la sombra de sus más poderosas hermanas, especialmente el FBI. Pero el futuro se mostraba prometedor. El presidente George H.W. Bush había relanzado hacía muy poco la guerra contra la droga proclamada primeramente por Nixon y había en perspectiva abundantes cosechas presupuestarias. Además, a diferencia de los oscuros grupos de narcotraficantes de la época de Nixon, ahora era posible ponerle cara, o caras, al enemigo. Los carteles de la droga colombianos eran ya tristemente célebres y su poder y despiadada eficacia habían sido frecuentemente cubiertos por los medios de comunicación.

Para Robert Bonner, antiguo fiscal y juez federal nombrado para dirigir la DEA en 1990, la oportunidad no podía estar más clara. Aunque Nixon había alimentado fantasías de desplegar su fuerza antidroga en ciernes para asesinar a los traficantes, incluso solicitando a los dirigentes cubanos anticastristas que les proporcionaran los asesinos necesarios, Bonner tenía algo más sistemático en mente. Lo llamó «estrategia de los capos», cuyo objetivo sería la eliminación, bien por muerte o por captura, de los «capos» que dominaban aquellos carteles.

En el concepto iba implícita la suposición de que EEUU se enfrentaba a una amenaza estructurada jerárquicamente a la que podría derrotar eliminando a los integrantes más importantes del liderazgo. En esto, Bonner se hizo eco de una tradicional doctrina de la Fuerza Aérea de EEUU: que cualquier sistema enemigo contiene «nódulos críticos» cuya destrucción provocaría el colapso del enemigo.

En un revelador discurso ante una reunión de veteranos de la DEA celebrada en 2012 para conmemorar el XX aniversario de la inauguración de la estrategia de los capos, Bonner habló de los enemigos corporativos a los que se habían enfrentado. Los principales operativos del narcotráfico, dijo, «son, se mire por donde se mire, organizaciones grandes. Operan, por definición, a nivel transnacional. Están verticalmente integrados en términos de producción y distribución. Por cierto, por lo general, actúan bastante inteligentemente aunque los individuos que están al frente son muy despiadados, tienen el mando y controlan la estructura. Y tienen también gente con experiencia que desempeña funciones esenciales en la organización, como las referidas a la logística, ventas y distribución, finanzas y control». Siguió diciendo que la eliminación de esa gente inteligente al mando, sin olvidar los expertos en logística, haría que perdieran eficacia y podría así cortarse el flujo de drogas hacia EEUU.

La persecución de los capos prometía ricas recompensas institucionales. Aparte de la presencia predominante del FBI, Bonner tuvo que enfrentarse a otro carnívoro en la jungla burocrática de Washington ansioso de invadir el territorio de su agencia. «La DEA y la CIA estaban siempre a la greña», recordaba el ex jefe de la DEA en una entrevista de 2013. «Había verdadera tensión». De forma ingeniosa, se las arregló para negociar la paz con la poderosa agencia de inteligencia, «por tanto, ahora teníamos un aliado muy importante. La CIA podría utilizar la DEA y viceversa».

Con eso quería decir que la principal de las agencias podría utilizar de forma ventajosa los poderes legales de la DEA en las operaciones internas. Esta floreciente relación trajo otros potentes aliados. No sólo su agencia estaba ahora más cerca de la CIA, me dijo Bonner, sino que «a través de ella, también de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés)». Se creó una nueva División de Operaciones Especiales para que trabajara con esas importantes agencias, con bastante dependencia de la inteligencia electrónica, para supervisar los ataques a los capos.

Este nuevo rumbo ganaría velozmente credibilidad tras la exitosa eliminación del más famoso de todos los carteles. Pablo Escobar, la figura dominante del cartel de Medellín, era objeto de un interés obsesivo por parte de los cuerpos de seguridad estadounidenses. Había conseguido evadirse siempre de los perseguidores ayudados por EEUU antes de negociar un acuerdo con el gobierno colombiano en 1991, en virtud del cual se instaló en una «prisión» situada en las colinas ciudad natal que él mismo había construido. Un año más tarde, temiendo que el gobierno se echara atrás y le entregara a los estadounidenses, Escobar se largó de esa prisión y se escondió.

La búsqueda posterior del prófugo capo de la droga marcó un punto de inflexión. La Guerra Fría quedaba atrás; Sadam Husein era derrotado en 1991 en la I Guerra del Golfo; las amenazas creíbles a EEUU eran escasas y el peligro de los recortes presupuestarios estaba en el aire. Sin embargo, ahora, EEUU desplegó toda la panoplia de tecnología de vigilancia originalmente desarrollada para enfrentar al enemigo soviético contra un único objetivo humano. La Fuerza Aérea envió toda una variedad de aviones de reconocimiento, incluyendo los SR-71, que eran capaces de volar a tres veces la velocidad del sonido. La Marina envió sus propios aviones-espía; la CIA despachó un helicóptero no tripulado.

En un determinado momento, había 17 de esos aviones de vigilancia volando a la vez por los cielos de Medellín, pero ninguno de ellos fue de ayuda en la búsqueda de Escobar. Tampoco la DEA hizo ninguna contribución esencial. En cambio, sus letales rivales de Cali, el otro grupo importante del narcotráfico de Colombia, jugaron un papel decisivo en la destrucción del poder del capo de la droga y de sus sistemas de apoyo, combinando una inteligencia bien financiada con una crueldad sanguinaria.

Con su todopoderosa red de informadores y guardaespaldas destruida, Escobar fue finalmente localizado interviniendo su radio y disparándole cuando huía por un tejado el 2 de diciembre de 1993. Aunque el tema está abierto a debate, un ex alto funcionario de la agencia antidroga me aseguró inequívocamente que un francotirador de Operaciones Especiales de la Fuerza Delta del Ejército estadounidense fue quién realizó el disparo mortal.

Tras este triunfo, la DEA centró su atención en el cartel de Cali, persiguiéndolo con todos los recursos disponibles: «Desarrollamos realmente el uso de escuchas telefónicas», me dijo Bonner. La paciencia y la provisión de enormes recursos dieron finalmente resultados. En junio y julio de 1995, seis de los siete jefes del cartel de Cali fueron arrestados, incluidos los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez-Orijuela, y el cofundador del cartel, José «Chepe» Santacruz Londoño. Aunque posteriormente Londoño se escapó de la cárcel, sería al final cazado y asesinado. Las continuas presiones estadounidenses durante el resto de la década y más allá consiguieron que un flujo constante de capos del cartel acabaran en ataúdes o en prisión con penas de cadena perpetuas.

Los capos de los carteles disminuyen pero las drogas aumentan

Parecía que la estrategia había sido un éxito rotundo. «Cuando Pablo Escobar estaba huido, su organización empezó a resentirse a todos los efectos prácticos… hasta ser finalmente destruida. Y esa es la estrategia que hemos llamado la estrategia de los capos», alardeaba en 1994 Lee Brown, el «zar de la droga» de Bill Clinton.

Al menos en público, ningún funcionario se molestó en señalar que si el objetivo de esa estrategia era contraatacar el uso de la droga entre los estadounidenses, precisamente se había logrado todo lo contrario. La señal reveladora de este fracaso quedó patente en el precio de la cocaína en la calle en este país. En aquellos años, la DEA hizo un esfuerzo enorme para hacer el seguimiento de su precio, utilizando agentes encubiertos para hacer las compras y después recopilarlas laboriosamente y hacer referencias cruzadas de las cantidades pagadas.

Sin embargo, las drogas obtenidas a través de esos medios subrepticios eran de una pureza que variaba extremadamente, a menudo la misma cocaína había sido alterada con algún sustituto sin valor. Eso significaba que el precio de un gramo de cocaína pura variaba en grado sumo, ya que algunas ventas de pureza ínfima podían provocar grandes oscilaciones en la media. Los traficantes tendían a compensar los precios más altos reduciendo la pureza de su producto en vez que subir el precio del gramo. Como resultado, los gráficos de precios de la agencia mostraban pocas oscilaciones y por tanto no daban indicios de cuáles eran los hechos que estaban afectando a los precios y, por tanto, a los suministros.

Sin embargo, en 1994, un contable del Instituto de Análisis de la Defensa, el think tank interno del Pentágono, empezó a someter los datos a un escrutinio más minucioso. El analista, un antiguo piloto de combate de la Fuerza Aérea llamado Rex Rivolo, había recibido el encargo de revisar de forma independiente la guerra de la droga a petición de Brian Sheridan, el testarudo director de la Oficina de Políticas de Control del Narcotráfico del Departamento de Defensa, que había desarrollado una saludable falta de respeto por la DEA y sus operaciones.

Tras informar con aspereza a los funcionarios de la DEA de que sus estadísticas carecían de valor, que eran mero «ruido al azar», Rivolo se puso a trabajar en el desarrollo de una herramienta estadística que eliminara el efecto de las oscilaciones en la pureza de las muestras recogidas por los agentes encubiertos. Una vez conseguida, empezaron a surgir algunas conclusiones interesantes: la persecución de los capos estaba realmente afectando a los precios y, por extensión, a los suministros, pero no en la forma en que la DEA había anunciado. Lejos de impedir el flujo de la cocaína en la calle y en las fosas nasales de EEUU, estaba acelerándolo. De hecho, tras eliminar a los capos se incrementaron los suministros.

Fue una revelación trascendental, que iba totalmente en contra de las actitudes culturales de cumplimiento de la ley que se remontaban a los días de la guerra de Eliot Ness contra los contrabandistas de la década de 1920, y que se convertirían en la base de las guerras de contrainsurgencia de Washington en el siglo XXI. A ese veredicto podía haberse llegado de forma intuitiva, una vez que la estrategia de los capos en su forma más letal se empezó a aplicar a terroristas e insurgentes, pero en esta rara ocasión, la conclusión se basaba en datos firmes e innegables.

Por ejemplo, en el último mes de 1993, la que fuera antes organización de contrabando masivo de cocaína de Pablo Escobar estaba ya prácticamente deshecha y a él se le estaba dando caza por las calles de Medellín. Si la premisa de la estrategia de la DEA -que eliminar a los capos iba a cortar los suministros de la droga- hubiera sido correcta, los suministros hacia EEUU se habrían visto interrumpidos en ese momento.

En realidad, lo que ocurrió fue todo lo contrario: en ese período, el precio en la calle estadounidense cayó de 80$ a 60$ el gramo debido a una oleada de nuevos suministros que entraron en el mercado de EEUU, y continuaría cayendo tras su muerte. Del mismo modo, cuando a mediados de 1995 se cepillaron a la cúpula del cartel de Cali, los precios de la cocaína, que habían estado subiendo de forma pronunciada a principios de año, entraron en un precipitado declive que continuó en 1996.

Confiando en que la caída del precio y la eliminación de los capos estaban vinculadas, Rivolo buscó una explicación y la encontró en una arcana teoría económica que denominó competencia monopolística. «No se había oído hablar de ella en años», explicó. «Dice esencialmente que si tienes dos productores de algo, hay un precio determinado. Si duplicas el número de productores, el precio cae a la mitad porque tienen que compartir el mercado».

«Por tanto, la pregunta era», continuó, «¿cuántos monopolios hay? Teníamos tres o cuatro monopolios principales, pero si los divides en veinte y crees en esa competición monopolística, sabes que el precio va a caer. Y, como era de esperar, a través de la década de los noventa, el precio de la cocaína fue cayendo en picado debido a la competencia que se produjo. Lo mejor habría sido mantener un cartel sobre el que hubiéramos podido tener algún control. Si tu objetivo es bajar el consumo en la calle, ese es entonces el mecanismo. Pero si Vd. es un poli, entonces ese no es su objetivo. Por tanto, estamos continuamente luchando con mentalidades de polis en organizaciones provincianas como la DEA».

La estrategia de capos se une a la guerra contra el terror

En la profundidad de las selvas del sur de Colombia, los productores de coca no necesitaban oscuras teorías económicas para comprender las consecuencias de la estrategia de los capos. Cuando llegó la noticia de que había arrestado a Gilberto Rodríguez-Orijuela, los pequeños traficantes del remoto asentamiento de Calamar estallaron en vítores. «¡Gracias a la Virgen bendita!», exclamó una abuela ante un periodista estadounidense que estaba por allí de visita.

«Esperen a que EEUU se dé cuenta de lo que eso realmente significa», añadió otro vecino. «Demonios, quizá lo aprueben, ya que realmente es una victoria para la libre empresa. No más monopolios controlando el mercado y dictando lo que se les paga a los productores. Es como cuando le dispararon a Pablo Escobar: ahora el dinero fluirá hacia todo el mundo».

Se demostró que esta evaluación era totalmente correcta. Como los grandes carteles desaparecieron, el negocio revertió hacia grupos más pequeños e incluso más brutales que lograron mantener la producción y distribuirla de forma muy satisfactoria, especialmente cuando se vincularon estrechamente a la guerrillas marxistas de Colombia, las FARC, o a los grupos paramilitares fascistas antiguerrilla, aliados del gobierno y apoyados tácitamente por EEUU.

Gran parte del trabajo de Rivolo sobre este tema sigue siendo clasificado. Esto resulta apenas sorprendente, teniendo en cuenta que no sólo socaba la justificación oficial para la estrategia de los capos en las guerras de la droga de los noventa, sino que es un puñetazo a la doctrina de los objetivos de alto valor que tanto obsesiona a la administración Obama en sus actuales campañas de asesinato a base de aviones no tripulados por todo el Gran Oriente Medio y en algunas zonas de África.

Rivolo pudo, de hecho, supervisar la aplicación de la estrategia de los capos en la década siguiente. En 2007, fue asignado a una pequeña célula de inteligencia bien dotada de poderes que estaba agregada a los cuarteles del general Ray Odierno en Bagdad, que era, en aquella época, el comandante de las operaciones de EEUU en Iraq. Aunque allí se esforzó en investigar los ataques en marcha contra «individuos de alto valor» o HVIs (siglas en inglés). Al parecer, elaboró una lista de 200 HVIs -líderes locales de la insurgencia- asesinados o capturados entre junio y octubre de 2007. Después, trató de ver lo que ocurría en las localidades tras su eliminación.

Los resultados que descubrió, una vez que los representó de forma gráfica, ofrecían un mensaje simple e inequívoco: la estrategia estaba en efecto cambiando las cosas, pero no en el sentido buscado. Sin embargo, era el mismo mensaje que la estrategia de los capos había ofrecido en las guerras contra el narcotráfico de la década de 1990. Golpear a los HVIs no reducía los ataques ni salvaba vidas estadounidenses; los incrementaba. Cada asesinato provocaba rápidamente el caos. En los tres kilómetros que rodeaban la base de operaciones del objetivo, los ataques se disparaban en un 40% a lo largo de los treinta días siguientes. En un radio de cinco kilómetros, la típica área de operaciones de una célula insurgente, se incrementaban en un 20%. Al resumir sus hallazgos para Odierno, Rivolo agregó una frase clave: «Conclusión: La estrategia HVI, nuestra principal estrategia en Iraq, es contraproducente y es necesario evaluarla de nuevo».

Al igual que con la estrategia de los capos, las causas de este resultado, aparentemente contrario a lo que se suponía, se hicieron evidentes tras la investigación. Los comandantes asesinados eran sustituidos de inmediato y los recién llegados eran casi siempre más jóvenes y más agresivos que sus predecesores, dispuestos a no «andarse por las ramas» y a demostrar su valía.

La investigación y conclusiones de Rivolo, aunque llegaron hasta los más altos niveles, no sirvieron para cambiar nada. La estrategia de los capos podría haber fracasado en las ciudades estadounidenses pero había sido un éxito tremendo en lo que se refiere a la prosperidad de la DEA. El presupuesto de la agencia, que es siempre el signo más seguro del nivel de una institución, se disparó en un 240% durante la década de los noventa, subiendo de 654 millones de dólares en 1990 a más de 1.500 millones de dólares una década después. De la misma forma, aunque a una escala mucho mayor, los ataques a blancos de alto valor fracasaron en sus objetivos fijados en el Gran Oriente Medio, donde aumentaron los reclutas del terrorismo y los grupos terroristas sólo se multiplicaron a la sombra de los aviones no tripulados. (Por ejemplo, la eliminación de al-Bagdadi del control del día a día del Estado Islámico no ha conseguido en absoluto retrasar sus operaciones.) Sin embargo, la estrategia ha sido de inestimable beneficio para una serie de partes interesadas, que van desde los fabricantes de aviones no tripulados a los funcionarios del contraterrorismo de la CIA, que fueron ostentosamente incapaces de repeler el 11-S sólo para adoptar el asesinato como su raison d’être.

No es de extrañar que los saudíes quieran seguir nuestros pasos en el Yemen. El mundo es grande. ¿Quién es el siguiente?

Andrew Cockburn edita en Washington la revista Harper. De origen irlandés, ha cubierto durante muchos años los temas de la seguridad nacional en EEUU. Además de publicar numerosos libros, coprodujo en 1997 el largometraje «The Peacemaker» y en 2009, sobre la crisis financiera, el documental «American Casino». Su libro más reciente es » Kill Chain: The Rise of the High-Tech Assassins »   (Henry Holt).

Fuente:

http://www.tomdispatch.com/post/175988/tomgram%3A_andrew_cockburn%2C_how_assassination_sold_drugs_and_promoted_terrorism/#more