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El horno no está para pastelillos

Fuentes: Rebelión

Sé que sigo fallando a quienes precisan de textos que solo los arrullen y «compensen», que se integren al acervo de vías para el escape siquiera mental (¿opio en letras de imprenta?) de circunstancias negras con pespuntes endrinos: una crisis harto equitativa en sus coletazos. Qué hacer, me pregunto, si la propia vida suele frustrar […]

Sé que sigo fallando a quienes precisan de textos que solo los arrullen y «compensen», que se integren al acervo de vías para el escape siquiera mental (¿opio en letras de imprenta?) de circunstancias negras con pespuntes endrinos: una crisis harto equitativa en sus coletazos.

Qué hacer, me pregunto, si la propia vida suele frustrar el anhelo lúdicro. Ahora, por ejemplo, el escribano se topa con la información de que recientemente -en pecado de leso archivo, olvidó asentar la fecha justa de la información- la presencia de CO2 en el aire llegó a las 400 partes por millón de moléculas en los registros de la estación Mauna Loa, Hawai, considerada epicentro del estudio de los gases de efecto invernadero desde que comenzó a operar, en 1958.

El geoquímico Ralph Keeling, del Centro Oceanográfico de San Diego, California, comentaba a EFE: «Es un umbral al que no deberíamos haber llegado. De hecho, no habría que haber sobrepasado los 350. Durante la civilización humana el dióxido de carbono ha estado en niveles de entre 180 a 280 partes por millón; en poco más de cien años la especie humana lo ha elevado a 400. No hay ciclo natural en este planeta capaz de hacer algo así tan rápido».

Lo peor es que «la gente no ve los peligros a corto plazo, así que no se asusta; eso es parte del problema», añadió el reputado científico, hijo de un pionero de la investigación. Como precisa la agencia de prensa, la llamada Curva de Keeling, creada por Charles David Keeling, validó las teorías que dieron origen a las cumbres ambientales de Kioto y Copenhague, que al parecer no han concitado suficiente atención sobre los perjuicios de la energía derivada de combustibles fósiles, en primer lugar el petróleo.

No en balde ni la última y multitudinaria -17 mil participantes- Conferencia de la Convención sobre Cambio Climático (COP 18) consiguió el manifiesto propósito de convencer a todos los gobiernos del orbe de embridar las emisiones hasta reducir a dos grados Celsius el calentamiento, conforme a algunos situado hoy en un rango de entre cuatro y seis grados.

De manera que -faltaba más- el escribano tendrá que continuar semejando un campanero compulsivo al tachar de arremetida contra molinos de viento los intentos de encarar el problema sin denunciar la lógica de una formación socioeconómica que entraña un crecimiento contraproducente, a causa de la maximización de ganancias, de una eficiencia perseguida a toda costa. Al decir del pensador Renán Vega Cantor, «la expansión mundial del capitalismo a partir de la explotación intensiva de materiales y energía, destruye las bases que posibilitan la reproducción del sistema o, en otros términos, ponen en cuestión su misma reproducción». Y la existencia de la especie íntegra.

Imagino las dudas. ¿Acaso alguien actuaría contra sí mismo? ¿No estaremos jugando a las paradojas? Quien interrogue de esta guisa no debe de haber accedido a aseveraciones tales las de Franz J. Hinkelammert acerca de la modernidad como el período histórico en el cual toda la sociedad resulta interpretada y también tratada por intermedio del concepto de la racionalidad formal o, en palabras de Max Weber, racionalidad medio-fin. La cual absolutiza un criterio de costos: lograr un determinado objetivo con el mínimo de medios.

O sea, la eficiencia como aportación de la competitividad, en cuyo nombre son transformados los valores supremos. «Esta competitividad borra de la conciencia el sentido de las cosas. Las percibimos ahora como realidad virtual. El trigo aunque alimente, no debe ser producido si su producción no es competitiva». Incluso, «una cultura humana que no produce competitividad tiene que desaparecer. Niños que previsiblemente no podrán hacer un trabajo competitivo, no deben nacer. Emancipaciones que no aumenten la competitividad, no deben realizarse». Nada, que en andas de una «racionalidad» utilitaria, inmanente, se olvida a la persona, medida de todas las cosas para el más que citado griego Protágoras.

Y este «darwinismo social» -sobreviven los más aptos para el codazo desleal- no desaparecerá sin que se difumine un sistema que, en la descripción de un editorial del diario mexicano La Jornada, «solo existe como fracciones privadas de valorización: las empresas, y en el que estas constituyen centros de acumulación en una lucha constante por acrecentar el valor de su núcleo de capital».

Pero ojo. Si bien la transformación técnica se erige en uno de los instrumentos más importantes de la puja intercapitalista, está también lastrada por inercias profundas. Una vez aplicadas las inversiones asociadas a una trayectoria tecnológica, «el capital tiene que amortizarlas y resiste los cambios con la misma tenacidad con la que antes empujaba las transformaciones». De ahí, el empecinamiento en la utilización de combustibles fósiles. De ahí, nuestra renuencia a soltar la cuerda de una campana que igualmente dobla por quienes anhelan textos que solo arrullen y compensen… Bueno, si queda alguno, tendrá que perdonarme.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.