Traducido para Rebelión por Felisa Sastre
En la época de auge del colonialismo británico, francés, belga o portugués, si se hubiera preguntado a los ciudadanos de Londres, París, Bruselas o Lisboa si sus países eran la sede de un gran imperio transcontinental, habrían contestado sin dudar que «sí», y la mayoría lo hubiera hecho con orgullo. Pero hoy, si se para a un estadounidense en la calle, y se le hace la misma pregunta, es probable que todo lo que se consiga sea una mirada de sorpresa.
Estados Unidos mantiene bases militares en 140 países extranjeros (no es necesario recordar que en su territorio no existen bases de otros países). Gracias a su desmesurado gasto militar- que supone más que el del conjunto de los siguientes 32 países mejor armados del mundo-, EE.UU. dispone de un poder coercitivo mundial y único: un monopolio que trata de conservar a cualquier precio, tal como la actual National Segurity Strategy deja bien claro. Estados Unidos reclama y ejerce la prerrogativa, que deniega a las demás naciones-estado, de derribar a otros gobiernos y ocupar otros países. Valiéndose del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y de la Organización Mundial del Comercio, determina el destino económico de la mayoría de la gente del planeta. La realidad es que el destino de miles de millones de personas que viven fuera de las fronteras de Estados Unidos depende de las decisiones tomadas en Washington.
Sin embargo, se nos dice, no es un Imperio. La verdad es que Estados Unidos prefiere el dominio indirecto al directo, de forma que su dominación, en la mayoría de los casos, se lleva a cabo a través de alianzas militares y comerciales en lugar de recurrir a las conquistas abiertas. Pero los imperios del pasado también utilizaban esos métodos, así que lo que constituye la singularidad estadounidense es su persistencia, en la mayoría de los casos sincera, en negar su imperialismo.
Poco después de la invasión de Irak, Donald Rumsfeld insistía en Aljazira: «No somos una potencia colonial; nunca lo hemos sido». Lo mismo aseguraba Colin Powell: «Nunca hemos sido imperialistas. Tratamos de instaurar un mundo en el que la libertad, la prosperidad y la paz lleguen a constituir el legado de todo los pueblos. Ambos parecían sorprendidos y ofendidos ante la idea de que nadie pudiera pensar de otra manera.
La letanía de negativas se remonta a épocas pasadas. Sandy Berger, consejero de Clinton para la Seguridad Nacional, describía Estados Unidos como «la primera potencia mundial de la historia que no tiene un poder imperial». Nixon, en sus memorias, afirma que EE.UU. «es la única gran potencia sin una historia de aspiraciones imperialistas». Cuando, en 1965, Johnson envío tropas para derribar al Gobierno electo de la República Dominicana, insistía » Durante toda nuestra historia nuestros soldados se han despegado en el exterior, en muchas tierras, pero siempre han vuelto cuando ya no eran necesarios. El objetivo de Estados Unidos nunca es el suprimir la libertad, sino el de protegerla siempre».
La historia de la negación coincide con la historia de las intervenciones, y ello nos retrotrae hasta las primeras décadas de la República, cuando las fuerzas estadounidenses se implicaron en acciones militares para proteger a sus barcos mercantes en el Mediterráneo, el Caribe, Sumatra y Perú. En la política exterior estadounidense, el respeto a la soberanía de otros países siempre ha ocupado un segundo lugar a continuación de los intereses comerciales propios. A finales del siglo XIX, EE.UU. se anexionó Hawaii y docenas de pequeñas islas en el Pacífico, e hizo uso de la fuerza militar para asegurarse puntos de apoyo para los mercados de China y Japón.
En 1898, cuando Estados Unidos arrebató Filipinas, Cuba y Puerto Rico al agonizante imperio español, anunció la llegada de «una nueva época de libertad» en las tierras «liberadas». Los filipinos se tomaron en serio aquella retórica y se rebelaron contra la dominación, mediante la fuerza, de los estadounidenses. 250.000 filipinos y 4.200 estadounidenses murieron tras más de una década de brutal contra-insurgencia. Las víctimas estadounidenses se habían multiplicado por diez en relación con las habidas en la guerra hispano-estadounidense, sin embargo en los libros de texto de historia, de forma rutinaria, se dedica mucho más espacio a esta última guerra que a la primera.
«Estados Unidos», declaró Woodrow Wilson, era «la única nación idealista del mundo». Wilson pregonó la «autodeterminación nacional» como la piedra angular del nuevo orden mundial pero desplegó las tropas en el exterior con más frecuencia que ninguno de sus predecesores: contra Méjico, Haití, República Dominicana, Cuba, Panamá, Nicaragua y la recién nacida Unión Soviética.
Gracias a los libros de texto de historia, a Hollywood, a la televisión y a los políticos (demócratas y republicanos), el pueblo estadounidense se mantiene en la ignorancia de su pasado imperial. Cada una de las intervenciones estadounidenses se presenta como una respuesta altruista a un momento de crisis. Al no existir un imperio estadounidense, ni modelo, costumbres o sistema de dominación extraterritorial, las razones para cada intervención se evalúan según las apariencias. De algún modo, siempre coinciden de forma mágica los principios de la libertad y la felicidad humana con los intereses nacionales de Estados Unidos o, para ser más precisos, con los intereses económicos de la elite estadounidense.
En los últimos años, la realidad de que Estados Unidos es un Imperio ha dejado de ser un secreto, incluso entre los propios estadounidenses. Comentaristas como Robert Kaplan y Niall Fergusson han apremiado a Estados Unidos para que deje de lado sus remilgos y afronte sus responsabilidades imperiales. Rememorando de nuevo «la pesada carga del hombre blanco» (que Kipling exigió que asumiera Estados Unidos en la época de la guerra en Filipinas), alegan que los imperios han sido y pueden se beneficiosos, y que Estados Unidos es un Imperio liberal, o, en palabras de Michael Ignateff: » Un imperio light, una hegemonía mundial que se basa en el libre mercado, la democracia y los derechos humanos».
Parece que el uso de esta nueva retórica imperial queda, en gran medida, reservada a algunos sectores de intelectuales- tanto liberales como conservadores. Bush y sus portavoces tiene mucho cuidado en evitarla o refutarla, ya que la mayoría de los estadounidenses se sienten incómodos o desconcertados con ella, y resulta inaceptable para aquellos en Asia, África y Latinoamérica cuyas vida y conciencia han quedado marcadas por los movimientos anticoloniales.
La oposición a la dominación extranjera no es una sacudida emocional, sino que se basa en la historia y la experiencia y en el estudio de probabilidades (entre las que no hay que olvidar que la potencia imperial pondrá sus propios intereses por encima de los de la gente a la que gobierna. La racionalización e incluso las formas de dominio imperial cambian, pero la realidad subyacente no varía: el poder decisivo, militar y económico, permanece en manos de una elite distante.
Tanto si se habla de un «Imperio descafeinado» o del unilateralismo de Bush, se puede escuchar la antigua cantinela sobre el excepcionalismo estadounidense; la difusión de que Estados Unidos tiene un solo destino, y éste está inmerso en el destino de la humanidad. Pero la Historia nos ha enseñado que muchos pueblos, en muchos lugares del mundo, temen el altruismo de los Estados Unidos. En un poema de los primeros años 20, titulado » Evening Land» (La tierra del atardecer), D.H. Lawrence decía:
Estoy tan aterrorizado, Estados Unidos,
Por el abrazo metálico de tu contacto humano,
Y, tras él,
El afilado, tortuoso y altruista amor desinteresado
El amor infinito
Como un gas venenoso.