El discurso oficial de la Casa Blanca asegura que el Katrina es un «desastre natural», ante el cual las autoridades poco o nada pueden hacer. Sin embargo, un análisis serio del asunto conduce a otras conclusiones. En primer lugar, lo ocurrido era previsible y prevenible, como las inundaciones de la ciudad de Santa Fe. Sólo […]
El discurso oficial de la Casa Blanca asegura que el Katrina es un «desastre natural», ante el cual las autoridades poco o nada pueden hacer. Sin embargo, un análisis serio del asunto conduce a otras conclusiones. En primer lugar, lo ocurrido era previsible y prevenible, como las inundaciones de la ciudad de Santa Fe. Sólo que en lugar de que la catástrofe se abatiese sobre la periferia de la periferia tuvo lugar en el corazón del sistema imperialista. Esto demuestra, tanto aquí como allá, a quiénes sirve el estado y el gobierno de las mal llamadas «democracias capitalistas», que tienen casi nada de lo primero y demasiado de lo segundo. El precio de tanta desprotección son miles de vidas norteamericanas, en una cifra que ya se estima muy superior al de las víctimas del 11-S, y que no por casualidad afecta a regiones con predominio de poblaciones negras e hispanas que, como todos saben, no son las que más preocupan al presidente Bush. ¡Tanto es así que, en un gesto que lo pinta de cuerpo entero, enterado del desastre este pobre personaje manifestó su compasión por la gente «de esa parte del mundo,» lapsus que delata que esa parte no es la suya. El fenomenal deterioro ambiental a que está sometido nuestro planeta tiene como una de sus causas principales el recalentamiento de la atmósfera, a la cual los Estados Unidos contribuye como ninguno con su criminal despilfarro de combustibles fósiles. Ni bien iniciado su gobierno Bush retiró la firma que en los últimos días de su mandato había puesto Clinton en el Protocolo de Kyoto, un gesto inédito en los anales de la diplomacia norteamericana. Sin creer que tal protocolo sea la solución -que no existe dentro del capitalismo dada su naturaleza eminentemente predatoria- era por lo menos un paliativo. Pero Bush dijo que perjudicaría la rentabilidad de las empresas norteamericanas, por lo que fue rápidamente desahuciado.
Segundo, la indefensión de los pobres que habitan esas zonas es producto de las prioridades del gobierno «democrático» de los Estados Unidos. Lo más importante es apoderarse del petróleo de Irak y garantizar para las empresas que financiaron la carrera política de la elite gobernante que sus beneficios no se verían menoscabados. El fenomenal déficit fiscal que esto provoca es un asunto de poca importancia. Hay que sostener a cualquier precio esa aventura imperialista con tropas, pertrechos, alimentos, vehículos de todo tipo que, en realidad, deberían estar en su propio territorio para enfrentar previsibles acontecimientos como el Katrina y para garantizar salud y educación a casi cuarenta millones de norteamericanos que carecen de ella. La ambición imperial exige recortar presupuestos postergando obras públicas imprescindibles, como el reforzamiento de los diques que protegían a Nueva Orleans, reduciendo los programas asistenciales y dejando en el desamparo a millones de personas. Claro que como pocos de ellos votan en las amañadas elecciones no hay razones para preocuparse demasiado. Salvo una catástrofe, claro.
Tercero y último, el Katrina desnudó lo que los «perfectos idiotas latinoamericanos» -los Vargas Llosas, Montaners y otros de su ralea- han tratado de ocultar desde siempre: el modelo de sociedad que quieren vender al resto del planeta, el «American way of life» basado en el más desenfrenado egoísmo y el consumismo sin límites es, en realidad, una siniestra utopía negativa. En muchos países del mundo desarrollado han ocurrido catástrofes similares a la del Katrina, como en Japón, con el terremoto de Kobe, y lo que invariablemente ha ocurrido fue un florecimiento de la solidaridad social. En los Estados Unidos, en cambio, la profunda patología social de ese país produjo el efecto contrario: un feroz «sálvese quien pueda» que generó saqueos en gran escala, violencia indiscriminada y bandas armadas sueltas por las calles aterrorizando a sobrevivientes y a las patrullas de rescate. Tales aberraciones nos hablan de una sociedad alienada y profundamente escindida, que si no se desintegra en una horrorosa pesadilla hobbesiana de guerra de todos contra todos es merced a su formidable aparato represivo: esos millones de policías, guardias privados y destacamentos armados de todo tipo, más un sistema carcelario que, medido en términos per cápita, no tiene parangón en el mundo. Una sociedad que, en realidad, no es tal a causa de su exacerbado individualismo y total falta de solidaridad. Por eso, ni bien la omnipresencia de los aparatos represivos se relaja la descomposición moral de la sociedad norteamericana -la que condena a millones a la drogadicción y exige instalar detectores de metales en las entradas de las escuelas primarias para evitar que los niños introduzcan armas de fuego o puñales- aflora con la violencia de un volcán. Los bien pagados impostores que siguen proponiéndonos a los Estados Unidos como un ejemplo, y que apenas ayer cantaban loas a Pinochet y Videla, quedaron también ellos al desnudo, como los sufridos habitantes de Nueva Orleans. Pero a diferencia de éstos, que gritan su rabia, aquellos permanecen en un vergonzoso silencio, confesión inapelable de su infamia.