El Partido Republicano superó oficialmente la semana pasada a los New York Knicks como la organización peor gestionada y dirigida en EEUU. Cuando el número 1 de una institución anuncia la dimisión, es de suponer que los números 2,3, 4 o 5 empiecen a soñar con la posibilidad de ser ellos los elegidos. No si […]
El Partido Republicano superó oficialmente la semana pasada a los New York Knicks como la organización peor gestionada y dirigida en EEUU. Cuando el número 1 de una institución anuncia la dimisión, es de suponer que los números 2,3, 4 o 5 empiecen a soñar con la posibilidad de ser ellos los elegidos. No si es la Cámara de Representantes y los candidatos son republicanos. En este caso, todos huyen buscando la puerta más cercana.
Lo que ocurrió en pocas palabras es que John Boehner anunció que dejaría la presidencia de la Cámara antes del fin de la legislatura. Boehner es un tipo de derechas, muy de derechas, pero la mayoría de los candidatos a la presidencia y el muy numeroso sector ultraconservador del grupo parlamentario (cosecha Tea Party) lo consideraban un vendido porque no estaba dispuesto a provocar otro cierre de la Administración federal si no se eliminaban los 500 millones anuales de financiación de la organización Planned Parenthood.
Como un loco armado de una bomba, los ‘teaparties’ sostienen un explosivo y están dispuestos a llevarse por delante a todo el mundo si no se respetan sus prejuicios ideológicos. Para ellos, el Gobierno es el mal, así que cerrar sus puertas sólo puede ser una misión divina. ¿Miles de personas se quedarían sin empleo? Son daños colaterales.
Boehner se iba y el sustituto más probable era Kevin McCarthy, con dos características: ser muy de derechas y un tipo simpático con capacidad para poner de acuerdo a gente enfrentada. Pero no, McCarthy declinó la oferta -se supone porque no contaba con los votos necesarios-, y ahí saltó todo por los aires. Los republicanos parecen ahora más que nunca una banda disfuncional de locos peligrosos que no pueden ocuparse del funcionamiento de una institución.
En cualquier otro país, eso les dejaría fuera de juego en un par de ciclos electorales, pero en EEUU las elecciones al Congreso están muy condicionadas por la manipulación de los distritos electorales y el poder del dinero. Esos y otros factores hacen que la tasa de reelección de los miembros de la Cámara Baja fuera del 95% en 2014 (y no es que en años anteriores fuera muy inferior). No importa qué ataque de locura les dé a esos congresistas. Saben que serán reelegidos, a menos que les pillen con los pantalones bajados en el patio de un colegio.
No es que los más conservadores de entre los republicanos tengan motivos para estar contentos. En los últimos años han perdido todas las batallas: reforma sanitaria, matrimonio gay, nivel máximo de deuda, acuerdo nuclear con Irán… Cuanto más convencidos están de que es ahora o nunca en determinado asunto fundamental, más fácil es que terminen derrotados. Estas cosas pasan cuando pierdes las elecciones presidenciales, y como las primarias republicanas ya están en marcha, habrá que examinar si los principales candidatos están a un nivel de inteligencia política algo superior al de los congresistas.
Ya sabemos de lo que es capaz Donald Trump, pero no está escrito que vaya a ganar él. Por ejemplo, en las últimas semanas otro candidato, digamos poco convencional, ha escalado posiciones y se ha colocado segundo en los sondeos nacionales. Ben Carson, de 64 años, de raza negra, neurocirujano de prestigio, y tan de derechas como sea necesario, es decir, mucho.
Le preguntaron una vez, tras decir que EEUU vive en la «era de la Gestapo», a qué se refería con esa analogía histórica tan osada. Su respuesta:
«Me refiero sin duda a la Alemania nazi, y sé que se supone que no debes hablar de la Alemania Nazi, pero no me importa la corrección política. Allí tenías un Gobierno que usaba sus métodos para intimidar a la población. Vivimos ahora en una sociedad donde la gente tiene miedo a decir en qué cree, y es por la policía de los políticamente correcto, es por los políticos, por las noticias, todas esas cosas se juntan para silenciar las discusiones de la gente».
De la corrección política a Hitler, ese es un salto de grandes proporciones. Carson es otro político -aficionado, en su caso- que considera que las críticas a las ideas reaccionarias son una forma de acallar a la gente. Pero él tiene tanto derecho a criticar la realidad que no le gusta para proponer alternativas como los demás (ese es un ingrediente básico en la política), pero lo que digan los demás viene a ser una forma de censura totalitaria.
Pero es un poco inútil buscar una lógica en las palabras de Carson. La realidad es que el supuesto segundo favorito en las primarias republicanas -con estudios universitarios y una fecunda carrera profesional en el pasado- es un ignorante.
Todo esto venía de unas declaraciones anteriores de Carson en las que dijo que las víctimas de un tiroteo deberían haber cargado contra el hombre armado. Se supone que eso disuadiría a futuros asesinos múltiples. Ese comentario suscitó respuestas airadas, bastante lógicas en la medida en que parecía estar culpando a las víctimas de la matanza.
Supongo que un político de derechas en EEUU puede disponer de unos cuantos argumentos para defender el derecho a comprar armas libremente que tengan eco entre sus partidarios. La forma de detectar a un político sin mucha vergüenza es comprobar si recurre a algo que leyó hace tiempo y cuya relación con los hechos históricos es inexistente.
Todo se basa en una leyenda urbana, por llamarla de alguna manera, que la NRA y otros grupos conservadores difunden desde hace tiempo, que cuenta que Hitler ordenó que los alemanes entregaran las armas de su propiedad, lo que le facilitó hacerse con el poder absoluto.
Aparte de ser objetivamente falso, la tesis es absurda. La maquinaria del Estado alemán al servicio de los nazis no hubiera tenido ningún problema en pasar por encima de cualquier resistencia armada individual tras su llegada al poder.
De hecho, la legislación de control de armas era más estricta durante la República de Weimar, obligada por las imposiciones del Tratado de Versalles. Es cierto que los nazis prohibieron a los judíos tener armas y trabajar en la industria de armamento, pero eso era una de las muchas restricciones que sufrieron desde el momento en que dejaron de ser considerados ciudadanos con todos sus derechos.
Las palabras de Carson son además una forma, supongo que involuntaria, de suscribir una de las ideas más extendidas del antisemitismo, la que establece que los judíos controlaban la sociedad de forma secreta, pero a la hora de la verdad se entregaron sin resistirse cuando fueron a por ellos porque eran unos cobardes. Hubo quienes lo hicieron y otros no, como tampoco otros que no eran judíos, porque cuando un Estado se convierte en una dictadura criminal, da igual cuántas armas tengas debajo de la cama.
¿Qué tiene que decir Carson a todo esto? Muy sencillo, la culpa es de los periodistas.
Fuente: http://www.guerraeterna.com