«Todo es mal. Todo lo que es, es mal; que cada cosa exista es un mal; la existencia es un mal y está orientada al mal; la finalidad del universo es el mal; el orden y el Estado, las leyes, el curso natural del universo, no son más que males y sólo están dirigidos al mal. No hay otro bien que el no-ser; sólo es bueno aquello que no es; las cosas que no son cosas: todas las cosas son malas.» (Giacomo Leopardi: Zibaldone)
Escuché hace unos días la entrevista a Ricardo Martínez de Médico Sin Fronteras por parte de la periodista Angels Barceló en el programa de radio Hoy por hoy de la cadena SER. La escuché en directo. Luego he vuelto a oír algunos fragmentos de la grabación que se han difundido, aunque no en la medida que exigiría la enormidad de lo que cuenta quien hasta hace poco tiempo aún se encontraba en suelo palestino, en esa Gaza que, ahora mismo, debe de ser lo más parecido al infierno. No es lo mismo escucharla editada, porque cuando atendí a la entrevista en vivo lo que más me llegó del mensaje que trataba de transmitir el representante de dicha ONG fue su desesperación, su impotencia ante la evidencia ominosa de que estaba pasando algo a todas luces inhumano sobre lo que nadie podía esgrimir la ignorancia como justificación para tolerar lo intolerable. Y sin embargo está pasando. Todos los días desde hace semanas, salvo unos pocos días de un alto el fuego que no ha resuelto nada. La desesperación y la impotencia de ese médico no estaba en sus palabras –por otro lado, sobrecogedoras–, sino en sus silencios, en su respiración que se dejaba notar como esa respiración de uno que sufre lo indecible y trata de ahogar sus gemidos en lo más profundo de sus entrañas, respirando hondo, hasta estrangular lo que podría ser si no un alarido desgarrador de puro dolor. No de un dolor físico en el caso de este hombre, sino de dolor moral. Lo que se lo causa es inimaginable para quienes, como el común de la ciudadanía de los países como el nuestro, en los que reina la paz y la seguridad en términos generales, nunca ha tenido la experiencia de saber a ciencia cierta que su vida puede acabar en cualquier momento o que perderá a sus seres queridos o que no comerá hoy o que el daño que sufrirá, no importa lo inocente que sea, no tendrá remedio porque vive en un estado permanente de guerra en el que no se respeta ni los lugares establecidos para atender a los que caen heridos bajo el fuego inmisericorde, bíblico, del todopoderoso y amoral ejército israelí. A nosotros nos cobija la ley democrática; los palestinos carecen de amparo sujetos como están a la ley del más fuerte. Todos lo sabemos, pero algo pasa, irracional, inaprensible, inefable, que en ocasiones parece apoderarse de los hombres y que conduce sin remedio a episodios como este.
Es el mal. No el adjetivo, no el que acompaña a un hecho o una acción concretos, como una cualidad más o menos accidental que no transforma la naturaleza de la cosa, la cual queda intacta en su ser a pesar de esa deformación moral transitoria que la hace merecer el calificativo. Me refiero al mal sustantivo, el que parece tener entidad propia, pues no necesita alojarse en nada supeditándose a la existencia de su ente anfitrión; el que es sin más, poseedor de esa vis, de esa voluntad de poder, que se lo come todo con un hambre sin límite. Es el que exigió que se le reconociera su identidad incluso dándole nombre, cuya ineludible presencia exigió a los maniqueos que lo reconocieran heréticamente en igualdad teológica con el mismísimo Dios, el Dios en cuya bondad esencial se confía. Ese Dios al cual la existencia innegable del mal, con su desmesura intrínseca, anula como demostrara hace más de dos milenios Epicuro con impecable lógica: ante la evidencia tozuda del mal, o Dios no es omnipotente (o sea, no es) o es cruel (o sea, no es bueno) o sencillamente no existe.
En el episodio titulado Un día, una habitación de la serie Dr. House otro médico –opuesto al anterior por ficticio y por éticamente antitético– interpretado por el actor británico Hugh Laurie se enfrenta al efecto que en el ser humano tiene el mal manifestado en forma de suceso que pone en cuestión el valor de nuestra existencia, la creencia en la que vivimos de que no merecemos que nos pase nada malo; de tal manera que cuando nos pasa provoca en nosotros un desconcierto existencial que pide a gritos una respuesta que devuelva el sentido a nuestras vidas y restaure su valor. En el episodio al que me refiero el médico protagonista de la serie se ve en la obligación de atender a una joven que ha sido recientemente víctima de una violación. Él es un tipo que solo entiende la realidad dentro de los márgenes de la racionalidad y particularmente de la cosmovisión científica, nada dado a la empatía hacia sus pacientes con los que tiene una relación basada en la mera curiosidad por sus enfermedades entendidas nada más que como problemas lógicos a resolver. En este caso se las tiene que ver con una mujer que ha experimentado el mal, ese mal sustantivo del que hablo. Un compañero de facultad la forzó en el contexto de una fiesta; un chico normal la violó infligiéndole un trauma que traspasó la dimensión física para resquebrajar los cimientos morales sobre los cuales ella tenía construida su existencia. Se reveló su fragilidad de manera inapelable ante la exhibición de la fuerza que demuestra que contra el mal, cuando se libera, nada se puede. Porque le es consustancial la fuerza, el mal, si lo es de verdad, no es débil. El mal no transige.
Ante las preguntas de la joven traumatizada el racionalismo de House poco o nulo consuelo le proporciona. No le son satisfactorias las apelaciones a la mala suerte de encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado. Tampoco las tesis antropológicas del médico que le han instalado en términos éticos en los dominios del cinismo y la misantropía. Los seres humanos somos así, doctor Jekyll y Mr. Hyde, homo sapiens y homo demens –como sentenció en su día el centenario filósofo Edag Morin–, viene a decir. ¿Patologizamos entonces el mal? ¿Asumimos que se trata de una anomalía en el funcionamiento de nuestra mente? ¿Lo reducimos a locura? Sigmund Freud lo identificó como un ingrediente de nuestra naturaleza innata en su ensayo El malestar en la cultura escrito en el interregno entre los dos grandes horrores en los que el mal campó a sus anchas en el siglo pasado por los territorios de Europa, y desde ellos se extendió prácticamente al mundo entero. Escribió el pensador judío hace casi un siglo ya: «Homo homini lupus; ¿quién se atrevería a refutar este refrán, después de todas las experiencias de la vida y de la Historia? Por regla general, esta cruel agresión espera para desencadenarse a que se le provoque, o bien se pone al servicio de otros propósitos, cuyo fin también podría alcanzarse con medios menos violentos. En condiciones que le sean favorables, cuando desaparecen las fuerzas psíquicas antagónicas que por lo general la inhiben, también puede manifestarse espontáneamente, desenmascarando al hombre como una bestia salvaje que no conoce el menor respeto por los seres de su propia especie…». Le dio la razón al padre del psicoanálisis décadas después la psicología experimental. Su tesis argumentada en términos filosóficos fue confirmada por el conocido como experimento de la cárcel de Stanford. Conclusión sobrecogedora: cualquiera es capaz de lo peor si se dan las condiciones.
La paciente de House necesita un porqué, lo que la impulsa a volver su mirada a la trascendencia, a la dimensión del sentido que sobrepasa la capacidad de la comprensión humana: «necesito saber que todo significa algo», explica. Dios tiene que tener un plan para mí. La reparación moral en forma de justicia divina. Las ideas trascendentales de Immanuel Kant que, incluso desde el racionalismo ilustrado, admitía la existencia de Dios como condición de posibilidad de la moral. ¿Quién si no nos garantiza la reparación en pos de la justicia que mantiene el frágil equilibrio del mundo y el sentido de nuestras existencias?
En testimonios que he oído de los palestinos aprisionados en ese inmenso campo de tiro en el que se ha convertido el territorio de Gaza oigo para mi sorpresa a supervivientes que agradecen a Dios que sigan aún con vida. Los que le agradecen que les haya mantenido con vida no tienen en cuenta que a sus vecinos, tan merecedores como ellos de que se les proteja, no ha querido el supremo hacedor, caprichosamente, salvarles de que les reventara una bomba en un bloque de pisos de al lado. Y no puedo evitar acordarme de uno de los ensayos de ese genial ateo y hombre de paz que fue Bertrand Russell titulado Esbozo del disparate intelectual. En él confiesa el filósofo inglés la extrañeza que le provoca lo «curiosamente selectivo» que es el favor divino.
El mal es así. Sus vísceras son opacas a la luz de la razón. En el siglo de las luces el orgullo de la intelectualidad europea quedó temporalmente maltrecho ante la sinrazón del mal cósmico. Fue con ocasión del espantoso terremoto que destruyó la casi totalidad de Lisboa el 1 de noviembre de 1755. De intensidad máxima y una duración de un par de minutos se calcula que causó la muerte de entre 60.000 y 100.000 personas muchas de las cuales perecieron en las llamas del pavoroso incendio que sobrevino. ¿Cómo explicar desde la racionalidad ilustrada que tamaña tragedia consentida por Dios se cebara en una ciudad devotamente católica de un país que tanto había invertido a lo largo de su historia en la Iglesia y en evangelizar las colonias? ¿Cómo justificar que ocurriera en un día de fiesta católico, en el momento en el que más fieles había en los templos, donde prácticamente todos murieron bajo los cascotes? «Este es el mejor de los mundos posibles» había escrito tan sólo unas décadas antes el filósofo alemán Gottfried W. Leibniz y lo suscribió su coetáneo el poeta inglés Alexander Pope. La misma racionalidad ilustrada de estos dos pensadores fue la que llevó a Voltaire a satirizar la idea de aquellos. Sobrecogido por lo ocurrido en la capital de Portugal, el ilustrado francés no encontró explicación sobre todo al carácter arbitrario de la supervivencia. El mal, ese mal sustantivo que aquí me ocupa, tiene por rasgo constitutivo el ser imposible de justificar en su demencial capricho. También lo vemos en Gaza, donde sus habitantes no beligerantes no pueden fiarse de las directrices de los militares israelíes, los cuales emulan bárbaramente a sus predecesores bíblicos convencidos como estos de ser el brazo ejecutor de la justicia divina. No se olvide en este punto que el mal es hábil en su recurso a los disfraces. Será por esto que suele colarse en el fuero interno de nuestras conciencias sin que nos percatemos, de modo que le dejemos indolentemente que torne nuestra voluntad en su satélite.
El mal brota con fuerza y muerde sin piedad las conciencias y pone en cuestión la humanidad en su existencia y en su esencia al sumirla en el desamparo. Cuando quedamos a la intemperie moral, cuando somos expuestos y sabemos, con el dolor lacerante de la evidencia irrefutable, que no hay salvación, porque solo hay un salvador para el ser humano, el propio ser humano; cuando ante su sufrimiento nadie acude para rescatarlo, entonces vuelve la sospecha radical de que el mal no es la anomalía sino nuestro estado natural del que sólo nos salva un sentido de fidelidad a la humanidad, no como especie animal, sino como ideal ético. En el claroscuro de nuestra naturaleza se encuentran todos los motivos por los cuales debemos protegernos de los de nuestra especie y mantener bien tapada la ciénaga de la que mana la bárbara pulsión que desencadena nuestra pavorosa violencia. Como advierte el filósofo francés André Comte-Sponville refiriéndose al propio ser humano: «siempre hay buenas razones para protegerse de él, y ésta es la única forma de servirle».
No hay más remedio que reconocer que estamos fallando (también) en lo que respecta a Palestina. Los seres humanos que hay en Gaza se encuentran expuestos y sin visos de salvación; es decir, ¿qué otros seres humanos detendrán el mal que padecen? El pasado 10 de diciembre se cumplió el septuagésimo quinto aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos escrita contra el mal que se manifestó por medio de «los actos de barbarie ultrajante» (léase su preámbulo) del siglo pasado. ¿Qué valor tiene ante la espeluznante realidad de los territorios palestinos y lo que ya algunas voces autorizadas califican de genocidio y por supuesto de crímenes de guerra?
Habrá seguramente que seguir pensando en el mal, rompiendo esa barrera para el pensamiento que fue la idea de su banalidad, tal como la estableció la filósofa judía Hannah Arendt, quien por cierto supo ver con cincuenta años de antelación el delirio que era la construcción de un estado judío excluyendo a la población árabe palestina, a despecho de los países circundantes y dependiendo de un poder extranjero (léase el excelente artículo de Pablo López Chaves “Salvar la patria judía”. Hannah Arendt y la cuestión judía). Hoy la humanidad entera sufre las consecuencias de que ese delirio se hiciera realidad. Un delirio que tiene su raíz en la perversión idealista de ese constructo europeo del estado-nación, exportado colonialmente, que impone la identificación errónea de la ciudadanía con la nacionalidad. Esta malévola perversión política es la que confiere a buena parte de los israelíes la creencia errónea de que están en su derecho de expulsar a los palestinos de sus territorios, el derecho a despojarles de sus derechos en definitiva, y hacerle la guerra a un pueblo de apátridas. Los palestinos no pueden mantener sus vidas porque carecen de una comunidad política propia que las reclame. Si la comunidad política internacional no lo hace entonces el gobierno israelí no parará hasta que su Estado sólo albergue una única nación, la judía, y el binomio estado-nación se ajuste a su pureza identitaria definitoria. Será otro triunfo del mal.
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