Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Leer las transcripciones de las reuniones de Kennedy con sus consejeros es un ejemplo práctico de los perniciosos efectos del secreto en la política gubernamental. Sin duda Kennedy, al grabar esas reuniones, las veía como un registro diario del que posteriormente seleccionaría «bocadillos» para pulir su imagen para la posteridad. Al revisarlas en su totalidad, queda la impresión imborrable de un presidente cuya imprudencia casi precipitó un holocausto nuclear.
Como documenta con brillantez Noam Chomsky, la adulación que se ha apilado sobre la figura de Kennedy por su manejo de la crisis de los misiles en Cuba es, por no decir otra cosa peor, injustificada. En lugar de una evidencia de su hábil diplomacia y su actitud circunspecta, el hecho de que apareciese una crisis atestigua de por sí del orden lunático de prioridades de los que estaban en el poder. En efecto, el gobierno de Kennedy estaba dispuesto a arriesgar una conflagración nuclear para salvaguardar el prestigio de EE.UU. El secretario de Estado, Dean Rusk, exclamó jubiloso después de que los primeros barcos soviéticos optaran por no burlar el bloqueo «nos enfrentamos cara a cara y creo que el otro acaba de pestañear». Si los soviéticos no hubiesen pestañeado, es probable que Rusk no hubiera sobrevivido para reaccionar.
Según la historia oficial, la crisis comenzó después de que un avión de reconocimiento U-2 avistase una base de misiles en Cuba. En realidad, comenzó después de la irreflexiva decisión de implantar un bloqueo y transformar la situación en un enfrentamiento hecho y derecho con la Unión Soviética. Durante toda una semana antes del anuncio de ese bloqueo -que recibió el inofensivo nombre de «cuarentena»- Kennedy y sus consejeros discutieron las diferentes alternativas militares que tenían a su disposición. Aislados del escrutinio público, mostraron una despreocupada indiferencia ante la amenaza de un inminente cataclismo contrariamente a la fachada mesurada que trataban de presentar al mundo. Si se hubiera informado al público de toda la verdad, es probable que el escándalo resultante los hubiera obligado a reconsiderar radicalmente su actitud.
La evaluación inmediata de Kennedy y su grupo de altos funcionarios -conocido como EXCOMM- fue que el estacionamiento de misiles soviéticos en Cuba no cambiaba gran cosa. Durante su primera reunión el 16 de octubre admitieron francamente que, desde el punto de vista estratégico, la amenaza de un ataque nuclear contra EE.UU. no había aumentado. Por cierto, Kennedy resumió de modo adecuado esa conclusión cuando dijo con franqueza: «Podéis decir que no hay gran diferencia entre un ataque que viene de un ICBM directamente desde la Unión Soviética u otro proveniente de una distancia de 90 millas. La geografía no significa tanto…» Sus funcionarios más importantes estuvieron de acuerdo y el secretario de defensa Robert McNamara declaró directamente en respuesta a una pregunta de Bundy sobre en qué medida había cambiado la situación: «Según mi opinión personal, en nada». Marshall Carter, director adjunto de la CIA, incluso opinó que el motivo por el cual la comunidad de los servicios de inteligencia había sido desubicada por el descubrimiento de bases de misiles fue que una acción semejante se consideró fútil, ya que «no mejora en nada» en el equilibrio estratégico. La verdadera amenaza era mucho menos grave y consistía, según los consejeros de Kennedy, en el «factor psicológico» o la afrenta de que un pequeño país pensara que tenía derecho a actuar de una manera normalmente reservada a la nación más poderosa del mundo. Al permitir que la Unión Soviética estacionara misiles a 90 millas de EE.UU., Cuba, según Kennedy, estaba creando la impresión de que «son iguales que notros». El secretario adjunto de Estado, Edwin Martin, definió el peligro para el prestigio de EE.UU. como sigue: «Bueno, es un factor psicológico que nos hayamos sentado de brazos cruzados y permitamos que nos hagan esto. Eso es más importante que la amenaza directa».
Es sorprendente que unas razones tan débiles se considerasen una base suficiente para la peligrosa y arriesgada política que tuvo lugar. Después de todo, como aseveró Kennedy, esta es una «lucha política y militar». Gran parte de la conversación de ese primer día se dedicó a debatir las opciones militares más eficaces para destruir las bases de misiles y, al hacerlo, derrocar a Castro. Una opción preveía un ataque aéreo generalizado seguido de una invasión. Los consejeros de Kennedy discutieron semejante política con evidente jovialidad, pensando si el período mínimo de siete días entre los ataques aéreos y la invasión se podría reducir a cinco días para aprovechar la desorientación de las fuerzas cubanas. Al final de la reunión, Kennedy declaró su determinación de lanzar el ataque. Solo quedaba decidir la intensidad de los ataques aéreos y si posteriormente se debería llevar a cabo una invasión.
Un objetivo permanente del gobierno de Kennedy desde su llegada al poder era extirpar la intolerable amenaza a los intereses estadounidenses planteada por Fidel Castro. En abril de 1961, Kennedy patrocinó una invasión por parte de una colección de exiliados entrenados por la CIA, en un episodio que quedó grabado en la historia como Bahía de Cochinos [Playa Girón, N. del T.]. Después del abyecto fracaso de esa operación clandestina, Kennedy, humillado, autorizó una campaña de sabotaje y asesinatos de la CIA para «infligir los terrores del infierno» al régimen de Castro. El mismo día que se descubrieron las bases de misiles, McNamara se reunió con el Estado Mayor Conjunto para discutir medidas para eliminar a Castro, incluyendo una posible invasión, aunque debería demorarse hasta después de las elecciones de mitad de período. Por lo tanto la única esperanza que quedaba a Castro para asegurar los frágiles logros de la revolución era alinearse con la única potencia que actuaba como un contrapeso significativo de EE.UU. Las armas nucleares en Cuba eran una manera de garantizar la revolución contra nuevos intentos estadounidenses de subversión.
Después de crear las condiciones que condujeron al establecimiento de bases de misiles, Kennedy fue más allá procediendo a iniciar un entrenamiento con la Unión Soviética, a pesar de la firme opinión de EXCOMM de que no existían motivos relacionados con la seguridad para hacerlo. Aunque esquivó un camino expresamente militar, optó por otro que casi conducía a un conflicto abierto. Por cierto, en el derecho internacional, un bloqueo equivale a un acto de guerra, un hecho implícitamente reconocido por el gobierno de EE.UU. que lo denominó engañosamente «cuarentena». En las discusiones, los consejeros de Kennedy expresaron su ansiedad por el efecto psicológico en la población de EE.UU. si pareciera que EE.UU. había aceptado el estacionamiento de misiles en Cuba. ¿Pero qué habría pensado el público si hubiera sabido que su gobierno estaba dispuesto a imponer un bloqueo como reacción a los misiles, que según su propia admisión, no habían aumentado apreciablemente la amenaza a la seguridad de EE.UU.?
El bloqueo fue indudablemente un acto demencial en aquellas circunstancias que solo puede explicarse por por el deforme sentido de prioridades que reina en las deliberaciones internas del gobierno que está alimentada inevitablemente por una endémica falta de responsabilidad. En la tensa confrontación que sobrevino, las dirigencias de la Unión Soviética y de EE.UU. no pudieron ejercer ningún control sobre el curso que tomaron los eventos. El bloqueo pudo degenerar en cualquier momento en una guerra propiamente dicha por medio de las actuaciones de simples individuos. El secretario de Defensa McNamara atrae frecuentemente efusivos elogios por su adecuada supervisión de la «cuarentena». Sin embargo, el hecho de que se evitase un holocausto nuclear no se debió a su supervisión, sino a las oportunas acciones de un solitario submarinista soviético.
En un esfuerzo por imponer rigurosamente el bloqueo, los barcos de EE.UU. rastrearon a los submarinos soviéticos que operaban alrededor de Cuba y lanzaron cargas de profundidad para obligarlos a salir a la superficie. Sin que lo supiera la armada de EE.UU., sin embargo, los submarinos que perseguían iban armados de torpedos con puntas nucleares. Esta política de acoso llevó al momento más peligroso de la crisis el 27 de octubre, cuando un comandante soviético, desorientado por el lanzamiento de cargas estadounidenses de profundidad, ordenó que se armaran los torpedos nucleares. Un oficial a bordo, Vadim Orlov, recuerda el evento:
Los estadounidenses nos atacaron con algo más potente que las granadas, al parecer una bomba práctica de profundidad. Pensamos que era el fin. Después de ese ataque Savitsky totalmente exhausto, aparte de todo lo demás, no pudo establecer conexión con el comando general y se enfureció. Llamó al oficial asignado al torpedo nuclear y le ordenó que lo ensamblara y lo preparase para la batalla. ‘Tal vez la guerra ya comenzó allá arriba mientras nosotros damos saltos mortales aquí’, gritó emocionado.Valentin Grigorievich, tratando de justificar su orden. ‘¡Vamos a volarlos ahora mismo! Moriremos, pero los hundiremos a todos, ¡no deshonraremos a nuestra armada!'»
Al final el desastre se evitó por los pelos cuando el segundo capitán, Vasily Arkhipov, se opuso a la orden y persuadió al capitán Savitsky de que se calmara.
En su discurso a la nación del 22 de octubre, Kennedy aludió con solemnidad a las insufribles amenazas a la seguridad nacional causadas por la llegada de armas nucleares, como:
Ya no vivimos en un mundo en el cual solo el disparo de armas convencionales representa un desafío suficiente para la seguridad de una nación para constituir un peligro máximo. Las armas nucleares son tan destructivas y los misiles balísticos son tan rápidos que cualquier aumento substancial de la posibilidad de su uso o cualquier cambio repentino en su despliegue puede considerarse una clara amenaza a la paz.
Esta exposición es una falacia absoluta. Si realmente el presidente hubiera creído sus propias palabras no habría instalado misiles un año antes en Turquía, cerca de las fronteras de la Unión Soviética. El director de la CIA, John McCone, había predicho meses antes que la Unión Soviética podría tratar de contrarrestarlos con sus propios misiles en Cuba. El 27 de octubre, era evidente, a juzgar por las propuestas soviéticas, que la retirada de esos misiles en Turquía a cambio del desmantelamiento de bases de Cuba presentaba un camino bien definido para desactivar la crisis. Mientras EE.UU. estaba dispuesto a aceptar las demandas soviéticas de prometer públicamente no invadir Cuba, era reacio a aceptar un acuerdo que implicaba la retirada de los misiles en Turquía como un quid pro quo para la retirada de las bases por parte de la Unión Soviética.
Mientras continuase el bloqueoo el riesgo de errores -como el arriba mencionado- que condujeran a una guerra nuclear solo podía aumentar. Pero el gobierno de Kennedy se mostraba, a pesar de todo, renuente a aprovechar una oportunidad perfecta para llevar el enfrentamiento a una conclusión rápida y pacífica y evitar lo impensable. Ostensiblemente, la razón aducida por los consejeros de Kennedy para no aceptar un acuerdo semejante era el efecto perjudicial que tendría sobre las relaciones con aliados de la OTAN. Si EE.UU. aceptara retirar los misiles, es posible que los miembros de la OTAN se quedaran con la impresión de que EE.UU. estaba dispuesto a sacrificarlos a fin de salvaguardar su propia seguridad. El Consejero de Seguridad Nacional, McGeorge Bundy, resumió esa curiosa posición cuando dijo al presidente: «Pienso que si damos la impresión de que queremos llegar a ese trato, para nuestra gente de la OTAN y toda la gente con la que estamos aliados, tenemos un verdadero problema… Pienso que deberíamos decirles que esa es la evaluación universal de todos aquellos en el gobierno que estamos conectados con esos problemas de alianza».
Esos funcionarios del gobierno no explican claramente por qué a los aliados de EE.UU. les molestaría un acuerdo directo que acabase con un tenso enfrentamiento nuclear que podría destruirles. En todo caso lo contradicen numerosas referencias, muchas despectivas, respecto a los aliados de la OTAN diseminadas en las transcripciones de las reuniones de EXCOMM. Por ejemplo, en una discusión anterior, Kennedy habló de «simplemente informar», en lugar de consultar, al primer ministro británico MacMillan de un ataque aéreo contra Cuba, diciendo: «No sé si tiene mucho sentido consultar a los británicos… Espero que solo objetaran. Basta con decidirse a hacerlo. Probablemente habría que decírselo, sin embargo, la noche antes». Es obvio que los cálculos estadounidenses no consideraban importante lo que pensaban los aliados de la OTAN. Sus preocupaciones afectaban la conciencia de los responsables políticos de EE.UU. en lo que tenía que ver con las inevitables objeciones que provocaría una decisión estadounidense de exacerbar el enfrentamiento. El vicepresidente Johnson, por ejemplo, reconoció en un punto que los aliados de EE.UU., lejos de estar a favor de una posición militar contra la Unión Soviética, probablemente urgirían a la moderación y plantearían algunas incómodas preguntas si EE.UU. seguía adelante con su política de confrontación: «Bueno, hemos vivido todos estos años (con misiles). ¿Por qué no podéis hacerlo? ¿Por qué vais a aumentar vuestra presión sanguínea?» Evidentemente para EE.UU., aceptar o no un trato nunca dependió de las preocupaciones de sus aliados, sino que más bien era un asunto que tenía que ver con asegurar la credibilidad del poder de EE.UU.
Finalmente se llegó a un compromiso en el que la Unión Soviética fue la que hizo más concesiones. En una carta formal a Jruschov, EE.UU. aceptó prometer públicamente que no invadiría Cuba. En secreto prometió retirar los misiles de Turquía. Muy preocupado de que no se pensara que EE.UU. estaba cediendo a las exigencias de su rival soviético, Kennedy reclamó a la Unión Soviética que guardara absoluto silencio sobre el asunto. Encargó a su hermano, el Fiscal General Robert Kennedy, que entregara la carta junto a una promesa informal de que se retirarían los misiles de Turquía. En su conversación con el embajador soviético, Anatoly Dobrynin, Robert Kennedy advirtió de que no se debía hacer ninguna referencia pública a Turquía, porque si eso ocurriera el acuerdo se declararía nulo. Además, combinó la oferta con una amenaza de fuerza militar contra las instalaciones de misiles en Cuba si no se recibía una respuesta positiva al día siguiente. Increíblemente, un ultimátum valoraba el hecho de que no se perdiera prestigio en público por sobre la reducción del riesgo sustancial de guerra nuclear. Afortunadamente para la humanidad Jruschov aceptó las condiciones y por consiguiente Kennedy recibió las alabanzas y la consideración de estadista magistral que había humillado a la Unión Soviética. La evidencia, sin embargo, contradice fuertemente esa imagen popular.
Hace cincuenta años, Kennedy y sus consejeros deliberaron en secreto la mejor forma de encarar una crisis en cuya creación tenían una responsabilidad sustancial sin consultar ni siquiera una vez a los millones de personas cuyas vidas estaban en juego. Leer las trascripciones de esas reuniones es un correctivo útil para el tan repetido dogma de los poderosos de que el secreto es esencial para permitirles gobernar efectivamente en función de los intereses del público. Solo podemos esperar que los que gobiernan no estén animados por el mismo perverso menosprecio de la vida humana y su obsesión por el prestigio que fue típico de la actitud de los máximos dirigentes de EE.UU. en el momento más peligroso de la historia de la humanidad.
Joseph Richardson es periodista independiente en la estación de radio Voice of Russia en Londres. Estudió historia en Merton College, Oxford.
Fuente: http://www.counterpunch.org/2012/10/26/jfks-lunatic-priorities-during-the-cuban-missile-crisis/
rCR