Sólo por considerar lo ocurrido en Estados Unidos después del 11 de septiembre podemos ver que ningún grupo terrorista islámico puso nunca la existencia de este país en peligro, pero en nombre de “la seguridad nacional” se exterminaron derechos de los mismos ciudadanos estadounidenses a la privacidad de su información y se desató una tormenta de censuras y autocensuras en los medios, para no hablar de la escandalosa e impune violación sistemática de los derechos humanos de millones de personas alrededor del mundo.
Poco después de la destrucción nuclear de Hiroshima y Nagasaki, el presidente Truman declaró a la prensa: “Le damos gracias a Dios porque esto haya llegado a nosotros antes que a nuestros enemigos, y rezamos para que Él nos pueda guiar para usarlo según Su forma y Sus propósitos”. Literalmente alguien (Dios, para una mente fanática) puso las bombas atómicas en sus manos, ya que el presidente Truman no supo del Proyecto Manhattan hasta después de la muerte del presidente Roosevelt, unos meses antes, en 1945.
Con frecuencia las agencias secretas saben más que los presidentes que, desde el punto de vista de quienes no deben rendir cuentas al pueblo, son flores de un día. Los presidentes pasan, las agencias secretas permanecen. Esta tradición de espionaje y de ejecución de políticas propias (siempre “por una buena causa”) sufrió un intento de supervisión por parte de comisiones especiales del parlamento, luego de las revelaciones de la comisión Church en 1975, pero nunca fue muy efectiva ni sistemática. Los mismos integrantes de la Comisión de Seguridad del parlamento de Estados Unidos son fanáticos defensores de las intervenciones ilegales en otros países, como el senador de Florida Marco Rubio, o, cuando no lo son, reciben una cuota limitada y fraccionada de información clasificada. “Somos como honguitos” se quejó uno de los miembros de la Comisión Selecta del Senado sobre Inteligencia, Norman Mineta, en los 80s. “Ellos [la CIA] nos dejan en la oscuridad y nos alimentan con un montón de bosta”.
Según la profesora y miembro del directorio de la poderosa contratista militar Kratos, Amy Zegart, “la protección de la información de las fuentes y de los métodos es para la seguridad nacional de Estados Unidos; ninguna democracia puede ser totalmente trasparente”. Cien páginas más adelante, en su libro Spies, Lies, and Algorithms (2022), reconoce: “el trabajo de los espías y de los soldados se ha vuelto indistinguible en muchas formas; los ataques de drones son planeados y ejecutados en conjunto tanto por la CIA como por el Pentágono, a veces juntos y a veces cada cual por su parte”. Según el profesor de la Universidad de Texas, Bobby Chesney, “los ataques con drones de la CIA se realizan bajo la autoridad de acción encubierta del Título 50, lo que significa que las operaciones no deben ser reconocidas ni informadas”.
Claro, tampoco los ciudadanos publican las claves de acceso a sus cuentas de banco, pero ese derecho al “secreto” desaparece cuando el secreto esconde actividades ilegales. La vieja excusa de la “seguridad nacional” radica en la elasticidad semántica del término. Sólo por considerar lo ocurrido en Estados Unidos después de 9/11, podemos ver que ningún grupo terrorista islámico puso nunca la existencia de este país en peligro, como puede serlo una verdadera guerra, pero en nombre de “la seguridad nacional” se exterminaron derechos de los mismos ciudadanos estadounidenses a la privacidad de su información y se desató una tormenta de censuras y autocensuras en los medios, para no hablar de la escandalosa e impune violación sistemática de los derechos humanos de miles y millones de personas alrededor del mundo. John Mueller, profesor de la Universidad Estatal de Ohio lo puso de forma didáctica: “el número de personas que cada año son asesinadas por terroristas musulmanes en todo el mundo es, más o menos (…) la misma cantidad de personas que mueren ahogadas en la bañera”.
Pese a todo, y no por casualidad, el presupuesto de Washington invertido en “seguridad nacional” desde los misteriosos atentados del 11 de septiembre se ha incrementado tanto como toda la economía de Brasil o de cualquier país europeo. Prácticamente nada de esas fortunas hicieron a los ciudadanos estadounidenses más seguros sino más paranoicos y menos libres. En el proceso, unas pocas corporaciones multiplicaron sus fortunas.
La misma existencia de estas super poderosas agencias fue varias veces cuestionada, con resultados trágicos. La primera vez fue cuando fracasó la invasión a Cuba en 1961. El presidente John Kennedy había heredado este plan de la CIA que debía repetir el éxito del golpe de Estado en Guatemala siete años antes. El plan contaba con que la población cubana se iba a unir a los invasores luego de una campaña de propaganda mediática. Pero Ernesto Che Guevara había estado en Guatemala cuando se puso en práctica esta estrategia y, una vez la Revolución cubana expulsó al títere de Washington, Fulgencio Batista, Guevara afirmó: “Cuba no será otra Guatemala”. Se refería al control nacional de la prensa para evitar la inoculación de la CIA en un nuevo sabotaje social. Ocurrió que Guevara estaba en lo cierto y la nueva invasión planeada por la CIA fracasó debido a que los cubanos se pusieron del otro lado. Furioso por el fiasco, Kennedy amenazó con disolver la CIA, despidió a su poderoso director, Allen Dulles y le informó a su vicepresidente, Lyndon Johnson, que no contaría con él para la reelección… Unos meses después fue asesinado en Dallas. El agente cubano de la CIA Antonio Veciana asegurará, en su libro Trained to Kill (2017), que había visto al asesino Lee Oswald unas semanas antes en Texas, hablando con su jefe, David Atlee Phillips.
Un nuevo intento de disolución de la CIA llegó poco después de la Guerra Fría, en 1990. El ex agente de la Agencia y autor de varios libros sobre política internacional, William G. Hyland, en 1991 afirmó que “nunca antes Estados Unidos había estado menos amenazado como ahora”. El teniente General y ex jefe de la NSA, William Odom y el senador Daniel Patrick Moynihan directamente recomendaron abolir la CIA. El New York Times informó: “Sin la amenaza soviética, ¿por qué no abolir la CIA y dejar que el Departamento de Estado se haga cargo? La CIA es el producto por excelencia de la guerra fría y, ahora que la guerra ha terminado, la agencia pertenece al pasado”. En 1991, Moynihan presentó un proyecto de ley para abolir la Agencia. La misma CIA publicó un documento, ahora desclasificado, mencionando los repetidos fracasos de la agencia, incluido su incapacidad para ver los problemas económicos de la Unión Soviética y mucho menos su posterior colapso. Claro que lo más probable es que estos “fracasos” como el que llevó a la Guerra en Irak “basado en información de inteligencia incorrecta” se deban a otra tradición entre los mismos agentes, jefes y funcionarios de estos poderosos agencias secretas: su tendencia a exagerar las amenazas ficticias y no ver (o ver tarde) las amenazas reales, como el ataque a las Torres Gemelas. La idea es alimentar la idea de que son indispensables para la seguridad nacional. Es decir, todo aquello que mantenga y amplifique el estado de paranoia de la población.
Nadie puede abolir agencias que son más poderosas que cualquier congreso y hasta que cualquier gobierno. Menos cuando son la mano invisible de las grandes corporaciones. Como el mismo presidente de la Comisión Permanente sobre Inteligencia de la Cámara de Representantes Lee Hamilton confirmó en 2007, citando al comic The wizard of ID, “Todos tenemos que vivir según la regla de oro: es decir, quien controla el oro hace las reglas”.
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