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El precio del desarme

Fuentes: La Estrella Digital

Nunca estuve de acuerdo con la estrategia, seguida en la anterior legislatura por el Gobierno del Partido Popular, de identificar nacionalismo y terrorismo. Por irracional y tramposo que pueda parecernos el nacionalismo, hay un salto cualitativo con la violencia terrorista. Siento, incluso, cierta incomodidad con normas tales como la ley de partidos, que condicionan el […]

Nunca estuve de acuerdo con la estrategia, seguida en la anterior legislatura por el Gobierno del Partido Popular, de identificar nacionalismo y terrorismo. Por irracional y tramposo que pueda parecernos el nacionalismo, hay un salto cualitativo con la violencia terrorista. Siento, incluso, cierta incomodidad con normas tales como la ley de partidos, que condicionan el ejercicio de derechos fundamentales a delitos de opinión. Me cuesta aceptar que la opinión, sea cual sea, pueda delinquir y considero peligrosa cualquier tipificación penal de ella; se sabe dónde se empieza pero no dónde se termina.

Pero, dicho esto, tengo que reconocer que la identificación de objetivos y ciertas actuaciones hacen muy difícil no sospechar que -en el caso español- el nacionalismo, por muy pacífico que en teoría se manifieste, no pretenda sacar tajada del chantaje de la banda terrorista. Participé como funcionario de Hacienda en las primeras negociaciones del cupo vasco, allá por el tiempo de los gobiernos de UCD; cuando la delegación del Ministerio no aceptaba el planteamiento de la representación vasca, algún miembro de ésta, entre bromas y veras, exclamaba: «Vosotros veréis, pero no sé qué le parecerá esto a ETA».

La postura actual de Ibarretxe y del resto de nacionalistas vascos hace que aquellos hechos retornen a la memoria y resulte inevitable trazar un paralelismo. La pretensión de establecer una mesa de partidos vascos en la que se negocie el Estatuto político de Euskadi, al tiempo que el Gobierno dialoga con ETA sobre el final de la violencia, apunta a que de alguna manera se quiere condicionar aquél a éste y obtener, basándose en el chantaje de la banda armada, lo que no se consiguió hace poco más de un año, es decir, un plan similar al denominado Ibarretxe. La teoría de las dos mesas induce a pensar que terroristas y nacionalistas pretenden jugar en el mismo bando y que estos últimos intentan apoyarse en los primeros para conseguir sus objetivos. De nada sirve que ETA no esté presente en la segunda mesa si están sus representantes y ella, desde la primera, vigila atentamente la marcha de la segunda. Lo más preocupante es que el Gobierno y el Partido Socialista de Euskadi no se han manifestado abiertamente en contra de la teoría de la doble negociación. De darse, la proclama de no pagar precio político se volatiliza o se convierte en un fraude.

El anuncio del alto el fuego de ETA ha generado una ola de optimismo, casi triunfalismo, en la prensa, en la mayoría de la clase política y en los creadores de opinión, que -como no podía ser de otra forma- se termina transfiriendo al resto de la sociedad; optimismo que no parece demasiado justificado. Treguas ha habido muchas sin que hayan cuajado en nada definitivo, y querer marcar la diferencia con las anteriores a base de exégesis más o menos alambicadas sobre lo que significa el alto el fuego o sobre el vocablo permanente es construir una teoría bastante artificial. Es cierto que las circunstancias han cambiado, las circunstancias nunca son las mismas, pero lo que no ha cambiado un ápice son las exigencias de la banda terrorista. Por eso el acuerdo aparece tan problemático, a no ser que se esté dispuesto a conceder lo que no se ha concedido en estos últimos treinta años.

Hablar de un proceso duro y largo desconcierta. Duro tal vez tenga que ser, pero no se ve la razón por la que haya de ser largo. Los elementos de negociación, como ha escrito Elorza en el diario El País , son habas contadas. Si lo de no pagar precio político es verdad, la negociación se reduce a la entrega de las armas, disolución de la banda terrorista, medidas de gracia y destino de los presos. Plantear un proceso largo induce a sospechar que tal vez de forma más o menos directa o indirecta se pretende negociar otros temas. Incluso si así fuera, el margen de negociación no es muy alto. Euskadi goza ya de unas cotas de autonomía que la sitúan en una posición de privilegio frente a los otros territorios del Estado. Es muy difícil ir más allá, como no sea la concesión de la autodeterminación y soberanía, con la consiguiente apertura de la vía hacia la independencia.

Tampoco la implicación de instancias internacionales o extranjeras es un buen presagio. ETA ha querido siempre internacionalizar el conflicto y allí donde los conflictos se han internacionalizado se ha terminado como el rosario de la aurora. Las diferencias con el Ulster son manifiestas, no sólo porque en el País Vasco no hay dos bandos contrincantes, sino porque aquí hay muy poco que ceder después de todo lo que se ha cedido.

En la puesta en marcha de la Constitución y en el proceso posterior, leyes electorales por ejemplo, se hicieron múltiples concesiones a los nacionalistas con la pretensión de integrarles en el consenso. Hoy, tras más de veinticinco años, la separación es mucho más nítida y la integración menor. Que nadie se engañe: el establecimiento de nuevas concesiones, tal como se ha hecho en el Estatuto catalán y como todo apunta que se va a efectuar en el País Vasco, lejos de servir para solucionar el problema lo agravará, abrirá aun más la sima entre los territorios y las formaciones políticas, y dará sin duda lugar a nuevas reivindicaciones.