Recomiendo:
0

Una localidad libanesa fronteriza con Israel se convirtió durante la guerra en el lugar de refugio de 30.000 chiíes

El ‘santuario’ cristiano de Rmeich

Fuentes: El Mundo

Entre pueblos enteros reducidos a cenizas se alza intacta la localidad de Rmeich. Una ciudad cristiana que se convirtió en un santuario para miles de chiíes de los alrededores, que huyeron allí en busca de cobijo ante la escalada de bombardeos israelíes. La mayoría de la población de Rmeich permaneció en sus casas durante la […]

Entre pueblos enteros reducidos a cenizas se alza intacta la localidad de Rmeich. Una ciudad cristiana que se convirtió en un santuario para miles de chiíes de los alrededores, que huyeron allí en busca de cobijo ante la escalada de bombardeos israelíes. La mayoría de la población de Rmeich permaneció en sus casas durante la guerra y con su determinación de ayudar a sus vecinos acogiéndoles y dándoles de comer escribió una página de solidaridad interreligiosa en los libros de Historia de un Líbano antaño dividido por la incomprensión entre sectas.

Rmeich se eleva hoy como un símbolo en medio de la devastación. Para llegar a este bastión maronita hay que atravesar campos destrozados por los bombardeos y paisajes en ruinas. Pueblos enteros que han sido borrados del mapa para crear una geografía de la destrucción. Los vecinos de Rmeich que decidieron permanecer durante el conflicto no olvidan cómo pasaron esos días. «Es la peor guerra que hemos vivido en toda nuestra vida», sentencia Hanni Yreich.

La mujer, de 69 años, quiso quedarse en su casa sola, cuando su hijo decidió llevarse a su mujer y sus niños hacia Beirut. Ya había vivido muchas guerras y años de ocupación y no iba a dejar su hogar a merced de las bombas. «Pasaba todo el día rezando a la Virgen María. Era todo lo que podía hacer», cuenta desde su modesta vivienda.

Durante esos días, fue testigo del sufrimiento de sus vecinos chiíes, que tuvieron que abandonar las localidades cercanas ante el acoso de la aviación israelí. «Un día, comenzaron a llegar miles de personas a pie. Les vimos entrar en el pueblo por esta calle. Venían de todas partes, de Aita al Chaab, de Bint Yebel, de Marun al Ras… Las mujeres no paraban de llorar y venían acompañadas de sus niños. Cuando les vi, enseguida reaccioné y acogí en mi casa a cuatro familias. A otras cinco las llevamos a casa de mi hermana», relata la anciana.

En total, llegaron más de 30.000 personas de los alrededores a esta localidad de 5.000 habitantes. Una vez allí, se refugiaron en casas particulares y en escuelas. Fue un mes de privaciones y miedo. «No teníamos nada que comer, ni siquiera pan. Lo único que podíamos llevarnos a la boca eran semillas y un poco de arroz. Tampoco había agua, pero con mis últimos ahorros compré un tanque de agua para mí y las familias», cuenta Hanni.

Los habitantes de Rmeich saben que Israel respetó la villa porque su población es cristiana. «El problema de los israelíes es con los chiíes, porque piensan que todos son de Hizbulá. Al principio, respetaron este pueblo, pero luego la resistencia lanzó misiles desde un campo cercano e Israel empezó a bombardearnos también», explica Mariam, familiar de la anciana. Así que durante los días más intensos de la guerra, ni siquiera Rmeich se salvó del azote de los aviones israelíes.

«Una noche, un vecino salió de su casa sin saber que había toque de queda. Fue a buscar agua, nada más. Los israelíes le siguieron la pista durante horas. Cuando volvió a su casa, un avión la bombardeó y mató a su esposa y a sus tres hijos. Él sobrevivió», recuerda la mujer. El bloqueo a la localidad continuó durante la guerra día y noche. «Nadie salía de sus casas, ni siquiera la Cruz Roja», afirma Hanni. Las tropas israelíes se aproximaron hasta las puertas de Rmeich, pero no llegaron a entrar.

«Estuvimos un mes entero durmiendo vestidos y con los zapatos puestos, preparados para lo que pudiera pasar», añade la anciana. A su lado, Yumana abraza a su preciosa hija de ocho años: «Realmente estamos cansados de la guerra, es algo que nos afecta psicológicamente». Al entrar en vigor el alto el fuego, los refugiados chiíes volvieron a sus localidades para encontrar sus casas derruidas. «Las familias que acogimos volvieron unos días después para darnos las gracias y agasajarnos con lo poco que les quedó de sus pertenencias. Hemos vivido tantas guerras, hemos recibido a tanta gente aquí en busca de ayuda…», se lamenta Hanni.

Esta vez Rmeich casi se ha salvado, pero la historia de esta localidad habla de décadas de violencia. Desde 1982 hasta 2000, estuvo bajo la ocupación israelí, como todo el sur del Líbano. La familia de Hajja [anciana] Hanni ha vivido demasiadas tragedias en su seno. Su historia ejemplifica el sufrimiento que durante décadas ha padecido la gente de este extremo del país de los cedros. «En el 92, un misil israelí cayó enfrente de nuestra casa e hirió a mi cuñada. Desde entonces, está ingresada en un psiquiátrico de Beirut», revela Yumana.

El hijo de Hajja Hanni fue secuestrado y asesinado en 1982, cuando se dirigía de Rmeich a Beirut. «Lo capturaron en un checkpoint de las milicias palestinas. Lo mataron por ser cristiano», recuerda la anciana sentada junto a la foto del joven que cuelga de la pared de su humilde salón. El chico sólo tenía 17 años y era la primera vez que salía del pueblo.

«Tenemos la esperanza de que ahora todo cambie con la llegada del Ejército y de las tropas internacionales. Queremos que el Gobierno restaure aquí su autoridad para podernos sentir libres», añade su nuera, Yumana.

Pero para que las cosas se vuelvan a teñir de normalidad harán falta años y mucho esfuerzo. En la cercana Aita al Chaab, las calles están desiertas y pocas casas permanecen en pie. En la mezquita, la población se ha concentrado para recibir alimentos y agua enviados por Qatar. La menuda Amal, ataviada con un velo oscuro, surge de entre la fila para contar su historia. «Estuve 20 días en Rmeich y volví con el alto el fuego. Ahora no tengo casa, ha desaparecido en una montaña de escombros. No tengo dinero ni comida ni nadie que me ayude, ni siquiera Hizbulá. Vivo con mis ocho hijos en una habitación que compartimos con otras 10 personas», explica con una dulzura admirable. La misma dulzura desesperada que empaña los rostros de las mujeres del sur del Líbano