El Congreso de Estados Unidos está dominado por una mayoría de senadores y representantes que son millonarios con fortunas personales que son, como promedio, 14 veces superiores que las del estadounidense promedio. Ello significa que los representantes del pueblo de los Estados Unidos en el máximo órgano legislativo están totalmente fuera de contacto con los […]
El Congreso de Estados Unidos está dominado por una mayoría de senadores y representantes que son millonarios con fortunas personales que son, como promedio, 14 veces superiores que las del estadounidense promedio. Ello significa que los representantes del pueblo de los Estados Unidos en el máximo órgano legislativo están totalmente fuera de contacto con los problemas cotidianos de la mayoría de los estadounidenses que viven -como la inmensa mayoría de los seres humanos en todo el planeta- atrapados en la agotadora lucha por sobrevivir el día a día. Sobre este fenómeno, el renombrado economista Joseph Stiglitz ha escrito en la revista norteamericana Vanity Fair: «Prácticamente todos los senadores de Estados Unidos y la mayoría de los representantes de la Cámara, al ser electos, forman parte del uno por ciento de personas más ricas de la población del país. Son protegidos en sus cargos por el dinero del uno por ciento y saben que si sirven bien al uno por ciento serán recompensados por el uno por ciento cuando dejen sus cargos electivos. Por lo general, las autoridades claves del poder ejecutivo en la política comercial y económica también integran el uno por ciento. El gran poder del uno por ciento, es lo que caracteriza el funcionamiento del sistema en estadounidense».
Es criterio generalizado en esa nación que la política electoral en Estados Unidos ha sido tan profundamente corrompida por el dinero corporativo que hay pocas posibilidades de que, incluso un líder bien intencionado, pueda promover un cambio real en el Congreso. Para llegar a un cargo cimero, ya sea en la Oficina Oval o a un sitio en el Congreso, el camino a las urnas es caro y sólo los más acaudalados, o aquellos que cuenten con el apoyo de los muy opulentos, están en capacidad de llegar incluso a la línea de partida en la carrera para ocupar los investiduras electivas. En el ciclo de elecciones presidenciales de 2012, ambas partes contendientes gastaron mil millones de dólares cada una en la campaña para lograr que su candidato recorriera el camino a la disputa por la Presidencia. Obviamente, este dinero provino de ricos donantes y patrocinadores corporativos, empeñados en llevar a su candidato en la Oficina Oval. Los vencedores, no importa si son demócratas o republicanos, son premiados con «una montaña de ventajas» que se ofrece a los vencedores. Los grupos de presión son fuente de mucha corrupción y, con un estimado de 26 cabilderos por congresista es fácil imaginar las tentaciones que les transmiten los «lobistas».
Esta presión corruptora es alentada por un estilo de vida en el Congreso que exige que los congresistas dediquen la mayor parte de su tiempo a recaudar fondos para las campañas. En noviembre de 2012, el liderazgo demócrata en la Cámara divulgó un horario de trabajo modelo para los demócratas electos que fija un día laboral de 10 horas, 5 horas de las cuales están dedicadas a «actividades de alcance estratégico» que básicamente son relaciones con los donantes potenciales. Como la mitad de su tiempo se dedica a pedir dinero a individuos ricos, no hay manera que el legislador pueda responder a los problemas que están presentes en el país.
Incluso congresistas bienintencionados se enfrentan a un círculo vicioso que les empuja a recaudar fondos para asegurarse en sus asientos, pero una vez lograda esta meta, es casi imposible para ellos hacer su trabajo. Terminan desarrollando un estilo de trabajo que les mueve a ser amables con quienes tendrían que ser más exigentes. Nada de preguntas difíciles en las audiencias que pudieran desagradar a donantes potenciales, ni apoyar enmiendas que les moleste. Tienden a votar de la manera que mas convenga a esos donantes y menos a los electores. Lo que evidentemente enfrenta la población estadounidense es un sistema oligárquico -un gobierno de los ricos, por los ricos y para los ricos- por mucho que el preámbulo de la Constitución hable a nombre de «nosotros, el pueblo» y el régimen imperante se identifique como una «democracia representativa».
Lo que padece la nación estadounidense es una oligarquía intrínsecamente semejante a las que han ostentado el poder de manera exclusiva y excluyente en las vilipendiadas dictaduras de Latinoamérica, sólo que con un nivel de violencia, agresividad y opulencia incomparablemente mayor que le ha permitido diseminar por el mundo sus nefastos atributos.
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