La victoria de Barack Hussein Obama el pasado cuatro de noviembre ha iniciado la bajada del telón electoral en Estados Unidos, que cerrará oficialmente la función de ese enorme circo político y mediático el próximo veinte de enero, con el nombramiento oficial del presidente número 44 de EEUU. La alegría e indisimulado regocijo que ha […]
La victoria de Barack Hussein Obama el pasado cuatro de noviembre ha iniciado la bajada del telón electoral en Estados Unidos, que cerrará oficialmente la función de ese enorme circo político y mediático el próximo veinte de enero, con el nombramiento oficial del presidente número 44 de EEUU.
La alegría e indisimulado regocijo que ha acompañado a la misma por parte de buena parte de los medios de comunicación y de las principales cancillerías europeas, no será suficiente para lograr la materialización del tan pregonado cambio que el futuro presidente norteamericano ha venido defendiendo durante la recta final de la campaña electoral.
El hecho de que un ciudadano afroamericano alcance el sillón presidencial de la Casa Blanca es una señal para muchos de que ese cambio se ha producido, ya que pocos pensaban que un negro alcanzaría finalmente ese puesto. Es evidente que la ilusión generada por ese acontecimiento dentro de las fronteras de EEUU es muy importante, pero de ahí a afirmar que el triunfo de Obama supone el fin del racismo estructural que caracteriza a la política estadounidense hay un abismo. Sería como afirmar que la presidencia de Margaret Thatcher supuso la igualdad de género en Gran Bretaña.
Unas elecciones que han sido históricas acaban de concluir, pero más allá de los clásicos tópicos de algunos analistas, acostumbrados a trabajar a distancia y con pocos conocimientos de las realidades que analizan, no han reflejado ese terremoto que se ha querido vender en los primeros días tras el cuatro de noviembre.
Una de las consecuencias post-electorales más evidente es que el electorado ha girado hacia el centro, alejándose en cierta medida del radicalismo neoconservador gobernante, pero a años luz de cualquier indicio de asentamiento de una realidad en clave de progresismo. Pretender utilizar las claves de izquierda y derecha de corte europeo es un grave error a la hora de analizar la realidad política e ideológica de EEUU, donde la palabra «liberal» tiene claras connotaciones negativas, al equipararse a «izquierdista».
Pero tras la resaca de los primeros días, y con un acercamiento más sosegado y detallado podemos observar que el supuesto terremoto se ha quedado en ligero movimiento sísmico, que no ha logrado mover o resquebrajar ninguno de los pilares del sistema de aquél país. Por un lado, la participación final aún siendo más elevada que en otras ocasiones tampoco ha roto los moldes habituales. Así, este año han acudido a las urnas seis millones más que hace cuatro años, pero en aquel año, fueron 17 millones de votantes más que en el año 2000.
Por otro lado, Obama ha recibido un dos por ciento más de voto que Bush hace cuatro años, y un 4,6% más que el candidato demócrata de entonces, Ferry. Por todo ello, pretender presentar la realidad actual como un giro profundo es absurdo. Como bien señala el antiguo asesor de Bush, Karl Rove, «en la política de este país, los buenos años siguen a los años malos, y esa experiencia la han vivido tanto demócratas como republicanos en estos últimos quince años».
El gran ganador ha sido Obama, y de paso el Partido Demócrata. Sin embargo, ya han asomado las primeras preocupaciones entre parte de aquellos que depositaron su confianza y su ilusión en el «cambio» del futuro presidente. Y en ello radica uno de los errores más repetidos en los recientes análisis, donde se tiende a olvidar el papel histórico que ha desempeñado el Partido Demócrata y la caracterización del mismo. Si miramos un poco para atrás, veremos que han sido algunos presidentes demócratas los que en el pasado han dado inicio a importantes conflictos bélicos. Así, Kennedy y Jonson en Vietnam, Carter en Afganistán, y más recientemente, Clinton en Somalia, Kosovo o Iraq.
Junto a todo ello, no podemos olvidar tampoco que los demócratas a pesar de recibir todavía votos de la clase obrera estadounidense, hace tiempo que son los representantes de las élites económicas y políticas del país.
El éxito de la campaña de Obama lo encontramos en su magnifico diseño y ejecución, ya comentado en otros artículos anteriores, erp también hay que reseñar que se ha movido muy cómodo en una campaña caracterizada por las impresionantes donaciones económicas que ha recibido y sobre todo porque hemos asistido a una campaña «anti Bush», donde han primado los candidatos más que los programas y políticas que decían defender. Si a ello le unimos la coyuntura surgida a partir de la crisis financiera de septiembre, el resultado ya los conocemos.
La cara de la derrota la representa el Partido Republicano, que tras ocho años en Washington ha dejado paso al nuevo candidato demócrata. Algunos han lanzado al aire las campanadas de muerte para el llamado movimiento conservador, tal y como ocurrió tras la victoria de Clinton hace años. Sin embargo, algunos aspectos de ese complejo mundo nos indican que lejos de sufrir una derrota histórica (el apoyo de McCain ha sido muy elevado también) parece que nos encontrando ante la repetición de la historia en esa política de alternancia del poder entre republicanos y demócratas.
Lo que sí es cierto es que dentro del Partido Republicano algunos pretenderán aprovechar la coyuntura para tomar posiciones ventajosas, y para otros habrá llegado la hora de su venganza particular. En estos momentos estamos ante dos corrientes internas, ambas muy complejas y con componentes muy diversos, como son los llamados tradicionalistas y los reformistas.
Los primeros abogan por recuperar sin ambigüedades la política e ideología impulsada desde los años de Reegan, y cuentan a su favor el dominio del aparato del partido y de la representación institucional, tienen además importantes redes de grupos de apoyo económico y político, así como Think tanks y medios de comunicación. Por su parte, los reformistas abogan por el final de la era reeganiana, y la necesidad de una mayor centralidad conservadora, alejándose en la forma sobre todo, de la política de la administración Bush en los últimos ocho años.
Mientras que unos hablan de «guerra civil conservadora» o de la «noche de los cuchillos largos», otros apuntan con cierto optimismo a una recuperación a partir de las elecciones parciales del 2010, donde esperan volver a repetir la situación que se dio previa a la elección presidencial de Bush.
La agenda de Obama es una de las incógnitas más importante. La caracterización de la campaña electoral ha dejado en un segundo plano la materialización de las propuestas estratégicas. Es pronto para marcar la línea que seguirá en nuevo presidente, pero algo ya se ha dejado entrever. Su característico pragmatismo, con sus llamamientos a la «unidad» y a «recuperar un tono cordial entre los representantes de ambos partidos mayoritarios» es algo que en pasado de Obama le ha dado muy buenos frutos personales.
Además, su posición «realista» le llevará a cambiar el paradigma político reciente, y pretenderá no convertirse ni «en una marioneta manipulable de los liberales ni en el objetivo fácil para los conservadores», según ha señalado un cercano colaborador del mismo.
Los nuevos pasos de Obama estarán marcados, tanto en política exterior como doméstica, por las presiones y los intereses que deberá abonar, sobre todo a los poderosos donantes de su campaña, que querrán ahora cobrarse sus aportaciones, lo que puede dejar en manos del presiente un estrecho margen de maniobra para llevar a cabo, si de verdad pretendía en algún momento hacerlo, el cambio.
Los primeros pasos, con la elección de sus colaboradores más cercanos en la estructura institucional no deja mucho margen para la esperanza. La presencia de numerosos personajes con vínculos en la administración de Clinton, algunos han definido a la nueva etapa como la versión «Clinton 3.0», o la elección de personajes como Rah Emmanuel o Robert Gates, e incluso algunos republicanos, indican las verdaderas intenciones de Obama y no inspiran mucha confianza en el cambio transformador prometido.
En materia de política doméstica, ya en las primeras semanas de su mandato tendrá que afrontar al menos tres situaciones complicadas que pueden indicar el rumbo de su política. Si la crisis financiera y económica centrará la atención mediática 8sobre todo en torno a las medidas que adopte), otros temas de «menor calado mediático» serán una buena toma de temperatura ante sus votantes.
Algunas medidas en torno al aborto y la bioética, el desenlace en torno a la llamada «doctrina Fairness», que regula el acceso a los medios de comunicación, permitiendo que los rivales políticos tengan el mismo tiempo, o la reforma en torno a los sindicatos (llamada «card check») y que pretende que a partir de ahora se sustituya el voto secreto por el público, con lo que ello conlleva a la hora de coartar o presionar un rumbo u otro en aquel país.
La actual coyuntura económica no va a permitir que Obama centre sus esfuerzos mayores en la política exterior, aunque algunos ya han manifestado cuales deberían ser los principales ejes de ésta si de verdad se pretende corregir los errores y desmanes de la anterior administración. El cierre de Guantánamo, una nueva política hacia África (abandonando el militarismo y expolio del presente), la salida de Iraq y el acuerdo en Afganistán, un acuerdo de paz con Corea del Norte, solventar las diferencias con Irán de forma negociada y pacífica, poner fin a la «guerra de las galaxias» y a la denominada estrategia surgida de la «guerra contra el terror», serían los principales puntos.
Sin embargo, y a la luz de los movimientos más recientes, Obama podría cerrar Guantánamo, pero cuando habla de salir de Iraq, se refiere únicamente a las «brigadas de combate», sin mencionar para nada a los consejeros militares, al personal de la embajada de Bagdad (más de mil «diplomáticos»), a los miembros de empresas de seguridad privada, al cierre de las enormes bases creadas en Iraq… Y además, en Afganistán ha señalado su apuesta por aumentar el número de militares estadounidenses, mientras que en Oriente Medio, su papel y su política no diferirán mucho de la que hasta ahora se ha marcado en Washington, con el beneplácito del poderoso lobby sionista e Israel.
La victoria de Obama no acabará con los problemas sociales y domésticos de aquél país, ni con los diferentes frentes abiertos en todo el mundo. Al igual que sus predecesores demócratas el nuevo presidente puede acabar institucionalizando las políticas de los republicanos, como ya hizo Clinton con Nixon y Reegan, y que puede volver a hacer Obama con Bush o Reegan.
La elección de sus colaboradores no representa el aire fresco que necesitaría una política seria de cambio, y si el «Yes, we can» (sí, nosotros podemos) que se ha materializado en las elecciones puede no concluirse cuando planea la pregunta dubitativa sobre la actuación final de Obama, y como algunos preguntan en voz alta, si el «he can» (él puede) se llegará a materializar.
TXENTE REKONDO.- Gabinete Vasco de Análisis Internacional (GAIN)