Ganó Trump. El establishment norteamericano sigue en estado de shock e intenta domar al impensado Presidente electo a través de la vieja guardia republicana. Mientras, miles de manifestantes ocupan las calles de sus ciudades para expresar su miedo y rechazo al resurgimiento de la violencia racial, la xenofobia y las nostalgias supremacistas. Bernie Sanders despunta […]
Ganó Trump. El establishment norteamericano sigue en estado de shock e intenta domar al impensado Presidente electo a través de la vieja guardia republicana. Mientras, miles de manifestantes ocupan las calles de sus ciudades para expresar su miedo y rechazo al resurgimiento de la violencia racial, la xenofobia y las nostalgias supremacistas. Bernie Sanders despunta nuevamente y exige a Trump que cumpla con sus promesas de mejorar las condiciones de vida de los trabajadores estadounidenses, a la vez que advierte que va a enfrentarlo si avanza con políticas de corte racista. Estados Unidos es un hervidero, y si bien rige una tregua entre los partidos para garantizar la «transición pacífica del poder», las tensiones internas y la polarización que atraviesan al país no parecen calmarse sino profundizarse. Las grietas de la superpotencia quedaron al desnudo.
Donald Trump
El mismo sistema que hace ocho años eligió a Barack Obama en búsqueda de cambios hoy encumbró a otro outsider: Donald J. Trump. Un billonario excéntrico con domicilio en la Quinta Avenida se alzó con la Presidencia de la primera potencia mundial como vocero de los empobrecidos, los olvidados y los indignados. Es una paradoja perversa que esta rebelión contra las elites, esta estruendosa denuncia del «orden establecido» haya sido encarnada por un miembro excelso de dichas elites. No se trató de un líder popular, de un dirigente sindical o de un miembro de una minoría relegada, sino de un empresario irreverente bañado de dorado que no pagó impuestos en su vida.
Con su desfachatez y culto deliberado a lo «políticamente incorrecto», Donald Trump supo interpelar al pueblo norteamericano y capitalizar el malestar y la frustración de grandes segmentos de la población estadounidense que vieron sus ingresos y oportunidades escurrirse de manera lenta pero inexorable en las últimas décadas. También apeló a pulsiones segregacionistas fáciles de invocar en tiempos de crisis. El avance de la tríada neo liberal de liberalización comercial, desregulación financiera y globalización productiva desde la década del ochenta tuvo graves consecuencias en términos de destrucción de empleos y aumento de la desigualdad en Estados Unidos. Mientras los ganadores de esta tríada promocionaban su recetario por el mundo, los perdedores fueron invisibilizados y acallados. El tsunami que estalló en Wall Street en 2008 agudizó aún más la desigualdad: el sistema premió al 1% superior de la pirámide a la vez que despojó de viviendas, de empleos y del «sueño americano» a millones de familias. El crecimiento económico regresó (a tasas más bajas) en 2010, pero la injusta distribución del ingreso y la riqueza permaneció.
Hillary Clinton y Barack Obama
La elección del 8 de noviembre no significó solamente la victoria de Trump sino también una resonante doble derrota personificada en Hillary Clinton: la derrota del establishment político y económico y la derrota del Partido Demócrata, representados paradójicamente en la misma boleta. El establishment apostó a una candidata previsible, maleable y largamente conocida. El aparato del partido respaldó a Clinton como la «heredera natural» de Obama. Pese a enarbolar una plataforma marcadamente progresista para la política doméstica que, a instancias de Sanders y las bases de izquierda del partido, proponía enfrentar la desigualdad y redistribuir el ingreso en el país, evidentemente a Hillary Clinton no le alcanzó (aunque, otra paradoja, cosechó más de un millón de votos por encima de Trump). Las políticas realmente existentes se impusieron a las promesas de campaña de un partido que, bajo su primer Presidente afroamericano, terminó convalidando en los hechos la hegemonía neoliberal. La muestra más paradójica es, quizás, la obsesión del Presidente Obama por intentar ratificar en el año electoral el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés) como parte de su «legado», a contramano incluso de las asociaciones sindicales de su propio partido.
De hecho, el factor desestabilizador de la elección fue el vuelco en el voto de los trabajadores blancos de baja instrucción en la región denominada «cinturón del óxido» de Estados Unidos, particularmente en los estados de Iowa, Ohio, Pennsylvania, Michigan y Wisconsin que habían votado por Obama en 2008 y 2012. Una mayoría de trabajadores de «cuello azul» pauperizados fueron cautivados allí por las críticas a los acuerdos de libre comercio y por la promesa de empleos que articuló Donald Trump y le dieron la espalda al partido que antes los abandonó. Por la combinación de la deslocalización industrial y la robotización productiva, la economía estadounidense perdió 29% de sus empleos industriales desde el año 2000. La mayoría de los planes productivos diseñados para estos trabajadores por la Administración Obama murieron antes de nacer.
Marea roja ultra-conservadora
La contracara de la debacle demócrata fue la consolidación de un liderazgo ultra-conservador en ambas cámaras del Congreso. La trilogía roja pronto incluirá al noveno miembro de la Corte Suprema de los Estados Unidos (cargo que el Senado impidió ocupar al nominado por Obama), consagrando una mayoría conservadora «pro-vida», «pro-armas» y opuesta a limitar el financiamiento privado de la política. En otra paradoja inesperada, los sectores republicanos radicalizados que obstruyeron de manera sistemática en el Congreso las reformas impulsadas por el Presidente Obama resultaron beneficiarios del hartazgo de la población frente a la parálisis y desconexión de Washington. No se descartan futuros retrocesos en derechos para las mujeres, en el acuerdo nuclear del P5+1 con Irán, en los compromisos asumidos para enfrentar el cambio climático, en el sistema de salud (Obamacare), en las leyes migratorias y en otros derechos civiles de las minorías. El Partido Demócrata está ingresando en un proceso de discusión interna del que necesita salir fortalecido para defender sin titubeos los intereses de sus bases trabajadoras y progresistas.
Trump y América Latina
Ahora bien, ¿qué implica para nosotros, los latinoamericanos, este movimiento tectónico en el núcleo del sistema? Es evidente que estamos frente a un punto de inflexión geopolítico cuya dimensión completa aún no podemos descifrar. La victoria de Trump conjuga elementos aislacionistas de los nacionalismos de derecha europeos (bajo el mantra de «America first») con algunos condimentos neoliberales de la restauración conservadora que aqueja a nuestra región (bajo el influjo de la denominada «teoría del derrame»). Es cierto también que Estados Unidos cuenta con un «gobierno permanente» que trasciende a quien sea que ocupe la Casa Blanca, y Trump tendrá que negociar su agenda con el Congreso y con los poderes fácticos de Washington. En particular, dentro de la política exterior norteamericana, la referida específicamente hacia América Latina ha sido relativamente estable en las últimas administraciones, a excepción del valorado giro en la relación con Cuba y las complejidades específicas de la relación con México. Siempre lo que prima es la defensa del interés nacional estadounidense, especialmente de sus grandes corporaciones, bajo su «estrategia de seguridad nacional». Pero atención: Trump ha roto hasta ahora con todos los moldes, y así como fue un candidato atípico es esperable que sea también un Presidente atípico, lo que despierta interrogantes e incertidumbres.
En este marco de reconfiguración geopolítica aún abierto, un peligro, un riesgo y una oportunidad aparecen en el horizonte de nuestra región. El peligro: que las pulsiones reaccionarias que también anidan en nuestras tierras se sientan habilitadas para desplegar su xenofobia y racismo, descargando en los más débiles (inmigrantes, mujeres, minorías) la supuesta responsabilidad y la furia por las promesas incumplidas de la nueva ola neoliberal vigente hoy en la región.
El riesgo: que la conjunción de los crecientes niveles de endeudamiento y apertura regionales actuales, por una parte, y la mayor tasa de interés y tendencias proteccionistas que podría significar Trump, por otra, eleven aún más la vulnerabilidad externa de nuestras vapuleadas economías. Una aclaración: si bien es esperable que Trump avance con ciertas políticas proteccionistas comprometidas en la campaña (el TPP fue la primera víctima) es inevitable que enfrente límites productivos, tecnológicos y corporativos en su promesa de devolver millones de empleos al «cinturón del óxido» a través de la relocalización de parte de las 60.000 fábricas que cerraron en los últimos 15 años. Menos complejo luce su mega-plan de infraestructura a lo largo del país, con que pretende dinamizar la economía, crear empleos y aumentar la competitividad.
Finalmente, la oportunidad: que los latinoamericanos extraigamos de este nuevo desengaño neoliberal en los Estados Unidos argumentos renovados y más lucidez y potencia para la reflexión crítica y la práctica política en pos del fortalecimiento de proyectos nacionales, populares y democráticos profundamente respetuosos de los derechos humanos y con eje en la integración y solidaridad regional.
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[*] Este artículo fue publicado originalmente en el primer número (Noviembre 2016) de AMANDA, Revista Binacional (Argentino-Uruguaya) de Política y Economía.
Cecilia Nahón: Profesora de American University (Washington, DC) y Ex-Embajadora de Argentina en Estados Unidos (2013-2015)
Fuente: http://www.clacso.org/megafon/megafon10_articulo1.php