Traducido para Rebelión por Germán Leyens
Las alianzas han constituido una importante causa de guerras durante la historia moderna, al eliminar inhibiciones que de otra manera podrían haber llevado a Alemania, Francia y a incontables naciones a reflexionar de un modo mucho más cauteloso antes de lanzarse hacia la muerte y la destrucción. La disolución de todas las alianzas es una condición previa fundamental para un mundo sin guerras.
La fuerza de Estados Unidos se ha basado, en gran parte, en su capacidad de convencer a otras naciones de que la imposición del papel global de EE.UU. beneficiaba sus intereses vitales. Con la pérdida de esa capacidad habrá un cambio fundamental en el sistema internacional, un cambio cuyas implicaciones y consecuencias podrían ser en última instancia tan trascendentales como la disolución del bloque soviético. El alcance del rol mundial de EE.UU. es ahora mucho más peligroso y ambicioso que cuando existía el comunismo, pero fue sólo el miedo ante la URSS lo que le dio a la OTAN su razón de ser y facilitó a Washington la justificación para sus pretensiones globales. Los enemigos han desaparecido y nuevos – muchos de ellos antiguos aliados y estados afines – han tomado su lugar. Estados Unidos, de un modo que no comprende, necesita alianzas. Pero es menos probable que nunca que incluso naciones amigas se dejen incluir en complacientes «coaliciones de los dispuestos».
Nada en la doctrina, extraordinariamente vaga, del presidente Bush, promulgada el 19 de septiembre de 2002, de la conducción unilateral de guerras «preventivas», si fuera necesario, constituyó un punto de partida fundamentalmente nuevo. Desde los años 90 del siglo XIX, no importa si eran republicanos o demócratas los que ocupaban el gobierno, EE.UU. ha intervenido de incontables maneras – enviando marines, instalando y apoyando a tiranos amigos – en el hemisferio occidental para determinar los destinos políticos de incontables naciones del sur. La administración demócrata que estableció Naciones Unidas consideró explícitamente al hemisferio como la esfera de influencia de EE.UU., y al mismo tiempo creó el FMI y el Banco Mundial para vigilar la economía mundial.
Por cierto, el Partido Demócrata fue el que creó la mayor parte de los pilares de la política exterior de EE.UU. en la posguerra, desde la doctrina Truman en 1947 y la OTAN, hasta la institucionalización de la carrera armamentista y la ilusión básica de que las armas y el poder de fuego constituyen una solución a muchos de los problemas políticos del mundo. Por lo tanto los demócratas comparten, en nombre de un consenso auténticamente ‘bipartidario’, la misma responsabilidad tanto por el carácter como por los dilemas de la estrategia exterior actual de EE.UU.. El presidente Jimmy Carter inició la aventura afgana en julio de 1979, con la esperanza de que empantanaría a los soviéticos en ese país, como sucedió a los estadounidenses en Vietnam. Y fue Carter el primero en alentar a Sadam Husein a confrontar el fundamentalismo iraní, una política continuada por el presidente Reagan
En su libro de 2003 «The Roaring Nineties» Joseph E. Stiglitz, presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente de 1993 a 1997, argumenta que la administración Clinton intensificó el «legado hegemónico» en la economía mundial, y Bush sólo sigue por el mismo camino. Los años 90, escribe Stiglitz, fueron «una década de influencia estadounidense sobre la economía global sin paralelo» definida por los financieros demócratas y los conservadores monetarios en puestos clave, «en la que una crisis económica parecía seguir a la otra». EE.UU. creó barreras comerciales y dio grandes subsidios a su propia agroindustria, pero aconsejó y a menudo obligó a países con dificultades financieras a que redujeran sus gastos y a que «adoptaran políticas considerablemente diferentes de las que nosotros mismos habíamos adoptado». La escala de la apropiación interna y global por las administraciones Clinton y Bush podrá ser discutible pero fueron enormes en ambos casos. En los asuntos exteriores y militares, tanto la administración Clinton como la de Bush sufrieron del mismo fetiche adquisitivo, creyendo que armas caras son mejores que estrategias políticas realistas. Las mismas ilusiones produjeron la Guerra de Vietnam – y el desastre correspondiente. Elegantes estrategias que prometían caminos tecnológicos hacia la victoria nos han acompañado desde fines de los años 40, pero son esencialmente ejercicios de relaciones públicas para impulsar más pedidos para los fabricantes de armas, justificativos para mayores presupuestos para los servicios militares rivales. Durante los años Clinton, el Pentágono continuó inventando grandiosas estrategias, exigiendo – y obteniendo – nuevas armas para implementarlas. Hay muchas maneras de medir los gastos de defensa con el pasar del tiempo pero – a pesar de pequeñas fluctuaciones anuales – el consenso entre los dos partidos respecto a los presupuestos del Pentágono ha florecido desde 1945. En enero de 2000 Clinton agregó 115.000 millones de dólares al plan quinquenal del Pentágono, mucho más de lo que pedían los republicanos. Cuando Clinton dejó el poder, el Pentágono tenía más de medio billón de dólares en el sistema de compras de las principales armas, sin contar los sistemas de defensa contra misiles balísticos, puro despilfarro que costó más de 71.000 millones de dólares hasta 1999. El dilema, como advirtieron correctamente tanto funcionarios de la CIA como altos funcionarios de Clinton, es que era más probable que terroristas atacaran el territorio estadounidense que el que lo hiciera alguna nación contra la cual los militares podrían tomar represalias. Esta disparidad fundamental entre el armamento y la realidad ha existido permanentemente y el 11 de septiembre de 2001 demostró cuán vulnerable y débil llegó a ser EE.UU., un tema que los lectores pueden estudiar en mi libro: «Another Century of War?»
La guerra en Yugoslavia en la primavera de 1999 llevó a un punto crítico el futuro de la OTAN y de la alianza, y sobre todo la creciente ansiedad de Washington por un posible papel independiente de Alemania en Europa. Mucho antes de que Bush llegara al poder, la administración Clinton decidió que nunca volvería a permitir que sus aliados inhibieran o definieran su estrategia. Las políticas de Bush, a pesar de la manera brutal en la que han sido expresadas o implementadas, siguen directa y lógicamente esa decisión crucial. La negativa de los miembros de la OTAN a contribuir soldados y equipos esenciales para terminar con el régimen de los señores de la guerra y permitir que se realicen elecciones correctas en Afganistán (enviaron cinco veces más tropas a Kosovo en 1999), es la lógica detrás del desdén bipartidario de EE.UU. hacia la alianza.
Pero el mundo actual es cada vez más peligroso para EE.UU. y la desaparición del comunismo ha puesto fundamentalmente en duda las premisas esenciales para el sistema de alianzas posterior a 1945. Más naciones poseen armas nucleares y medios para lanzarlas: las armas pequeñas destructivas son mucho más abundantes (gracias a las florecientes exportaciones de armas estadounidenses que crecieron de un 32 por ciento del comercio mundial en 1987 a un 43 por ciento en 1997); hay más guerras locales y civiles que nunca antes, especialmente en regiones como Europa oriental que no había vivido ninguna durante casi medio siglo, y existe el terrorismo – el arma de último recurso del pobre y del débil – en una escala jamás vista. Aumentan las causas políticas, económicas y culturales de la inestabilidad y de los conflictos, y las armas caras son irrelevantes – salvo para los balances de los que las producen.
Mientras el futuro sea en gran parte – para parafrasear al Secretario de Defensa
Donald Rumsfeld – «incognoscible», no es de interés nacional para los aliados tradicionales de EE.UU. que se perpetúen las relaciones creadas de 1945 a 1990. A través de la torpeza y de una vaga ideología del poder estadounidense que no reconoce límites a sus ambiciones globales, la administración Bush se ha lanzado a iniciativas unilateralistas y a un aventurerismo que descarta las consultas con sus amigos, y mucho menos con Naciones Unidas. El resultado ha sido una seria erosión del sistema de alianzas sobre el que se basó la política externa de EE.UU. de 1947 en adelante. Con la proliferación de armamentos destructivos y la creciente inestabilidad política, el mundo se hace cada vez más peligroso – y lo mismo ocurre con la membresía en las alianzas.
Si Bush es reelegido, el orden internacional podrá ser muy diferente en 2008 de lo que es hoy en día, ni hablar de 1999. No importa quién sea el próximo presidente, no existen motivos para creer que las evaluaciones objetivos de los costos y consecuencias de sus acciones alterará significativamente las prioridades de la política exterior de EE.UU. en los próximos cuatro años. Si ganan los demócratas intentarán, en nombre del «internacionalismo progresista», reconstruir el sistema de alianza como existió antes de la guerra yugoslava de 1999, cuando la administración Clinton se volvió contra los poderes de veto especificados en la estructura de la OTAN. Existe un importante apoyo bipartidario para la resurrección del atlanticismo que Bush está destruyendo, y que fue mejor reflejado en el banal informe de marzo de 2004 del Consejo de Relaciones Exteriores sobre la «alianza trasatlántica», que Henry Kissinger ayudó a orientar y que fue endosado tanto por influyentes líderes republicanos como de Wall Street. Las elites tradicionales están desesperadas por ver que se restaure a la OTAN y al sistema atlántico a su antigua gloria. Su visión, basada en las suposiciones expansionistas que han guiado la política externa de EE.UU. desde 1945, fue mejor articulada el mismo mes en un libro: «The Choice: Global Domination or Global Leadership», de Zbigniew Brzezinski, que fue el consejero nacional de seguridad de Carter. Brzezinski rechaza la retórica contraproducente de la administración Bush que aliena a antiguos y futuros aliados potenciales. Pero considera que el poder de EE.UU. es central para la estabilidad en todas partes del mundo y su visión global no es menos ambiciosa que la de la administración Bush. Está a favor de que EE.UU. mantenga «una ventaja tecnológica absoluta sobre todos sus potenciales rivales» y llama a que se transforme «el poder prevaleciente de EE.UU. en una hegemonía selectiva – en la que el liderazgo se ejerza más a través de la convicción compartida con aliados duraderos que por la dominación impetuosa». Precisamente porque es mucho más vendible a aliados pasados o potenciales, esta visión demócrata es mucho más peligrosa que la de la inepta, excéntrica, mezcolanza que dirige ahora la política exterior estadounidense.
Pero el vicepresidente Richard Cheney, Donald Rumsfeld y los neoconservadores y halcones eclécticos en la administración Bush hacen caso omiso de las consecuencias de sus recomendaciones o de cómo escandalizan a los amigos de EE.UU. en ultramar. Muchos de los principales consejeros del presidente tienen visiones agresivas, esencialmente geopolíticas y académicas que suponen un abrumador poder militar y económico estadounidense. Las interpretaciones excéntricas de las Sagradas Escritas inspiran aún a otros, incluyendo al propio Bush. Muchos de estos cruzados emplean una retórica amorfa, nacionalista Y MESIÁNICA que imposibilita que se pueda predecir exactamente cómo Bush mediará entre influencias muy diversas, a menudo extravagantes, aunque hasta ahora ha favorecido a los abogados del uso gratuito del poderío militar de EE.UU. en todo el mundo. Nadie próximo al presidente reconoce los límites de su poder – límites que son políticos, y como lo demostraron Corea y Vietnam, también militares.
Kerry votó por muchas de las principales medidas exteriores e interiores de Bush y es, en el mejor de los casos, un candidato mediocre. Sus declaraciones y entrevistas sobre asuntos externos de los últimos meses han sido en su mayoría vagas e incoherentes, aunque es explícita y ardientemente partidario de Israel y explícitamente favorable al cambio de régimen en Venezuela. Sus políticas para el Medio Oriente son idénticas a las de Bush y esto impedirá por sí solo que se reconstruya la alianza con Europa. Respecto a Irak, incluso cuando aumentó la violencia en ese país y Kerry tuvo por fin un tema crucial con el cual ganar las elecciones, su posición ha sido indistinguible de la del presidente. «Hasta» que una fuerza armada iraquí los pueda reemplazar, Kerry escribió en el Washington Post del 13 de abril, los militares estadounidenses tendrán que permanecer en Irak – «preferentemente con ayuda de la OTAN»- «No importa quién sea elegido presidente en noviembre, perseveraremos en esa misión» de construir un Irak estable, pluralista – que, tengo que agregar, nunca ha existido y es poco probable que emerja en el futuro previsible. «Es un asunto de honor y confianza nacionales». Ha prometido dejar a las tropas estadounidenses en Irak durante todo su primer período si es necesario, pero es vago en cuanto a su subsiguiente partida. Ni siquiera el escándalo por el tratamiento de los prisioneros iraquíes evocó la crítica de Kerry, a pesar de que ha alienado profundamente a un segmento políticamente decisivo del público estadounidense.
Sus declaraciones sobre la política interna a favor de la circunspección fiscal y de déficits más reducidos, de menos concesiones fiscales para las grandes corporaciones, carecen en extremo de atractivo para los votantes. Kerry se muestra como conservador económico que también es fuerte en los gastos de defensa – un clon de Clinton – porque es precisamente cómo se siente. Sus asesores son los mismos banqueros de negocios que ayudaron a que Clinton obtuviera la nominación en 1992 y que luego juntaron los fondos para que saliera elegido y después definieron su política económica. El más importante de ellos es Robert Rubin, que fue Secretario del Tesoro, y él y sus compinches manejan la campaña de Kerry y que, si gana, dictarán también su agenda económica. Son los mismos hombres que Stiglitz ataca como defensores de los ricos y poderosos.
Kerry es, integralmente, un patricio ambicioso educado en escuelas de elite y no tiene nada de populista. No es ni articulado ni impresionante como candidato, o como alguien que sea capaz de formular una alternativa a las políticas externa y de defensa de Bush, que en sí tienen todavía mucho más en común con las de Clinton que alguna posible diferencia. Una actitud crítica hacia Bush es difícilmente una justificación para hacerse ilusiones sobre Kerry, aunque cada elección presidencial produce semejantes ilusiones.
A pesar de que desde 1947 los objetivos en las políticas exterior y militar de demócratas y republicanos han sido esencialmente consensuales tanto en cuanto a los objetivos como a los diversos medios – desde la guerra clandestina a la abierta – para lograrlos, ha habido diferencias importantes en la manera como han sido expresadas. Esto ocurrió en mucho menor grado con los presidentes y candidatos a la presidencia republicanos durante la mayor parte del Siglo XX, y personas como Taft, Hoover, Eisenhower, o Nixon fueron muy cuidadosos en comparación con Reagan o con los actuales gobernantes en Washington. Pero el estilo puede ser importante y, sin darse cuenta, las falsedades, la grosería y las exigencias preventivas han comenzado a destruir un sistema de alianza, que por el bien de la paz mundial debería haber sido abolido hace tiempo. En este contexto, es mucho más probable que las naciones aliadas en el pasado con EE.UU. se vean obligadas a subrayar sus propios intereses y de emprender sus propios caminos. Es mucho menos probable que los demócratas continúen ese proceso extremadamente conveniente, un proceso que en última instancia contribuye mucho más a la paz en el mundo. Perpetuarán el mismo aventurerismo y oportunismo que comenzó hace generaciones y en el que Bush sólo se ha basado, la misma dependencia de los medios militares para solucionar las crisis políticas, la misma interferencia en todos los rincones del globo como si EE.UU. tuviera una misión divina de andarse metiendo en todos los problemas del mundo. El mayor refinamiento de los demócratas en la justificación de esas políticas es por ello más peligroso, porque las presentará como más verosímiles y mantendrá vivas alianzas que sólo refuerzan la negativa de EE.UU. de reconocer los límites de su poder. A la larga, la lucha de Kerry por lograr esos objetivos agresivos terminará por conducir a una renovación de la disolución de alianzas, pero a breve plazo intentará reconstruirlas y los líderes europeos tendrán muchas más dificultades para rechazar sus exigencias que si Bush permanece en el poder – y ese hecho es deplorable.
Lo que arriesga el mundo
Los críticos de la política exterior de EE.UU. no gobernarán en Washington después de esta elección, no importa quién gane. A pesar de lo peligroso que es, la reelección de Bush tiene más probabilidades de producir la destrucción continua del sistema de alianzas que es tan crucial a largo plazo para el poder estadounidense. Los hechos no implican juicios morales si sólo los identificamos. Uno no tiene que creer que «lo peor es mejor», sino que tenemos que considerar sinceramente las consecuencias para la política exterior de una renovación del mandato de Bush, en parte porque es probable.
Las políticas de Bush han logrado alienar a innumerables naciones. Incluso los aliados más firmes de EE.UU. – como Gran Bretaña, Australia y Canadá – se ven obligados a preguntarse si la extensión de cheques en blanco a Washington beneficia sus intereses nacionales o si debilita la posición de los partidos en el poder. Los asuntos exteriores, como lo demostró dramáticamente en marzo el terrorismo en Madrid, son demasiado explosivamente volátiles para permitir un endoso ciego de las políticas estadounidenses y los partidos en el poder pueden pagarlo caro, como en España, donde el pueblo estuvo siempre opuesto en su abrumadora mayoría a la participación en la guerra y el partido gobernante sufrió una inesperada derrota. Lo que es peor, en términos de costo y precio, son las innumerables víctimas entre la gente. Las naciones que han apoyado con entusiasmo la guerra de Irak, particularmente Gran Bretaña, Italia, Holanda y Australia, han expuesto especialmente a su población al terrorismo. Ahora tienen la costosa responsabilidad de tratar de protegerlo.
El informe del Pew Research Center, de Washington, sobre la opinión pública, publicado el 16 de marzo de 2004, mostró que una gran mayoría, que va creciendo rápidamente, de franceses, alemanes, e incluso británicos, quiere una política exterior europea independiente, llegando a un 75 por ciento en Francia en marzo de 2004 en comparación con un 60 por ciento dos años antes. El «índice de favorabilidad» de EE.UU. cayó a un 38 por ciento en Francia y en Alemania. Pero incluso en Gran Bretaña cayó de un 75 a un 58 por ciento y la proporción de la población británica que apoyó la decisión de ir a la guerra en Irak cayó de un 61 por ciento en mayo de 2003 a un 43 por ciento en marzo de 2004. La credibilidad interna de Blair, después de que el Partido Laborista quedó tercero en las elecciones locales del 10 de junio y en las elecciones europeos, se encuentra en su punto más bajo. Inmediatamente después de las elecciones en España, el presidente de Polonia, donde una mayoría creciente del pueblo se ha opuesto permanentemente al envío de tropas a Irak o a que continúen allí, se quejó de que Washington lo «indujo a error» respecto a las armas de destrucción masiva de Irak y dio a entender que Polonia podría retirar sus 2.400 soldados de Irak antes de lo previamente planificado. En Italia, en mayo pasado, un 71 por ciento de la gente estaba a favor de retirar los 2.700 soldados italianos de Irak antes del 30 de junio, y líderes de la principal oposición ya habían declarado que los retirarán si ganan las elecciones en la primavera de 2006 – una promesa que ellos y otros partidos contra la guerra en Gran Bretaña y España utilizaron en las elecciones al Parlamento Europeo a mediados de junio para aumentar significativamente su poder. El tema es ahora si naciones como Polonia, Italia o Holanda pueden permitirse el aislamiento de las principales potencias europeas y de su propia opinión pública para seguir formando parte de una «coalición de los dispuestos» dirigida por EE.UU. cada vez más quijotesca y unilateralista Las desventajas políticas de la continuación de la cercanía con Washington son evidentes, las ventajas inexistentes.
Lo que ha ocurrido en España es una presagio del futuro, y aísla aún más al gobierno de EE.UU. en sus aventuras. Cuatro naciones más de unas 30 que son miembros de la «coalición de los dispuestos» han retirado ya sus tropas, y Ucrania – con sus 1.600 soldados – seguirá pronto su ejemplo. La administración Bush trató de unir a las naciones para la Guerra de Irak con una mentira pantagruélica – que Husein tenía «armas de destrucción masiva» – y fracasó de manera espectacular. Mientras tanto, el terrorismo se muestra más robusto que nunca y sus argumentos han ganado en credibilidad en el mundo musulmán. La Guerra de Irak vigorizó a al Qaeda y ha maniatado a EE.UU., dividiendo sus alianzas como nunca antes. El conflicto en Irak puede escalar, como lo ha hecho desde marzo, creando un conflicto armado prolongado con chiíes y sunníes que podría durar muchos meses, incluso años. ¿Mantendrán allí indefinidamente sus fuerzas las naciones que enviaron tropas, como parece que Washington les solicitará que lo hagan? ¿Pueden permitirse los dirigentes políticos las continuas concesiones a las insaciables exigencias estadounidenses?
En otros sitios, Washington se opone a las principales naciones europeas respecto a Irán, en parte porque los neoconservadores y los realistas dentro de sus propias filas están profundamente divididos, y lo mismo vale para sus relaciones con Japón, Corea del Sur y China sobre cómo tratar a Corea del Norte. Los esfuerzos de EE.UU. por imponer su superioridad ideológica y moral, elementos cruciales en su hegemonía de la posguerra, fracasan – estrepitosamente.
La justificación de EE.UU. para su ataque contra Irak forzó a Francia y a Alemania a aumentar su independencia en su política exterior, mucho antes de lo que pretendían, o estaban preparados para, hacerlo. De una manera que hubiera sido inconcebible hace dos años, el papel futuro de la OTAN está siendo puesto en duda. Hoy no se sabe cuáles serán las futuras medidas de defensa de Europa, pero habrá algún tipo de fuerza militar europea independiente de la OTAN y del control estadounidense. Alemania y Francia se oponen enérgicamente a la doctrina Bush de la guerra preventiva. Tony Blair, por más que quiera continuar actuando como representante de EE.UU. en asuntos militares, debe hacer volver a Gran Bretaña al proyecto europeo, y su disposición desde fines de 2003 de subrayar el papel de su nación en Europa, refleja las necesidades políticas. Si hiciera algo diferente alienaría a sus vecinos, cada vez más poderosos, y arriesgaría perder las elecciones.
Lo que es aún más peligroso, la administración Bush se las ha arreglado para convertir lo que era a mediados de los años 90 una floreciente relación cordial con la antigua Unión Soviética en una relación cada vez más tensa. A pesar de un compromiso no-vinculante de 1997 de EE.UU. de no estacionar cantidades importantes de tropas de combate en los territorios de los nuevos miembros, la OTAN incorporó en marzo pasado a siete naciones europeas orientales y se encuentra ahora en las fronteras mismas de Rusia y Washington se encuentra en el proceso de establecer una cantidad indefinida pero importante de bases en el Cáucaso y en Asia Central. Rusia ha declarado repetidamente que el cerco por EE.UU. exige que continúe siendo una superpotencia militar y que modernice sus sistemas de lanzamiento para poder estar por lo menos a la altura del cada vez más costoso y ambicioso sistema de defensa de misiles y de armas espaciales que el Pentágono realiza actualmente. Tiene 5.286 ojivas nucleares y 2.992 misiles intercontinentales para lanzarlas. Vemos en la actualidad una peligrosa y onerosa renovación de la carrera armamentista.
Porque considera las ambiciones de EE.UU. en el antiguo bloque soviético como una provocación, Rusia amenazó en febrero de este año con retirarse del crucial Tratado de Fuerzas Convencionales en Europa, que aún no ha entrado en vigor. «Quisiera recordar a los representantes de [la OTAN]», declaró el ministro de defensa Sergei Ivanov ante una conferencia de seguridad en Munich en febrero pasado, «que con su expansión están comenzando a operar en la zona de intereses vitalmente importantes de nuestro país». A fuerza de insistir en sus abusos cada vez más unilaterales, sin autoridad de la ONU, donde el poder de veto de Rusia en el Consejo de Seguridad es, en las nostálgicas palabras de Ivanov – uno de los «principales factores para asegurar la estabilidad global», EE.UU. ha hecho que las relaciones internacionales se hayan hecho «muy peligrosas». (Véase: Wade Boese, «Russia, NATO at Loggerheads Over Military Bases,» Arms Control Today, March 2004; Los Angeles Times, 26 de marzo de 2004. ) La pregunta que los aliados de Washington se formularán es si sus alianzas tradicionales involucran más riesgos que beneficios – y si son necesarias en la actualidad.
En el caso de China, los principales consejeros de Bush asignaron públicamente la mayor prioridad a la confrontación con su floreciente poder militar y geopolítico desde el momento mismo en que llegaron al poder. Pero el presupuesto militar de China aumenta rápidamente – en un 12 por ciento el año venidero – y la Unión Europea quiere levantar su embargo de armas de hace 15 años y obtener una parte de su atractivo e inmenso mercado. La administración Bush, desde luego, se opone enérgicamente a toda relajación de la prohibición de exportaciones. El establecimiento de bases en las fronteras occidentales de China es la consecuencia lógica de sus ambiciones.
Al instalar bases en pequeñas o débiles naciones europeas orientales y centroasiáticas Estados Unidos no está tan implicado en una «proyección del poder» contra un terrorismo de descripción amorfa sino en una nueva confrontación con Rusia y China en un contexto sin fin. Semejantes confrontaciones pueden tener consecuencias extremadamente serias y prolongadas que ni los aliados de EE.UU. ni su propio pueblo están inclinados a apoyar. Incluso algunos analistas del Pentágono (Véase por ejemplo: «Toward a New U.S. Strategy in Asia,» U.S. Army Strategic Studies Institute, del doctor Stephen J. Blank, del 24 de febrero de 2004) han advertido contra esta estrategia porque todo intento estadounidense de salvar a estados fracasados en el Cáucaso o en Asia Central, implícito en sus nuevas obligaciones, arriesgará el agotamiento de lo que son en última instancias sus limitados recursos militares. La crisis política que ahora convulsiona a Uzbekistán hace que este temor sea muy real.
No hay forma de predecir qué emergencias surgirán o lo que esos compromisos implican, sea para EE.UU. o para sus aliados, sobre todo porque – como lo demostró Irak el año pasado y Vietnam mucho antes – la inteligencia de EE.UU. sobre las capacidades e intenciones de posibles enemigos contra los que truena con su disposición de «acción preventiva» es tan extremadamente defectuosa. Sin información exacta un estado puede creer y hacer cualquier cosa, y éste es el predicamento en el que se encuentran los aliados de la administración Bush. Simplemente no sirve su interés nacional, mucho menos los intereses políticos de los que se encuentran actualmente en el poder o la seguridad de sus pueblos, seguir políticas exteriores basadas en una aceptación ciega, indiscriminada, de ficciones o de un aventurerismo extravagante basado en falsas premisas e información. Una semejante aceptación es demasiado incondicional, tanto en cuanto al tiempo que puede durar y a los posibles costos políticos involucrados. Si Bush es reelegido, los aliados y amigos de EE.UU. tendrán que confrontar esas difíciles alternativas, un proceso que redefinirá y probablemente hará estallar las alianzas existentes. Muchas naciones, incluyendo las más grandes y poderosas, preferirán políticas exteriores independientes, realistas, y los dramáticos eventos en España han reforzado esta probabilidad.
Pero Estados Unidos será más prudente, y el mundo será mucho más seguro, sólo si es forzado por la falta de aliados y aislado. Y eso es lo que está ocurriendo.
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[Este ensayo por el historiador Gabriel Kolko ha sido extraído del indispensable nuevo libro de CounterPunch «Dime’s Worth of Difference: Beyond the Lesser of Two Evils» que puede obtenerse de CounterPunch/AK Press.]
Gabriel Kolko es el principal historiador de la guerra moderna. Es autor del clásico «Century of War: Politics, Conflicts and Society Since 1914» y de «Another Century of War?. Su correo es: [email protected].
http://www.counterpunch.org/kolko09132004.html