Tener elecciones limpias, transparentes, confiables ¿es un punto de partida o de llegada para una genuina democracia? Elegir con procedimientos democráticos a un gobierno ¿significa que ese gobierno será ejercido democráticamente? El «fiasco de Florida» de 2000 ¿fue excepcional o puede repetirse en 2004? Estas son algunas preguntas que un grupo de 20 observadores civiles […]
Tener elecciones limpias, transparentes, confiables ¿es un punto de partida o de llegada para una genuina democracia? Elegir con procedimientos democráticos a un gobierno ¿significa que ese gobierno será ejercido democráticamente? El «fiasco de Florida» de 2000 ¿fue excepcional o puede repetirse en 2004? Estas son algunas preguntas que un grupo de 20 observadores civiles internacionales hicimos a grupos de interlocutores durante una gira de dos semanas en cinco estados del vecino país del norte.
Las respuestas se orientaron en el sentido de que unas elecciones confiables otorgan legitimidad a un gobierno, pero nada garantiza que se ejerza para «el mayor bien del mayor número» (Bentham). Por cuanto a Florida no sólo Jimmy Carter señaló el conflicto de intereses y la falta de imparcialidad de las anteriores y las nuevas autoridades electorales como activos promotores de las campañas republicanas y a la vez responsables de preparar las elecciones, contar votos y dar a conocer resultados; también los ciudadanos de a pie subrayaron que al cabo de 200 años de elecciones no observadas de manera independiente y crítica, las inercias y prácticas corruptas, lejos de ser excepción (en Florida apenas se «destapó la cloaca») serían la regla no reconocida, pero real del control que «los políticos» ejercen sobre los procesos electorales. En un sistema tan complejo, donde los 51 estados y gran cantidad de condados determinan normas y procedimientos de elección local y federal, el «gran dinero» y los «grandes medios» resultan decisivos, casi siempre imbatibles.
La antigua confianza y la certidumbre generalizadas de la población, basadas en un sentimiento de autoafirmación y de autocomplacencia, han sido erosionadas. La rectitud moral y la observación de las reglas, supuestos fundamentos originarios de la vida pública estadunidense, están siendo cuestionados y puestos a debate ya no sólo a partir de casos o precedentes -Watergate, Enron-, sino de evidencias y decisiones que involucran a todo un sistema y un estilo de vida, es decir, a la legalidad y legitimidad de instituciones y al equilibrio de poderes que se admitían sin más como paradigmas «democráticos». Muy pocos estadunidenses habrán reflexionado sobre datos como los que ofrece un liberal «clásico», Ralf Darhendorf (Después de la democracia, FCE, 2001), al recordar que «para llegar al Congreso se necesita un millón de dólares; para llegar al Senado, 10 millones de dólares; para ser elegido presidente, 100 millones de dólares», o bien al señalar que «poco menos de la mitad de quienes ten-drían derecho a votar ni siquiera se inscriben en los padrones… únicamente la mitad de los registrados se presenta a emitir su voto y sólo queda un cuarto del potencial que efectivamente participa en la elección del presidente, quien con frecuencia obtiene menos de la mitad de los votos emitidos (por lo que) la mayoría de los presidentes estadunidenses es elegida por entre un 10 y un 12 por ciento del electorado». Y eso pasó en la contienda de Gore y Bush, al resultar electo el último por una ínfima proporción de votos… los de los jueces de la Suprema Corte de Justicia.
Uno de los temas que más empiezan a discutirse es si debe o no mantenerse la elaborada y tradicional fórmula que intentaba conciliar el federalismo de la unión con la soberanía de los estados. Hasta ahora prevalece el «voto electoral» sobre el «voto popular». La suma de los sufragios individuales determina -excepto en Maine y Colorado- el sentido en el que habrá de otorgarse el total de votos delegacionales de cada estado; es decir, el sistema de «todo o nada» prevalece sobre el sufragio universal, dando lugar a manipulaciones fraudulentas en las que el gran público no reparaba hasta que «saltó» a la superficie la gran trama de irregularidades que significó el triunfo de los Bush en Florida en 2000.
En su reporte preliminar de 55 páginas nuestro grupo de observadores independientes, invitado por Global Exchange -hay otro de 100 personas de la OSCE invitado por el gobierno de Bush-, señala que «existen problemas que plantean amenazas sustanciales a la integridad de la elección general de 2004 en Estados Unidos». Las áreas problemáticas sobre las cuales se hacen recomendaciones, destinadas sobre todo a ciudadanos y a los medios, provienen de la consulta y cotejo de las condiciones prelectorales con las prácticas y los estándares de la observación electoral internacional en más de 60 países y se refieren a: 1) la supervisión no partidaria de las elecciones por cuerpos independientes e imparciales que administren, vigilen y certifiquen las elecciones; 2) la observación no partidaria con grupos de expertos, domésticos e internacionales, que se sugiere sean invitados por las autoridades estatales para crear una atmósfera de transparencia cívica; 3) el voto electrónico acompañado de constancias documentales para asegurar el registro impreso y la verificación por una agencia independiente que asegure una transparencia óptima; 4) el uso universal de boletas de votación provisionales, para que sean debidamente contabilizadas sin importar dónde se emita el voto; 5) la rehabilitación de los ex convictos, a fin de restablecer la plena ciudadanía a los antiguos delincuentes; 6) el financiamiento público de elecciones para que los políticos, más preocupados con las grandes contribuciones que por los votantes, no hagan depender los resultados finales del dinero utilizado en las campañas electorales.
Hay una larga lista de medios que se han ocupado de este primer intento de observación electoral que, ante el escepticismo y la ironía de muchos, habrá de concluir después de la elección del 2 de noviembre con un informe final que recoja observaciones y consideraciones críticas. Más allá de los problemas electorales, apenas emergentes y en sí mismos significativos, deberemos ocuparnos de temas sustantivos en las llamadas «democracias reales» del mundo contemporáneo. Hay que saber cómo se vota y cómo se cuentan los votos, pero más importa preguntarse por qué y para qué se vota, por quién y para beneficio o en favor de quién. Si es verdad que el enorme poder de la «democracia de los propietarios» se concentra en sólo uno por ciento de la población mundial (global class), todo pareciera indicar que los tiempos van madurando para dar un vuelco a esas realidades y a sus terribles consecuencias en la vida presente y futura de la casi totalidad de sus habitantes y del planeta mismo.