Las declaraciones públicas del multibillonario y aspirante a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump causan estupefacción a mucha gente en todo el mundo. Por lo que dice y también por su talante chabacano. El racismo, la prepotencia y la agresividad de su discurso, plagado de mentiras y falsificaciones y de groseros insultos a los […]
Las declaraciones públicas del multibillonario y aspirante a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump causan estupefacción a mucha gente en todo el mundo. Por lo que dice y también por su talante chabacano. El racismo, la prepotencia y la agresividad de su discurso, plagado de mentiras y falsificaciones y de groseros insultos a los inmigrantes y a los latinoamericanos y a las mujeres, hacen de él cualquier cosa menos un estadista o un político medianamente serio que, para colmo, pretende ser el jefe supremo de la mayor superpotencia de la Historia.
Todos los días se alzan voces de alarma al sur del Río Bravo, pero también en Europa y en otras partes. Candidato semejante en cualquiera de esos países sería castigado con la burla y el ridículo y a nadie se le ocurriría que pudiera ganar una elección.
Aunque en Norteamérica también encuentra el rechazo de los hispanohablantes y de quienes, afortunadamente no pocos, sienten vergüenza ajena ante el estrafalario personaje, lo cierto es que, según todas las encuestas, Trump se ha convertido rápidamente en el principal contendiente dentro del Partido Republicano. Cada muestra de arrogancia e ignorancia se traduce en un incremento sustancial de su respaldo que ya sobrepasa cómodamente al resto. Cualquiera sea el desenlace final no hay duda alguna de que, hasta ahora, el espectáculo publicitario, el show mediático que allá denominan «debate político» tiene en el insólito ricachón a su más importante protagonista. De él se habla todos los días, se le dedican artículos y editoriales, es punto de referencia y comparación para la docena de rivales que lo siguen a larga distancia y al más aventajado de los cuales el magnate derrotaría por más de dos dígitos.
Del lado demócrata la situación también es sorprendente. Frente a una Hillary Clinton que parecía imbatible se presenta un retador insospechado, el Senador Bernard Sanders. Se trata de un veterano que, como independiente, hace 25 años representa en el Parlamento federal al pequeño estado de Vermont. Desde que anunció su candidatura los «expertos» y la gran prensa la desestimaron como algo imposible.
Porque Sanders es el único legislador de ese país que se define a si mismo como «socialista», aboga por cambios sustanciales en las áreas de salud, educación, seguridad social y medio ambiente y se opone a la política agresiva e intervencionista del Imperio. Su programa no va más allá del que antaño sostenía la socialdemocracia europea, antes que esta se plegara al dogma neoliberal, pero resulta radical en un país donde algunos califican al Presidente Obama de «comunista».
No cuenta tampoco con una maquinaria electoral, su campaña se nutre sólo con contribuciones de ciudadanos comunes y la llevan a cabo, voluntariamente, un número creciente de jóvenes entusiastas.
Sus actos públicos con decenas de miles de simpatizantes superan ampliamente a los que realizan los demás y su página en Facebook tiene 1,6 millones a los que les gusta Sanders, casi medio millón más que Clinton y mucho más que los otros candidatos, demócratas o republicanos. Según sus palabras: «nuestra campaña trata sobre crear una revolución política que le dice a la clase multimillonaria que no puede tenerlo todo. Este país, este gobierno nos pertenece a todos».
Falta aún un largo trecho para que los partidos seleccionen a sus candidatos. Casi todos los conocedores descartan a Trump y a Sanders. Pero nadie puede ignorar el fenómeno contradictorio que ambos representan, preocupante y esperanzador al mismo tiempo. Por una parte el apoyo que allá tienen las actitudes más cavernícolas, por la otra, el potencial renovador de una nueva generación.
La pesadilla de Trump podrá ser derrotada pero el «trumpismo» seguirá siendo una amenaza mientras el Imperio exista. Sanders probablemente no alcance la nominación pero el «sanderismo» existirá hasta que Estados Unidos sea una verdadera democracia.
Nota publicada originalmente en Punto Final No. 837.
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