Los disturbios raciales son recurrentes en Estados Unidos. La historia que abre este artículo describe el inicio de los disturbios tras el asesinato de Martin Luther King, en 1968. La segunda son los compases iniciales de los gigantescos disturbios tras el caso Rodney King en 1992.
Era una tarde a principios de abril cuando la noticia del asesinato a sangre fría de un líder de color llegó a Washington DC. Una multitud se concentró de inmediato en el cruce entre la 14 y la U, en el corazón del barrio negro de la ciudad. Un grupo de militantes animó a los asistentes a que se fueran a los comercios de la zona y los animaran a cerrar como señal de luto al líder asesinado. Hubo gritos, cristales rotos; golpes. La cosa se desmadró deprisa. Durante los próximos cuatro días de violencia, 13 personas perdieron la vida, hubo más de un millar de heridos y 7.6000 detenciones.
Una tarde a finales de abril en Los Ángeles. Se hace pública la sentencia de un juicio polémico en la ciudad. Cuatro agentes del departamento de policía de Los Ángeles son declarados inocentes en un caso de abusos que había sido grabado por las cámaras. Horas más tarde, dos agentes de policía intentan detener un chaval de 16 años que había tirado una lata vacía al coche patrulla, y piden refuerzos. Cuando llegan, son rodeados por una multitud enfurecida; se retiran tras algunos altercados. La turba indignada empieza a romper ventanas de comercios; esa noche, media ciudad está en llamas. Durante los cinco días siguientes, los disturbios asolaron la ciudad, provocando la muerte a 63 personas, más de 2.300 heridos y 12.000 detenciones.
Ambos disturbios fueron en años de elecciones presidenciales. En ambos casos, el candidato republicano era un tipo de ley y orden, alguien que había hecho de la lucha contra el crimen y los valores tradicionales de la gente de bien de Estados Unidos una de las bases de su carrera política. En el primer caso, el candidato republicano ganó las elecciones. En el segundo, acabó por perderlas.
Los disturbios raciales son una realidad triste, recurrente en Estados Unidos. La historia que abre este artículo describe el inicio de los disturbios tras el asesinato de Martin Luther King, en 1968. La segunda son los compases iniciales de los gigantescos disturbios tras el caso Rodney King en 1992, (y no, la cifra de fallecidos no es ninguna exageración). En 1968, los disturbios se extendieron por más de 100 ciudades, y la Casa Blanca estaba en manos demócratas; Nixon, el candidato republicano, ganó las elecciones en noviembre por estrecho margen. En 1992, el presidente Bush (padre) caía derrotado contra un don nadie llamado Bill Clinton.
Todo esto viene a decir que es muy muy difícil hablar sobre los efectos políticos de la oleada de disturbios raciales de esta última semana.
Como he comentado varias veces, Trump es el heredero de Richard Nixon, en una versión burda, cavernícola y estúpida. En su infame discurso inaugural habló sobre cómo iba a poner fin a la carnicería americana (american carnage) en las ciudades del país. Uno se esperaría que una serie de algaradas violentas reforzarían ese mensaje, la necesidad imperiosa de mano dura, de acabar con los excesos de la izquierda radical y su completo fracaso gobernando en las principales ciudades del país. Muchos observadores se han apresurado a advertir a los demócratas que el caos favorece el presidente y deslegitima las demandas de los manifestantes. Ante el caos que ofrece la izquierda, aseguran, los viejecitos en Florida y las mamás asustadas de los suburbios se irán de nuevo a Trump.
Es un argumento más o menos lógico, que demuestra además que el debate político americano sigue anclado en 1968, y Richard Nixon sigue marcando la agenda. No estoy seguro de que acabe de creérmelo del todo.
Para empezar, es perfectamente posible que los votantes no hagan caso a lo que dicen los candidatos, sino que simplemente echen la culpa al presidente. Desde luego, las docenas de muertos en la segunda ciudad del país no ayudaron a Bush en 1992.
Segundo, las elecciones están muy lejos (cinco meses es como una edad geológica en política americana) y es poco probable que en octubre/noviembre aún estemos hablando de George Floyd. Los medios americanos se van a cansar de hablar de ello, los violentos al final de aburrirán o serán detenidos, y la policía recuperará el control de la situación a pesar de su incompetencia. Ahora mismo (escribo esto a las 11 de la noche, hora este) parece que las cosas se han calmado bastante en casi todas partes, tras varios días muy violentos; el caos acabará por perder fuelle.
Tercero, la respuesta de Trump ha sido entre errática y ligeramente vergonzosa, con una falta de tacto e instinto político considerable. A sus tweets constantes hablando sobre la necesidad de mano dura y enviar el ejército, invocaciones a la ley de rebelión de 1807 y uso poco disimulado de eslóganes racistas de 1967, se le suma su rechazo a hacer algo que se supone que debe hacer un presidente, dar un discurso televisado a la nación para pedir calma (el de Bush en 1992, por cierto, fue excelente). El lunes hizo algo de república bananera absoluta, cuando agentes federales disolvieron una manifestación pacífica delante de la Casa Blanca con gases lacrimógenos para que el presidente pudiera ir a hacerse una foto delante de una iglesia. Un sondeo hoy decía que sólo un tercio de los americanos creen que Trump ha respondido bien a esta crisis, una cifra francamente baja.
Esta va a ser una predicción decepcionante, pero francamente no creo que los disturbios vayan a tener un impacto demasiado importante en las generales, al menos por ahora. Como mucho añadirán otro motivo más de malestar, de la sensación que tienen muchos votantes americanos de vivir en un país que no reconocen (el sabor a ceniza, en una frase memorable de George Will), pero no creo que sean un tema central de la campaña.
En el párrafo anterior, no obstante, hay dos palabras tremendamente importantes: “por ahora”. Estamos en junio, con todo el verano por delante. Hay 40 millones de americanos sin trabajo, y una epidemia que ha amainado, pero sigue fuera de control. Los problemas estructurales detrás de la muerte de George Floyd siguen ahí, igual que la creciente, brutal desigualdad racial y económica. La política americana sigue estando muy polarizada. Todo el mundo aquí recuerda the long, hot summer de 1967, la oleada de disturbios en multitud de ciudades en julio que acabó con casi un centenar de muerto (lo dicho, el debate sigue en 1968). Si la crisis de estos días se convierte en un constante goteo de saqueos, protestas, e incendios… en fin, Dios sabe.
En todo caso, el mes de mayo en Estados Unidos ha acabado teniendo una pandemia como la de 1918, una depresión económica como la de 1929, y disturbios raciales como 1968. Si en otoño seguimos así, no sé qué presidente podría llegar a ser reelegido en estas circunstancias. Quizás Trump vuelva a tener suerte, pero ha tenido el peor mes que se le recuerda a un presidente (asesinatos aparte) desde enero de 1860.
Fuente: https://conversacionsobrehistoria.info/2020/06/04/elecciones-en-un-pais-en-llamas/