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Elogio de la ecología

Fuentes:

Desde distintas trincheras y a raíz de la reinstalación de la «cuestión ambiental» en el debate público, se ha levantado una crítica feroz ante cualquier preocupación por la Naturaleza, ya sea por tiburones mutilados en los océanos, cisnes de cuello negro o glaciares cordilleranos. El descrédito más común y ya poco novedoso, dice relación con […]

Desde distintas trincheras y a raíz de la reinstalación de la «cuestión ambiental» en el debate público, se ha levantado una crítica feroz ante cualquier preocupación por la Naturaleza, ya sea por tiburones mutilados en los océanos, cisnes de cuello negro o glaciares cordilleranos.

El descrédito más común y ya poco novedoso, dice relación con que ser ecologista es estar en contra del progreso. Sin embargo, no se repara en que hace mucho tiempo se perdió la unanimidad respecto al significado del progreso, es más, algunos dicen que «el hombre no progresa, porque su alma es la misma» (Ernesto Sábato). Por otra parte, el crecimiento económico hace tiempo ya produce más malestar que bienestar y en cuanto a la creación de empleo, cabe agregar que hay muchas actividades económicas cuestionadas ambientalmente que no generan empleos significativos, tales como la minería y la celulosa.

Hasta antes de la aparición de la «cuestión ecológica», expresada en los grandes conflictos ambientales como son el calentamiento global, el efecto invernadero, la desaparición de especies, el colapso de las pesquerías, entre otros, el optimismo acerca de las posibilidades de desarrollo era más o menos generalizado. No fue sino hasta la Cumbre Mundial de Estocolmo y la publicación en la década del ’70 del informe del Club de Roma, «Más Allá de los Límites del Crecimiento», y más tarde la publicación de «Nuestro futuro común», por parte de la Comisión Mundial para el Medioambiente y el Desarrollo de Naciones Unidas -más conocida como Comisión Brudtland- que se produce una toma de conciencia sobre la amenaza global que significa el deterioro de los recursos naturales y sobre los nuevos límites para el desarrollo de la humanidad.

Con esto, la «cuestión ecológica» contribuyó ostensiblemente a la desaparición de la certeza que se había alcanzado gracias al «imperio de la razón», respecto a la posibilidad del desarrollo pleno, permanente y en armonía con la justicia y la libertad. La duda está instalada y la legitimidad con que la «cuestión ecológica» contribuye a ello, no es menos poderosa que la de aquellas figuras claves de nuestro tiempo, tales como Joseph Ratzinger, actual Papa, quien en enero del 2004 sostenía que «si antes no podíamos eludir la cuestión de si las religiones propiamente no eran una fuerza moral positiva, ahora no tenemos más remedio que plantearnos la duda acerca de la fiabilidad de la razón».

En cierto sentido, la «cuestión ecológica» nace como parte de la crítica al consenso generalizado sobre los beneficios del racionalismo científico antropocéntrico que estableció una relación funcional entre el hombre y la Naturaleza, en donde ésta sólo se explica como insumo para las necesidades de la sociedad humana, sin vida propia y menos aún como sujeto de derechos, al punto en que, en aras del bienestar de la especie humana y del progreso científico, se ha llegado hasta la crueldad y la tortura de los animales, lo que constituye uno de los abusos más extendidos de la era de la razón. En cierto sentido, la «cuestión ecológica» es una expresión del desencanto en relación a un orden que prometió mucho y que, no obstante sus pretensiones paradisíacas, provocó enormes frustraciones. No es para menos, dado que la era de la razón se planteó como meta la emancipación de todas las formas de esclavitud, a través de una conjunción armoniosa entre lo bello, lo bueno y lo verdadero.

A pesar de lo anterior, debemos cuidarnos de entender la ecología como una corriente que tiende a legitimar el espíritu nihilista y desesperanzado que tanto abunda en nuestros días. Mas bien la ecología es una revalorización de la Naturaleza y en esa dirección comparte la búsqueda del primitivismo como una forma de superación y de refundación que aparece regularmente en las sociedades desgastadas, corruptas y decadentes. Es, entonces, un intento por reencontrar las esencias primarias, un entusiasmarse de nuevo con la Antigüedad, a partir de la constatación de que la cultura existente se está disolviendo. La idea de volver a nutrirse, del retorno, es una idea permanentemente resucitada en los períodos de decadencia civilizacional. La ecología es también una crítica profunda al totalitarismo de la razón instrumental, esa que ha soslayado la razón ética y estética y que ha convertido toda forma de vida en insumo para la acumulación de capital. En consecuencia, la ecología compar
te el mismo espíritu que impulsó a Lutero en la búsqueda del primitivismo, a partir de una crítica radical de su tiempo. Así también, los primeros humanistas y los utópicos del Renacimiento, movidos por la revalorización de la Naturaleza y un profundo descontento con el orden heredado, reseñan claramente el espíritu que se anida en la ecología del presente. En ella, entonces, el humanista encuentra las fuentes nutritivas para redefinir y revitalizar la sociedad humana. A su vez, el místico encuentra en el espíritu de la ecología una aproximación a la idea de Dios, a través de mirar la perfección de su obra.

Por lo tanto, la ecología es profundamente abierta a la esperanza, es una búsqueda de trascendencia, pretende redescubrir la belleza y va tras la idea de la perfección, del equilibrio y de la armonía que están contenidos en la Naturaleza.

MarceL Claude es economista,
Fundación Oceana