Las terribles torturas infligidas a los detenidos iraquíes en la prisión de Abu Ghraib no son ni excepcionales, ni aisladas, y ni siquiera sorprendentes. Se inscriben dentro de la lógica de la guerra deseada por Bush en Irak. Se han dado en otros centros de detención y en ocasiones son practicadas por antiguas víctimas del […]
Las terribles torturas infligidas a los detenidos iraquíes en la prisión de Abu Ghraib no son ni excepcionales, ni aisladas, y ni siquiera sorprendentes. Se inscriben dentro de la lógica de la guerra deseada por Bush en Irak. Se han dado en otros centros de detención y en ocasiones son practicadas por antiguas víctimas del régimen de Sadam Husein (sobre todo en Basora, donde, desde el inicio de la ocupación, los británicos a menudo han dejado a los que se resisten a la ocupación en manos de iraquíes a sueldo para interrogarles). Ya en noviembre de 2003, la Cruz Roja denunció, en un informe secreto entregado a las autoridades estadounidenses, la «práctica sistemática de malos tratos y de tortura» en la mayoría de los centros de detención de Irak. El director de investigación de esta organización, Pierre Kraehenbuchl, afirma que no se trata de actos aislados, sino de un verdadero sistema: «Lo que hemos descrito corresponde a un modelo, un sistema» (Herald Tribune, 8-9 de mayo de 2004). El informe publicado describe «graves violaciones del derecho internacional humanitario. Estas violaciones se pueden resumir en pocas palabras: los prisioneros iraquíes son tratados como animales peligrosos, sin la admiración que se siente por los animales. En resumidas cuentas, sub-hombres. Las principales autoridades militares de Irak, al igual que el Gobierno estadounidense, fueron informadas inmediatamente; Bush y su equipo vieron las fotografías que muestran los cuerpos torturados en febrero de 2004. Y sin duda debido a que el Gobierno estadounidense ha decidido proteger a su procónsul en Irak, Paul Bremer, que a su vez protege a los torturadores estadounidenses en el país, se han organizado filtraciones para revelar estos crímenes contra la humanidad. El asesinato de Nick Berg a manos de un grupo de Al Qaeda se inscribe dentro de la misma línea sanguinaria.
Las revelaciones del Comité Internacional de la Cruz Roja tampoco son sorprendentes. Desde la guerra del Golfo de 1991, la preparación psicológica de la opinión pública estadounidense e internacional, que convertía a Sadam Husein en un enemigo del género humano y a sus partidarios en monstruos, hacía inevitables tales acciones de aniquilamiento. El encadenamiento infernal que ha hecho posible esta terrible situación tiene su origen en una violación original: el desprecio de la legalidad internacional por Estados Unidos desde 1991. A partir de esa fecha se impuso a Irak un embargo internacional que provocó, según Unicef, la muerte directa e indirecta de varias decenas de millares de personas, sobre todo niños. El propio presidente Chirac declaró en 2000 que se trataba de un verdadero crimen contra la humanidad. Es cierto que no llegó a decidirse a romper el embargo de forma unilateral. Pero la protesta internacional contra esta situación a comienzos de la presente década alcanzó tal punto que EE UU, al ver que el régimen de Sadam Husein no se hundía y temiendo el éxito de la campaña mundial para levantar el embargo, decidió dar un paso adicional. Quebrantando totalmente las reglas de la comunidad internacional, se propuso echar abajo al régimen iraquí. Ninguna resolución de la ONU ha exigido nunca una acción de este tipo. Más aún: los acuerdos de alto el fuego con Irak de 1991 prohibían inmiscuirse en los asuntos internos de dicho país. Es cierto que Irak vivía bajo la dictadura de Sadam Husein, pero no era asunto de la ONU ni de EE UU el ir allí a imponer la ley. Este principio, respetado por Bush padre y por Clinton, fue pisoteado por Bush hijo. Tras haber impuesto a la comunidad internacional una concepción totalitaria de la lucha contra el terrorismo a raíz del 11-S, Bush se apresuró a señalar a Sadam Husein como secuaz de este terrorismo, junto a los talibanes y a Bin Laden. Pero ante la imposibilidad de demostrar dicha afirmación, su Administración inventó la mentira más famosa de comienzos del siglo XXI, que retomaron al unísono otros dos mentirosos oficiales, Blair y Aznar: ¡Sadam Husein disponía de armas de destrucción masiva! La manipulación era crasa, enorme. El propio Sadam Husein, que jamás se ha distinguido por una particular agudeza mental, evitó caer en la trampa: abrió Irak a los inspectores de la ONU, liberó a todos los prisioneros políticos e incluso a los de derecho común, destruyó la vieja quincallería armada que le quedaba y jugó a fondo el juego de la legalidad. Pero Bush estaba decidido a atacar Irak, cosa que hizo en contra de la opinión de la comunidad internacional.
Esta trasgresión del derecho internacional contenía todos los horrores que hemos visto surgir desde entonces. Se explica tanto por la mirada cultural que arrojaba a Sadam Husein y a su régimen como por los planes neocoloniales -apoderarse de las riquezas petrolíferas de Irak gobernando a través de un equipo de fantoches iraquíes- que alimentaba la Administración estadounidense respecto a Irak. Ambas posturas se apoyan mutuamente. Desde 1991, la Administración estadounidense construyó un adversario «sanguinario» y «satánico», a la vez que se presentaba como la encarnación de la «civilización», de los «derechos humanos», de la «libertad» y del «progreso». La histeria anti-Sadam (el cual se convirtió en diana de los puestos de tiro de las ferias estadounidenses, un criterio decisivo para la opinión pública estadounidense), el odio antimusulmán desencadenado tras el 11-S y la complicidad más o menos tácita de la buena conciencia occidental crearon en EE UU una atmósfera de linchamiento antiárabe digna del Ku Klux Klan. En el caso de una guerra, la violación de las reglas más elementales de la humanidad se volvía previsible. Pintado como un demonio -nadie sostiene aquí que fuera un santo-, Sadam Husein fue tratado durante su arresto como un animal. Prisionero de una guerra ilegal, fue entregado a los medios de comunicación internacionales con la lengua colgando, los ojos vidriosos y totalmente despeinado, en una puesta en escena vergonzosa cuyo objetivo era precisamente mostrar que se trataba de un animal y no de un ser humano. Su suerte debía servir de ejemplo a todos aquellos que quisieran resistirse a los ocupantes.
Si nos ceñimos a los hechos, esta aterradora demostración decía mucho más sobre la barbarie de las tropas de ocupación que sobre la de su presa. Se trataba ya de una versión mediática de lo que ocurre en las prisiones del ejército de ocupación. ¿Dónde está la diferencia con los prisioneros desnudos, echados a los perros, amontonados en pilas, colgados envueltos en unas chilabas ensangrentadas, siniestras, fantasmales? ¿Quién tortura en Irak? ¿Quién viola los derechos humanos? ¿Quién pisotea la dignidad humana? El New Yorker acaba de revelar que el propio Donald Rumsfeld dio la orden de crear equipos de tortura que tuvieran por consigna: «Atrapen a quien deban. Hagan con ellos lo que quieran». Hasta la CIA, espantada por esta orden, se negó a ejecutarla. ¿Acaso no es Rumsfeld, sencillamente, un fascista en el poder? Afortunadamente, la clase política estadounidense ha reaccionado. El senador demócrata por Michigan, Carl Levin, ha acusado a Bush de haber «contribuido a crear la atmósfera» que ha conducido al Ejército estadounidense a mofarse de la Convención Internacional de Ginebra (Herald Tribune, 10 de mayo de 2004). Y el candidato demócrata John Carry expresa su indignación: «Desde el principio, hemos ido de un error de cálculo a otro, con una arrogancia que ha costado a Estados Unidos el respeto y la influencia de que disfrutaba en el mundo» (Le Monde, 14 de mayo de 2004).
En realidad, esta guerra sucia es el compendio de la «privatización» económica salvaje y de la hipocresía del pretendido derecho a la injerencia «humanitaria», puesto aquí más que nunca al servicio del neocolonialismo. Todo el mundo sabe hoy que las empresas privadas que piratean el país mantienen sólidos vínculos con los principales hombres de armas tomar de Bush: Dick Cheney, vicepresidente de EE UU, al igual que Donald Rumsfeld, secretario de Defensa, son al mismo tiempo dirigentes políticos y agentes de multinacionales; la propia familia Bush nada en los medios malolientes de las finanzas asociados a la invasión de Irak. EE UU encarga la gestión de las cárceles a unas empresas privadas que trabajan con compañías fabricantes de armas también privadas, y todo este mundillo administra esta guerra a la sombra de militares fanáticos. La finalidad geoeconómica de la invasión y su dimensión neocolonial son evidentes no sólo porque Irak ha sido entregado a las empresas privadas estadounidenses, sino también porque el plan de «retirada» que los estadounidenses han propuesto para el 30 de junio de 2004 pretende proporcionarles una legitimidad internacional. Sencillamente, los estadounidenses se niegan a que los iraquíes puedan disponer de la soberanía plena sobre sus riquezas petrolíferas y exigen el establecimiento, en nombre de la democracia, de un sistema económico a sueldo de Estados Unidos que terminará de arruinar a un Irak ya tan ensangrentado. Las riquezas petrolíferas deben permanecer bajo control estadounidense, así como el ejército e incluso la soberanía territorial de Irak.
Incluso los iraquíes que llegaron en el furgón de EE UU durante la invasión están en contra de este plan. Francia y Rusia se oponen igualmente a esta nueva manipulación. Apoyan el proyecto propuesto por el enviado especial de la ONU, Lakhdar Ibrahimi, que prevé una transición suave bajo control de la ONU y la devolución a Irak de la soberanía sobre sus riquezas. El nuevo ministro francés de Asuntos Exteriores, Michel Barnier, va más lejos todavía: «Debemos pedir -incluso exigir- en el marco de la ONU una Conferencia Inter-iraquí bajo patrocinio de la ONU y de los países de la región» para establecer, afirma, «un Gobierno iraquí que no gobierne de forma artificial y por delegación, sino de forma soberana». Y el ministro añade: «Es necesario que los iraquíes tengan el control de la economía, de los recursos naturales, de la justicia… Es necesario que este Gobierno sea aceptado por la comunidad internacional y por los diferentes sectores iraquíes…». No se podía cuestionar de forma más clara la estrategia estadounidense que ha conducido en Irak a las atrocidades de Abu Ghraib. Éstas tienen un alcance cultural infinito. En cambio, no rehabilitan en absoluto la dictadura derrocada de Sadam Husein. Pero al igual que los judíos frente al nazismo, las poblaciones árabes y musulmanas nunca olvidarán los cuerpos de los iraquíes atormentados por la soldadesca estadounidense. Los dirigentes estadounidenses han provocado un lío inmenso, han destruido un régimen violando el derecho internacional, han creado las condiciones para una guerra civil iraquí, han islamizado el Irak laico, lo han abandonado a todos los extremismos, han convertido el resto del mundo en un territorio de guerra terrorista que ya ha costado la vida a centenares de personas y, por último, han desestabilizado todo Oriente Próximo. En el nombre de su «civilización», han instaurado la barbarie. Éste es también su crimen contra la humanidad.
Sami Naïr es eurodiputado y profesor invitado de la Universidad Carlos III. Traducción de News Clips.